







La globalización, entendida en un sentido estrictamente económico, es un fenómeno reciente. Si definimos la globalización como un escenario marcado por la movilidad internacional de capitales y la creciente interconexión de los precios de los productos básicos a escala global, sus orígenes no pueden situarse antes del siglo XIX. Solo entonces, con el predominio industrial y naval del Reino Unido, se reunieron las condiciones técnicas e institucionales que la hicieron posible. La “revolución de los transportes” y las comunicaciones, con tecnologías como los ferrocarriles, los barcos a vapor y el telégrafo, pudo completarse bajo los auspicios del capital británico y sus redes internacionales de crédito. Y fue sobre esta base material que las distintas regiones comenzaron a funcionar como engranajes de una única maquinaria global interdependiente.


Pese a la insistencia retórica en las virtudes universales del libre comercio y las ventajas comparativas, diversos enfoques demuestran –entre ellos el conocido modelo Heckscher-Ohlin (1)– que el comercio internacional no necesariamente arroja beneficios universales, ni siquiera para las mayorías. Concretamente, los sectores vinculados a las actividades de exportación se benefician del comercio, mientras que aquellos que deben competir con las importaciones se ven perjudicados. En el período que nos ocupa, la globalización comercial tendió a favorecer a los sectores urbanos europeos en proceso de industrialización y perjudicó a los sectores vinculados a las manufacturas asiáticas, en especial las de China e India. Los territorios de los futuros Estados latinoamericanos, en cambio, en general obtuvieron mejores resultados, al ser mayormente complementarios de la producción (y la emigración) europea, al contar con abundancia de recursos naturales y con densidades demográficas reducidas (2).
El ejemplo más palpable de complementariedad entre Europa y las regiones periféricas es el territorio que luego conformaría Argentina. Con vastas llanuras fértiles y una densidad demográfica ínfima, resultaba un lugar especialmente apto para la producción extensiva de alimentos de climas templados, como cereales y carnes. Las inversiones británicas no solo permitieron expandir la producción rural, sino que impulsaron la construcción de las infraestructuras que se necesitaban para conectar las áreas productivas a los mercados de exportación. Estas condiciones facilitaron el surgimiento de un sector agroexportador que se articuló como complemento afortunado del denominado “Imperio Informal británico”.
Desglobalización
Es fundamental destacar que la internacionalización se edificó sobre la columna vertebral de un orden político planetario como el Imperio Británico: el oro era reconocido como moneda internacional, en tanto acuñado como libra esterlina; los barcos circulaban libremente por los océanos porque contaban con la protección de la Marina de Guerra británica, la cual controlaba por completo las aguas. El Imperio no solo era hegemónico en los mares, sino que a lo largo de los siglos había acumulado bases navales en prácticamente todos los estrechos marítimos y lugares estratégicos para la navegación, como Gibraltar, Suez, Singapur, Hong Kong, Aden, Ceilán, Malta, Diego García, incluso las Islas Malvinas. El mercado era ‘libre’ porque operaba dentro del Imperio. No es casualidad que el primer ciclo globalizador haya comenzado a debilitarse con la emergencia de potencias industriales rivales como Estados Unidos y Alemania.
La Primera Guerra Mundial marcó el inicio de una fase de desglobalización que se extendió a lo largo de todo el período de entreguerras.
La Primera Guerra Mundial marcó el inicio de una fase de desglobalización que se extendió a lo largo de todo el período de entreguerras (1914-1945). El conocido paleontólogo Stephen Jay Gould (3) sostenía que la evolución de las especies no necesariamente sigue un curso lento y continuo, sino que está atravesada por largos intervalos de equilibrio interrumpidos por episodios abruptos de transformación. Estos momentos de ruptura, generalmente asociados a extinciones masivas, abren nuevos nichos ecológicos que aceleran los procesos de especiación. Se puede identificar una lógica análoga en la historia social: las grandes crisis no solo destruyen estructuras previas, sino que facilitan la experimentación económica, institucional e ideológica. Fue así como la desarticulación del orden británico dio lugar al surgimiento de casi todos los proyectos políticos que marcarían el siglo XX: desde la Revolución Rusa hasta los fascismos europeos, pasando por las distintas coaliciones nacional-desarrollistas que impulsaron las estrategias de industrialización por sustitución de importaciones.
El capitalismo regulado de la posguerra
El orden de la posguerra se construyó sobre la base de una tremenda asimetría de poder económico y militar entre Estados Unidos y sus aliados. Además de las 800 bases militares que el Estado norteamericano fue construyendo en diferentes lugares del planeta, bajo su égida se crearon las principales instituciones que organizarían el sistema internacional desde entonces, como las Naciones Unidas, el orden monetario de Bretton Woods, el FMI, el Banco Mundial o el GATT (precursor de la OMC). El Estado norteamericano financió la reconstrucción de Europa mediante el Plan Marshall y la de Japón bajo el impulso de la guerra de Corea.
El régimen de Bretton Woods, entretanto, al imponer fuertes restricciones a la movilidad internacional de capitales, en la práctica dio lugar a una globalización regulada. Los controles buscaban evitar la inestabilidad financiera que había caracterizado al período de entreguerras y debilitado la capacidad de los Estados para intervenir y orientar sus economías. Como resultado de estos resguardos institucionales se creó un escenario internacional con mercados regulados por normas e intervenciones estatales, pero en una escala verdaderamente global. Fue gracias a estas condiciones especialmente favorables como una parte significativa de la periferia mundial siguió promoviendo las estrategias de industrialización por sustitución de importaciones iniciadas durante el período de entreguerras.
La segunda globalización
Ya en la década de 1950 comenzaron a vislumbrarse fuerzas que hacían prever una tendencia a la desterritorialización del capital. El ascenso de empresas multinacionales anticipaba una creciente movilidad internacional del capital que se consolidaría en las décadas siguientes. En un contexto de presiones sindicales en aumento en los países desarrollados, estas corporaciones comenzaron a trasladar parte de sus operaciones hacia regiones con regulaciones más flexibles y costos laborales menores. Una combinación de desequilibrios macroeconómicos llevó al gobierno estadounidense a abandonar el régimen monetario de Bretton Woods en 1971. Y a partir de la década de 1980, Washington pasó a promover activamente políticas de desregulación y liberalización financiera a escala global. Comenzaba a gestarse una “segunda globalización”.
Aunque este proceso se inició en Estados Unidos, con la perspectiva que da el tiempo puede afirmarse que fue el puntapié que dio inicio al despegue internacional de la economía china. Si la globalización del siglo XIX había sido destructiva para sus manufacturas, hacia finales del siglo XX el escenario era radicalmente distinto. Tras un turbulento ciclo de guerras, ocupaciones extranjeras y revoluciones, que puso fin al denominado “siglo de las humillaciones”, China había recuperado su milenaria tradición estatal. Esta reconstrucción dotó al gobierno comunista de una capacidad de planificación y coordinación difícilmente equiparables. La inversión masiva en infraestructura, el control del crédito a través de la banca pública y el énfasis sostenido en la educación técnica sentaron las bases de un acelerado proceso de industrialización.
En la década de 1970 la organización de las comunas rurales chinas ofrecía un potencial inédito como punto de partida para el desarrollo manufacturero. El sociólogo chino Fei Xiaotong (4) describió la organización rural china como una densa red de vínculos familiares y comunitarios cohesionados por la confianza interpersonal, la reciprocidad y una ética difusa que extendía el “círculo moral” desde el hogar hacia la aldea. Aunque esta trama social en principio pueda parecer incompatible con el capitalismo moderno, funcionó en esos años como una plataforma social extraordinaria para el lanzamiento industrial chino durante las primeras etapas de la reforma económica iniciada por Deng Xiaoping en 1978.
La desarticulación del orden británico dio lugar al surgimiento de casi todos los proyectos políticos que marcarían el siglo XX.
La descentralización y los vínculos comunitarios facilitaron un crecimiento gigantesco de empresas en las áreas rurales, unidades productivas de base local que no dependían del capital extranjero ni de grandes inversiones estatales, sino del apoyo de autoridades locales y de redes sociales preexistentes. Estas estructuras facilitaron una industrialización “desde abajo”, con una fuerte flexibilidad organizativa y una notable capacidad de adaptación a condiciones cambiantes. Yi Wen (5) argumenta que las raíces del milagro chino deben rastrearse en su temprano proceso de “protoindustrialización” rural. Éste no fue orientado, como en el pasado, únicamente al autoconsumo comunitario, sino también a la producción para un mercado interno en expansión. Solo en la década de 1980, de esta matriz rural nacieron más de 10 millones de pequeñas empresas domésticas, en principio artesanales y semi-mecanizadas, que lograron incorporar a decenas de millones de campesinos a un circuito comercial ampliado.
Este proceso ocurría en simultáneo con la apertura china a Occidente, iniciada a comienzos de la década de 1970 con las negociaciones entre Henry Kissinger y Zhou Enlai y consagrada en el célebre encuentro entre Richard Nixon y Mao Zedong. Este giro diplomático fue un paso clave para acceder a las tecnologías y circuitos de intercambio globales. Entretanto, si se consideran los lazos familiares y culturales apuntados antes, no debería sorprender que los primeros inversores internacionales relevantes en territorio chino no hayan sido, como suele pensarse, estadounidenses, así como tampoco europeos o japoneses. Quienes primero aprovecharon las oportunidades que ofrecía China –ya fuera como plataforma de exportación o como mercado emergente– fueron los miembros de la “red de bambú” que se había formado a partir de la “diáspora china”: una vasta red transnacional integrada por unos 50 o 60 millones de refugiados de la región circundante del país durante las décadas convulsionadas por la invasión japonesa, las guerras civiles y la revolución.
Por entonces, el entorno geográfico de China atravesaba una auténtica ebullición capitalista: Japón, Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur se habían convertido en polos de industrialización acelerada –o de reindustrialización, en el caso japonés– protegidos por el paraguas militar de Estados Unidos. En varios de esos espacios –especialmente Taiwán, Hong Kong y Singapur– la población era mayoritariamente de origen chino, al igual que buena parte de las élites económicas de países del sudeste asiático como Tailandia, Malasia, Indonesia y Filipinas. Fueron estos actores quienes primero comenzaron a tejer la integración económica de China continental. Comenzaban a nacer las denominadas “cadenas globales de valor” con eje en Asia. La incorporación de China a la internacionalización que ya atravesaba su periferia no puede entenderse como un fenómeno regional. Por su dimensión demográfica, niveles de organización estatal y proyección comercial, sus efectos estaban destinados a ser planetarios.
Como en ciclos anteriores, la globalización que acompañó el ascenso asiático también dejó ganadores y perdedores. Entre los beneficiarios se cuentan la mayoría de las economías de Asia –con China a la cabeza– y sectores del high tech estadounidense y europeo que, al menos en las etapas iniciales, quedaron relativamente protegidos de la competencia asiática. También se beneficiaron las actividades complementarias de esta industrialización, en especial los exportadores de alimentos y materias primas que abastecen el crecimiento asiático. En el otro extremo, las industrias que compiten directamente con los productos de Asia –en países tan diferentes como Estados Unidos, Europa, Brasil o Argentina– deben contarse entre los principales damnificados.
¿Se abren oportunidades para Argentina?
El reciente giro desglobalizador de la política estadounidense responde en buena medida a la acelerada irrupción de China en sectores industriales de alta complejidad tecnológica. Este avance no solo afecta a ramas estadounidenses del high tech que hasta hace poco parecían inmunes a los impactos desindustrializantes de la competencia asiática, sino que plantea además un desafío estratégico de primer orden: la posible erosión de la supremacía tecnológica y militar que sustentó el liderazgo global de Estados Unidos desde la posguerra. El proteccionismo indiscriminado, no obstante, especialmente si es dirigido no solo contra China sino también contra aliados históricos que no representan una amenaza económica ni militar, difícilmente pueda justificarse por razones estratégicas.
Nuestra incapacidad como Estado para adaptarnos a la movilidad internacional de los capitales genera un cuadro de crónica vulnerabilidad externa.
¿Qué implicancias tendría esta eventual desglobalización para Sudamérica, y en especial para Argentina? ¿Estamos ante otra ruptura sistémica que podría dar lugar a nuevos experimentos institucionales e ideológicos, tal como ocurrió durante el período de entreguerras? Algunos intérpretes, con cierta nostalgia, vislumbran incluso un posible retorno a estrategias de industrialización por sustitución de importaciones bajo el liderazgo de coaliciones nacional-desarrollistas. Es difícil prever el impacto en la región, en especial tras las amenazas de Donald Trump de imponer aranceles del 50% a Brasil.
En términos generales, puede decirse que Argentina se integró de forma relativamente virtuosa a la primera globalización, gracias a su baja densidad poblacional y a un territorio especialmente complementario con las necesidades europeas de recursos naturales. Durante las etapas posteriores –la desglobalización de entreguerras y el ciclo del capitalismo regulado– su desempeño económico no fue especialmente brillante, pero tampoco catastrófico. A pesar de la inestabilidad política y del agotamiento de las condiciones que habían favorecido su auge inicial, la economía argentina continuó creciendo y su estructura productiva se siguió diversificando.
La segunda globalización, marcada por una alta movilidad internacional de capitales, resultó en cambio profundamente adversa para el país. El panorama luce tan sombrío que incluso objetivos en apariencia modestos, como la estabilidad monetaria alcanzada por la mayoría de nuestros vecinos, parecen hoy inalcanzables. Nuestra incapacidad como Estado para adaptarnos a la movilidad internacional de los capitales genera un cuadro de crónica vulnerabilidad externa que promueve en la dirigencia política una lógica de gestión centrada en el corto plazo, donde las urgencias electorales priman por sobre las visiones estratégicas. ¿Puede una ruptura del orden global convertirse en la oportunidad para redefinir el rol del Estado y recuperar herramientas como la soberanía monetaria y la planificación estratégica? Mientras la conducción política no sea capaz de construir reglas que trasciendan las urgencias electorales de corto plazo es improbable que el Estado argentino recupere un rol protagónico sobre el rumbo económico, incluso en un escenario ideal donde los flujos de capital volvieran a estar subordinados a instancias políticas, como añoran los nostálgicos de los tiempos de entreguerras.
1. R. El modelo Heckscher-Ohlin (H-O) es una teoría económica que explica cómo los países se especializan en la producción y exportación de bienes que utilizan intensivamente los factores de producción en los que son relativamente abundantes, mientras que importan aquellos bienes que requieren factores relativamente escasos.
2. Jeffrey G. Williamson, Trade and Poverty: When the Third World Fell Behind, Cambridge, MA: MIT Press, 2011.
3. Stephen Jay Gould, The Panda’s Thumb: More Reflections in Natural History, Nueva York, W. W. Norton & Company, 1980.
4. Fei Xiaotong, From the soil: The foundations of Chinese society (G. G. Hamilton & W. Zheng, trad.), University of California Press, 1992 (trabajo original publicado en 1947).
5. Yi Wen, The making of an economic superpower: unlocking China’s secret of rapid industrialization, World Scientific Publishing Co. Pte. Ltd, 2016.
Por Eduardo Crespo * Profesor de la Universidad Federal de Rio de Janeiro (UFRJ) y de la Universidad Nacional de Moreno (UNM). / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur







