







Afines de noviembre, el diario La Nación publicó un estremecedor discurso pronunciado por el jefe de las fuerzas armadas de Francia, el día 18 de ese mes, ante el Congreso de los Alcaldes de dicho país.
El general Mandon (vaya con el apellido) aseguró que Rusia se está preparando para confrontar con las naciones europeas en el horizonte de 2030 y que, al día de hoy, ese país dispone de 1,3 millones de efectivos y se estima que rondará los 2,0 millones en 2030. Asimismo, advirtió que mientras Estados Unidos se retira del flanco Este de Europa, se prepara para la confrontación que sobrevendrá en 2027 con China cuando ésta se apodere de Taiwan. Convencido pues de que el principal aliado de los europeos los abandona a su suerte para volcarse al Asia en función de la disputa geoestratégica con China, Mandon les informó a los alcaldes franceses que había dado la orden a sus fuerzas armadas de multiplicar su capacidad defensiva durante los próximos tres años.
Es obvio que el jefe militar francés no es un loquito. El Pentágono se desliza de los escenarios bélicos del Levante y Medio Oriente con su plan inmobiliario para Gaza, mira hacia el Asia por todo lo que implica Taiwán y, oh novedad, reinventa el famoso incidente del golfo de Tonkin que le permitió invadir Vietnam, pero, esta vez, lo hace en el Caribe.
La burda excusa de las narcolanchas, el asesinato a mansalva de casi un centenar de pescadores, el emplazamiento de su portaaviones más poderoso frente a las costas de Venezuela, el despliegue de 15.000 efectivos más 5.000 estacionados en Costa Rica, la advertencia del cierre del espacio aéreo y, por fin, las diarias amenazas que profiere Donald Trump contra el pueblo y el gobierno venezolanos, ponen a todas las naciones al sur del río Bravo en condición de blanco militar para el expansionismo neocolonial.
Trump, que acaba de reeditar en las elecciones de Honduras la táctica que empleara con la Argentina de Milei para entronizar a otro lacayo más de su estrategia, no ha movilizado semejante capacidad militar para jugar al poliladrón con Venezuela. En simultáneo, Milei nombra como ministro de Defensa al jefe del Ejército, señal inequívoca de que está dispuesto a obedecer la orden de Trump de sumarse a la agresión contra Venezuela, amén de reforzar el negacionismo y la reivindicación de liberar a los genocidas. Por todo esto hay que esperar lo peor.
En semejante contexto, es absolutamente injustificable la pálida reacción de las principales fuerzas políticas y sociales que se oponen a Milei ya que, con el temor a quedar pegadas al gobierno de Maduro, sus principales voceros hacen martingalas discursivas para evitar pronunciarse en favor del derecho soberano, de Venezuela y su pueblo, a resistir la amenaza de la invasión neocolonialista y, de concretarse ésta, a enfrentarla con la nación en armas.
Sin embargo, ese gambito de las principales fuerzas opositoras no hace más que alargar la enorme distancia que las separa del día a día de millones de ciudadanas y ciudadanos sometidos al peso de una losa de hormigón mientras pugnan por sobrevivir en la Argentina del ajuste perpetuo. No hay un llamado claro a organizarse para resistir; abundan las denuncias, los diagnósticos, los mensajes en las redes, pero no existe ni una sola palabra -mucho menos una acción- que permita a quienes los votaron y a quienes se abstuvieron de emitir su voto -la mayoría- encontrar un aliciente, un contacto de empatía con el discurso profesional de la política.
Autocentrados en su propia justificación de ser, los políticos surgidos como representantes del campo popular reiteran, ante quien quiera escucharlos, que su accionar está limitado por el hecho incontrovertible de que “la gente” no está dispuesta a movilizarse. Ni siquiera a votar, agregan por si hiciera falta. En la práctica, los representantes actúan como si los representados, con sus propios actos, no los cuestionaran, no desconfiaran, no les creyeran, no los respetaran.
En la incapacidad de la representación política para ver, dimensionar y, sobre todo, escuchar lo que expresa ese rumor apagado de quien no fue a votar o “votó a sus verdugos”, radica la extendida crisis del modo tradicional de representar lo común popular. Esta incapacidad no proviene de una maldición divina ni es producto de una influencia satánica. La suposición de que se podía seguir representando al común sin construir un nuevo universal para la totalidad social, llevó a la representación a alienarse, a distanciarse de ese latido popular que la consagrara como legítima expresión del común.
La consigna electoral que sostuvo, como único argumento, que había que frenar a Milei, dejó en absoluta soledad a todos aquellos que, en conflictos sectoriales -como los jubilados o los miles de despedidos en la actividad pública y privada- tuvieron y tienen que enfrentar la represión sin ninguna red de contención. A ellos, el discurso que a guisa de propuesta programática les habla permanentemente de un pasado feliz y venturoso, los sume en la indefensión y, cuando no, los proyecta a una confianza en lo común movilizado como única certeza de sobrevida.
En un párrafo brillante de su libro «El temblor de las ideas» (Bs.As., Ariel, 2025, pp.15), Diego Sztulwark dice: “El héroe que actúa sobre el fondo de lo popular disperso no se melancoliza ni se paraliza por la ausencia de entusiasmo revolucionario. Se rebela ante la conjugación de la potencia en tiempo pasado. Es cierto que carece de la fuerza necesaria para transformar la situación injusta y opresiva contra la que se rebela. Que no dispone de superpoderes (no es un superhéroe). Si asume el riesgo de agitar un conflicto cuyas derivas no sabe prever, es porque sabe que no hay más salida que suscitar una lucidez y unas fuerzas que sólo pueden provenir del medio natural y social que habita”.
Lo común movilizado es la única certeza. Lo es en la lucha contra los despidos, en el reclamo de los jubilados, en la solidaridad con Palestina y ahora, sin dudas, lo será también en defensa de la soberanía de Venezuela. Lo común movilizado astilla el discurso blindado de la política entendida como profesión. En ese gesto elemental de rebeldía hay un cuestionamiento profundo a los modos tradicionales y consagrados de la participación ciudadana. Porque si el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes, la opresión neocolonial lo empuja a deliberar y a gobernar sus propios actos.
Es curioso (o no tanto para ser honesto) que mientras la crisis de la representación se extiende a todos los ámbitos de las formas delegadas del poder de la ciudadanía, las voces que más nítidamente dicen lo que otras callan son las de los artistas populares (la versión reciente de La marcha de la bronca, Milo J como invitado de Silvio Rodríguez, etc.), las de figuras ejemplares como Francisco Paco Olveira y los Curas en Opción por los Pobres, las Madres y las Abuelas siempre, etc.
No hay garantías, desde luego, pero lo común movilizado puede llegar a alumbrar un nuevo modo de representación enancado en la defensa irrestricta de la soberanía nacional y en el cuestionamiento a todo intento de edulcorar el salvajismo capitalista, ahora nítidamente expresado en su versión neocolonial. Es decir, una representación fundada y legitimada en la resistencia misma.
Por Carlos Girotti * Sociólogo. Secretario de Enlace Territorial de la CTA de los Trabajadores. / para La Tec@ Eñe























