Un discurso viejo y falso

Actualidad15 de julio de 2024
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Vivimos en un momento histórico en que, por lo menos en la Argentina, se considera que lo rebelde, nuevo y audaz es lo libertario cuando en realidad no es más que la excrecencia del liberalismo propio del siglo XIX. Se trata de una regresión basada en supuestos y axiomas muy discutibles cuando no directamente falsos. 

La primera falacia es asimilar la libertad a la libertad económica. Cuando los franceses de 1789 alzaron esa palabra le asignaron una dimensión muy superior, seguramente incluían la libertad política, la libertad religiosa, la libertad de ideas, etc. Asimilarla a lo económico o suponer que las otras libertades dependen de lo económico es un salto deductivo sin fundamento alguno. 

Lo realmente revolucionario sería un movimiento que se afirmase en otras ideas, precisamente las contrarias a las que expresan loa partidos de extrema derecha actuales. 

Para ello propongo volver a leer a Polanyi. (Viena, 25 de octubre de 1886-Pickering, 23 de abril de 1964) fue un economista político, antropólogo, filósofo y científico social que tuvo grandes contribuciones en el ámbito de la antropología económica y la crítica de la economía ortodoxa. En su obra fundamental “La gran transformación” dice que el determinismo económico que considera que el hombre se mueve por necesidad o por afán de ganancia es un axioma puramente ideológico y ese es precisamente un supuesto básico del pensamiento tanto del liberalismo clásico como de su versión más extrema basada en la escuela austríaca originada a finales del siglo XIX y principios del XX y que tomó más repercusión pública alrededor 1970 cuyos adalides fueron  Ludwig von Mises y Friedrich Hayek. Como se ve nada muy moderno sino más bien decimonónico. 

Si bien lo económico es un factor importante lo cierto es que la humanidad se movió durante toda su historia y en todo el globo también por otros valores ya sean estos políticos, religiosos, solidarios, pertenencia a un grupo, región o nación. La fe, la patria, un ideario político o la clase impulsaron y aún impulsan la acción de muchas personas sin tener necesariamente un interés económico.

Lo que durante siglos fue considerado un proceder despreciable pasó a ser desde principios del siglo XIX una virtud: la codicia, El principio de la ganancia irrestricta y a cualquier costo pasó a regir el funcionamiento de toda la sociedad. Se hicieron todos los esfuerzos posibles para generar el concepto del mercado autoregulado. Si bien siempre existieron mercados éstos estaban sometidos a leyes, principios o costumbres que mantenían su funcionamiento dentro de límites que fijaban las prácticas sociales.  

 Sin ninguna regulación los mercados tomaron el mando del comportamiento humano. Hasta ese momento la economía estaba encajada en la sociedad formando parte de ella, pero entonces se hizo autónoma, ya no era parte de la sociedad como un todo sino algo independiente y rápidamente pasó a hacer que la sociedad dependiera de ello. 

Este fenómeno de los mercados autoregulados se percibieron como algo natural relacionados con los productos y los servicios pero el proceso no terminó ahí sino que incorporó al mercado algo que no producía la humanidad sino a la humanidad misma al crear el mercado de trabajo. También incorporó al mercado la tierra que claramente no la producía el hombre. No conforme con ello se creó el mercado de dinero y más cerca en el tiempo el mercado de los denominados derivados. Polanyi afirma que “la descripción de la mano de obra, la tierra y el dinero como mercancías, es necesaria para incluirlas en el mercado, es enteramente ficticia”. Y que de esa forma “la sociedad humana se ha convertido en un accesorio del sistema económico”. 

Con la vista puesta en las ciencias duras los economistas del siglo XIX pretendieron dotar al complejo mundo de las sociedades humanas de leyes universales y ahistóricas. A partir de una lectura (muchas veces sesgada) de Adam Smith se admitió como verdad, sin admitir prueba en contrario, que la suma de los egoísmos individuales resultaría en una virtud colectiva. De allí se deducía que toda intervención en el accionar de los individuos ocasionaba un perjuicio colectivo sin importar lo bien intencionada que podía ser esa intervención. Se proclamó que las leyes económicas gobernaban el mundo y en aras de esas leyes se eliminó la compasión y la determinación estoica de renunciar a la solidaridad se constituyó en una religión secular. 

Ya en el siglo XIX los liberales de la época acusaban como causa de todos los males a las regulaciones y restricciones de la más absoluta libertad de loa individuos. En 1884 Herbert Spencer hizo una lista de la “legislación restrictiva” que lo horrorizaba. Entre ellas denostó a la disposición que en 1860 disponía una autoridad que proveyera el análisis de alimentos y bebidas y otra que establecía la inspección de las instalaciones de gas. También censuró una extensión de la ley de minas que convertía en delito el empleo de niños menores de 12 años. Dentro de las leyes restrictivas fustigadas cayeron las que imponían la vacunación y una ley que otorgaba al Consejo de Educación Médica el derecho exclusivo de proveer farmacopea, como así también lo llenó de horror una ley que designaba inspectores para controlar la sanidad de los alimentos y también otra ley que para prevenir la muerte de niños que se ocupaban de limpiar las chimeneas en ductos muy estrechos. Como vemos las barbaridades que expresa Milei no son una novedad, vienen de lejos y se creía que habían sido desterradas para siempre.

Resulta oportuno rescatar el siguiente párrafo de “La gran transformación” porque desafortunadamente resultan de gran actualidad. “El prestigio del liberalismo económico alcanzó su cúspide en al década de 1920…..La estabilización de las monedas se convirtió en el punto focal del pensamiento político de personas y gobiernos. Se reconoció que el pago de los préstamos externos y y el retorno a las monedas estables eran las piedras de toque de la racionalidad en la política; y ningún sufrimiento privado, ninguna infracción de la soberanía se consideraban sacrificios demasiados grandes para la recuperación de la integridad monetaria. Las privaciones de los desempleados de su trabajo a causa de la deflación, la destitución de los empleados públicos despedidos sin indemnización, incluso la renuncia a los derechos nacionales y la pérdida de las libertades constitucionales se consideraron un precio justo por el logro de presupuestos equilibrados y monedas sanas fundamentos del liberalismo económico”.

En principio el liberalismo no era compatible con los monopolios, a pesar de que era la concepción de un mercado autoregulado lo que permitía su formación, dado que un mercado controlado socialmente hubiera prohibido su instalación. Pero Milei da un paso más y formula el siguiente relato: supongamos que hay 10 empresas que producen teléfonos celulares y que compiten en el mercado y que una de ellas genera un desarrollo tecnológico que le permite fabricar celulares a menor precio y mejor calidad. Qué pasaría se pregunta y se contesta que las otras quiebran. Y su conclusión es que el monopolio no es ningún problema porque se tendría un artefacto mejor a menor precio. Pero Milei termina ahí su relato que me atrevo a continuar: La empresa monopólica subiría los precios ya que no tiene competencia y se aseguraría de mantener el monopolio por distintas vías. Dado su potencial no permitiría que aparezca otra empresa y cuando la gran mayoría de los teléfonos sean de su marca podría hacer que los mismos solo puedan interactuar entre ellos; dado que la gran mayoría tienen ese teléfono queda, de hecho, cancelada la posibilidad de competencia aunque otra empresa haga un desarrollo tecnológico superior. Es así como funcionan los mercados actualmente donde es más que evidente que la tendencia es hacia los monopolios o, en el mejor de los casos, al oligopolio.

Aún hay quienes creen que el anarco libertario capitalista es algo nuevo y que expresa rebeldía, sin embargo es viejo y complaciente con los poderes fácticos. La verdadera rebeldía sería abrazar los ideales de la solidaridad, la ayuda a los desprotegidos y el camino hacia un mundo que no soporte la monstruosa desigualdad actual.

Por Carlos Doberti / Urbe

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