







Los políticos no suelen destacarse por su humildad. Por el contrario, propenden a ser personajes sumamente vanidosos. Es lógico; tienen que convencer a los demás, y convencerse a sí mismos, de que son superiores a todos sus rivales y, lo que a menudo es aún más importante, a quienes dicen apoyarlos. Saben que correrán riesgo de caer si por algún motivo tanto los votantes de a pie como los habitantes del mundillo político en que viven dejan de considerarlos dignos del papel que desempeñan. Es por lo tanto natural que, una vez en el poder, muchos se preocupen más por su propia imagen que por el eventual éxito del proyecto socioeconómico que representan.
A juzgar por cómo ha reaccionado ante el triunfo módico -el 41 por ciento de los votos, un monto similar al conseguido por Mauricio Macri en las elecciones presidenciales de 2019- que obtuvo La Libertad Avanza en las legislativas del mes pasado, Javier Milei ha optado por privilegiar su propio culto a la personalidad por encima de la causa ideológica que encabeza. Para él y para Karina, los votos son exclusivamente suyos. Asimismo, alentado por los elogios hiperbólicos de sus admiradores, entre ellos el subsecretario de Estado norteamericano Christopher Landan que lo llamó un “rockstar hemisférico” que a su juicio está reafirmando el liderazgo regional de la Argentina, Milei parece sentirse el salvador en potencia no sólo de la Patria sino también del mundo occidental.
Antes de conocer los resultados de aquellas elecciones, Milei brindaba la impresión de querer ampliar su base de sustentación y compartir cuotas de poder con otros por entender que su autoridad personal no sería suficiente como para permitirle seguir por mucho tiempo en el lugar que ocupaba, pero no bien se dio cuenta de que su partido había superado por mucho al peronismo en el país y que, en la provincia de Buenos Aires, había logrado ganar por un margen sin duda exiguo pero así y todo espectacular por ser cuestión de un distrito en que hacía poco había sufrido una derrota muy dolorosa, se le ocurrió que podría ser nuevamente el líder avasallador de sus primeros meses como presidente.
Entusiasmado por lo que acababa de suceder, Milei dio aún más poder a su hermana y menos a los que preferirían una actitud más amable hacia aquellos que comparten sus ideas pro-mercado sin por eso estar dispuestos a subordinarse por completo a su conducción. A partir de entonces, la pareja presidencial está fagocitando el Pro macrista con entusiasmo renovado; el nombramiento de Diego Santilli como ministro del Interior les sirvió no sólo para asegurarse la colaboración de un baquiano todoterreno que conoce muy bien al mundo político nacional sino también para desairar una vez más al “presi” Mauricio Macri.
Si Milei privilegiara su programa por encima de su propia gloria, aprovecharía el buen resultado electoral y la confusión que impera en las filas de los comprometidos con el viejo orden corporativista para formar una gran coalición que a buen seguro sería capaz de impulsar las muchas reformas necesarias para que la Argentina sea un país realmente competitivo. Como ha señalado repetidamente el respetado expresidente brasileño Fernando Henrique Cardoso, a los gobernantes les conviene explicar las medidas que van tomando para cautivar así a la gente.
Es lo que quieren de Milei sus patronos norteamericanos Donald Trump y Scott Bessent: familiarizados como están con las dificultades que enfrentan presidentes que, mal que les pese, se ven obligados a convivir con parlamentarios y gobernadores resueltos a defender sus propios intereses y aquellos de sus electorados, esperaban que Milei, aleccionado por los muchos reveses que habían experimentado en las semanas que precedieron a los comicios legislativos, asumiera una postura más generosa hacia los demás políticos. Si bien no hay señales de que Trump y Bessent estén por manifestar su desaprobación de la estrategia que ha adoptado su aliado, extrañaría que la consideraran apropiada para el país que ven como su socio latinoamericano más importante. Para ellos, el eventual fracaso del proyecto mileísta sería un revés muy hiriente.
En sociedades democráticas, los liderazgos personales -o bipersonales en el caso de los Milei- son intrínsecamente precarios. Demasiado depende del vínculo emotivo del mandatario con distintos sectores de la ciudadanía. Aunque Milei ha conservado la gratitud de muchos por haber reducido sustancialmente la tasa de inflación, otros lo culpan por no haber logrado mejorar su propia situación económica. No le será dado hacerlo; aun cuando dentro de poco el país entre en una fase de crecimiento acelerado, tendrían que transcurrir varios años antes de que el grueso de la población se viera directamente beneficiado. Por lo demás, programas meritocráticos como el puesto en marcha por Milei distan de ser igualitarios; a menos que la mayor parte de la clase política se sienta firmemente comprometida con las reformas que está impulsando, abundarán los tentados a sacar provecho de los problemas que surjan.
Es lo que hacían muchos políticos en los meses antes de las elecciones cuando libraron una especie de guerra de guerrillas contra el sacrosanto equilibrio fiscal. Felizmente para Milei, el daño que infligieron a su proyecto fue limitado, pero la rebelión debería haberle enseñado que sería riesgoso de su parte insistir en dar a quienes no lo quieren demasiados pretextos para torcerle el brazo.
Milei se cree un líder carismático, una convicción que se ve fortalecida cada vez que viaja a Estados Unidos o Europa para darse el gusto de arengar a miles de aficionados fervorosos que lo tratan como si fuera un cantante popular o una estrella deportiva, pero parecería que su reciente éxito electoral tuvo menos que ver con la imagen rutilante que fascina a los disconformes con el statu quo internacional que con el desprestigio de todas las alternativas a su gestión, en especial de la aún encabezada por Cristina.
Milei tiene suerte; si bien el poder de atracción de la expresidenta ha disminuido tanto que ya virtualmente nadie festeja sus bailecitos cuando sale al balcón del departamento en que está recluida, aun retiene su capacidad para frustrar los esfuerzos de la grey peronista para reagruparse. Si bien sería prematuro suponer que el movimiento que hizo tanto para formar la Argentina actual está en vías de extinción -se puede llenar bibliotecas enteras con los obituarios que comenzaron a aparecer en los años cincuenta del siglo pasado-, no cabe duda de que se ha debilitado tanto que hoy sirve más como un cuco que como una alternativa política válida.
Es por tal motivo que no sólo fronteras adentro sino también en el exterior está consolidándose la esperanza de que esta vez la Argentina, que durante tanto tiempo ha figurado como el símbolo más llamativo y. para algunos, más misterioso, del fracaso colectivo en una época en que docenas de países pudieron enriqucerse, esté por romper con el pasado. En parte, el optimismo se debe a la existencia de una plétora de recursos naturales no explotados, como los de Vaca Muerta, que podrían activarse con rapidez, y en parte al respaldo de Estados Unidos que, a pesar de sus muchos problemas internos y la posibilidad de que en un par de años el gobierno republicano se vea remplazado por otro de actitudes muy distintas, continuará buscando amigos confiables en su “patio trasero”.
En cuanto a los persuadidos de que sería mejor que Milei apostara a una relación más amistosa con China, les convendría reconocer que las perspectivas a mediano plazo, y ni hablar del largo, frente a la gran potencia comercial y tecnológica asiática distan de ser tan buenas como los hartos del predominio norteamericano quisieran imaginar. Según el Banco Mundial, la tasa de natalidad actual en China es de 1,0 por mujer: a menos que sus habitantes se pongan a reproducirse tan vigorosamente como hacían sus antepasados, en adelante cada joven tendrá que encargarse económicamente del equivalente de dos progenitores, cuatro abuelos y ocho bisabuelos. Huelga decir que el desastroso modelo demográfico así supuesto está destinado a colapsar. Se trata de un detalle que suelen pasar por alto los convencidos de que es inevitable que China sustituya a Estados Unidos para ser la superpotencia hegemónica de mañana.
Si sólo fuera cuestión de recuperar el terreno que se ha perdido a partir de la Segunda Guerra Mundial o, en opinión de Milei, desde comienzos de siglo pasado, la tarea frente a la clase política nacional sería relativamente sencilla; bastaría con aprovechar la experiencia de los países calificados de desarrollados. Sin embargo, tanto ha cambiado en las décadas últimas que esquemas que hasta hace poco funcionaban muy bien han dejado de ser viables. Todos los países supuestamente “normales” que a juicio de muchos deberían servir de ejemplos a seguir, están en crisis, lo que significa que, además de procurar solucionar o, por lo menos, atenuar problemas que son atribuibles a la prolongada decadencia nacional que tantas jeremiadas ha motivado, el gobierno actual y sus sucesores enfrentarán a muchos que son nuevos y que, en el resto del mundo, están planteando dilemas que ninguna fuerza política o grupo intelectual parece estar en condiciones de resolver.
Por James Neilson / Revista Noticias





















