







"El virus que se propaga a lo largo de la vía Emilia infectando a miles de empleados postales para quemar las Cámaras del Trabajo tiene que haber sido incubado en tiempos de paz. No puede ser de otra manera.
No es que renacieran en laguerra, simplemente la guerra los devolvió a su propio ser, los hizo volverse lo que ya eran.
Quizá el fascismo no sea el hospedador de este virus que se propaga sino el hospedado.
Antonio Scurati, M. El hijo del siglo.
“Signum” es una palabra griega que significa, básicamente, señal. Esta semana hubo dos signos, una vez más, que nos muestran el suelo donde se asientan los gobiernos de derecha extrema en el mundo. El piso. O mejor el sustrato. Una conmueve: es la de los operarios de Whirlpool bajando la aplicación de Uber en el mismo momento en el que recibían el anuncio de su despido. La otra, tal como dijo el comunicado del PRO de ayer, resulta bizarra: el acto que se hizo en Diputados, en contra de las vacunas, promovido por la diputada Marilú Quiroz, en el que la prensa destacó la presencia de un “hombre que se había imantado” por haber recibido dosis de la vacuna contra el covid de Pfizer. Señales de un sustrato que florece, más allá de los análisis políticos.
Javier Milei fue derrotado en el último debate presidencial con Sergio Massa. También dio un espectáculo que puede ser considerado patético (una expresión más precisa que “bizarro”) en el Movistar Arena. Curiosamente, los analistas de opinión pública señalan ambas situaciones como una corriente capaz de generar empatía con parte de su electorado. El Milei desamparado, solo, un poco loco, irracional al punto de tener conexiones con su mascota muerta, el que padeció bullying en su estudio y su trabajo, el que no pasó un psicotécnico para entrar a trabajar a un banco, el que fracasó más de una vez y de golpe se propuso ser presidente para tener su propia revancha personal, genera empatía entre muchos de sus votantes.
Milei (y también Bolsonaro, Meloni y seguramente Trump) representan una ideología. Pero también constituyen una sociología. Una que puede explicarse desde lo político –la ineficacia del Estado, y aun el Estado de bienestar– para dar satisfacción a ciertas demandas. Hay una sociedad nueva, una sociología nueva de la que la política está lejos, muy lejos: la que retrató con detalle el equipo liderado por Pablo Semán en el libro Está entre nosotros: personas que no encuentran representación alguna en la dirigencia clásica, sino que se parecen mucho a los dirigentes que aparecen.
En una entrevista entre el primer triunfo de Trump y su asunción en 2017, Pablo Boczkowski, que fue de los primeros en el mundo académico que alertaron sobre la posibilidad de dicho triunfo, nos dijo algo que hoy resuena distinto y adquiere otra claridad. “Es muy difícil que Hillary Clinton hable con personas que no tengan un millón de dólares en su cuenta bancaria” (Clinton, la derrotada por entonces, la demócrata, la supuestamente progresista). Trump consiguió conectar gente distinta. Y lo hizo de una manera que no es solamente ideológica. Por supuesto que Trump trae consigo el decisionismo, su ideología extrema. Y ahí el problema cobra otra dimensión.
Durante mucho tiempo se habló de sectores “vulnerables”: la clase media baja, como el talón de Aquiles de la organización política del último kirchnerismo. Quizá convenga extremar la idea de vulnerabilidad y ampliarla no solo a la cuestión de clase socioeconómica y hablar de gente rota. Hay algo que se rompió en la sociedad democrática y en las esquirlas aparece otra forma de hacer y estar en política.
La política de los rotos es también la de la ira, el odio, la bronca. Y también la del sálvese quien pueda de usar aplicaciones para trabajar o la del terraplanismo con respecto a la ciencia.
Hay un libro que se llama Salvini & Meloni, hijos de la misma rabia, de Daniel Vicente Guisado y Jaime Bordel Gil. La palabra “rabia” también resulta explicativa. Entre muchos momentos especialmente explicativos, hay una frase de Meloni que resulta clara: “Necesitaba compartir la rabia y encontrar confort entre los que pensaban como yo. Necesitaba gente limpia, fuera de los arreglos de la baja política”. Y otra de Salvini: “El hombre común, el hombre de la calle, es así: la vida cotidiana se basa en su falta de preparación, porque sabe que son otros los profesores, los que han estudiado y son quisquillosos. Prefiero el carnicero al erudito”.
En los noventa, Rosario Fiorello era una suerte de Lalo Mir. Un periodista y presentador con mucho sentido del humor, culto e irónico. En el libro se cuenta: “Años noventa. Rosario Fiorello, uno de los presentadores de programas de variedades más conocidos de la televisión italiana, vuelve a casa tras una larga jornada de trabajo. Su hija Olivia, de apenas cuatro años, está jugando a Lego con la niñera, una chica joven de un barrio popular de Roma que busca ganarse unas liras para echar una mano en casa. Rosario jamás llegaría a imaginar que una década más tarde esta chica que cuidaba a su hija se convertiría en la ministra más joven de la República Italiana. Ella, que por entonces era una militante más de las juventudes del neofascista Movimento Sociale Italiano (MSI), seguramente tampoco lo imaginaba”. Como sucede en muchas telenovelas: es la pobre que llega a ser protagonista.
Meloni, como Karina Milei, por dar solo dos ejemplos, representan otra manera de hacer política. Hay una palabra griega, atimía, que significa lo siguiente: “No significa solo ‘sin honor’. En la polis griega, la atimía era la pena jurídica más grave: la pérdida total de los derechos civiles y políticos. El atimos era un paria, un excluido, un ‘roto’ del cuerpo social. No podía votar, participar en asambleas ni acceder a los templos. Era, legal y socialmente, un fragmento, un resto”. Vivimos la era de la atimiocracia o, si se quiere, de la rotocracia. Ese es el espacio al que la dirigencia no llega.
Hacer política desde el lugar de los rotos, entendernos rotos, frágiles, es un desafío también para los que no son (no somos) extremistas de derechas. El escritor francés Pascal Quignard da una clave, que puede indicar otro camino: “Las necesidades no son tan obsesionantes como los deseos”. Pensarse desde el deseo podría ser una estrategia, una distinta, menos rígida. Más pasional y menos solemne. Quizás haya más para aprender para el progresismo en la sonrisa de Zohran Mamdani que en el ¿Qué hacer? de Lenin.
Por Pablo Helman / Perfil























