Nuestros magos del Kremlin
Seremos como dioses. Donaremos a los hombres milagros estupendos, deliciosas bellezas, divinas mentiras, les regalaremos la convicción de un futuro tan extraordinario, que todas las promesas de los sacerdotes serán pálidas frente a la realidad del prodigio apócrifo. Y entonces, ellos serán felices...
Roberto Arlt
Los siete locos, 1929
Por estos días todos hablan de la obra El mago del Kremlin, del escritor italo-suizo Giuliano da Empoli (Seix Barral, 2024) que acaba de pasar por Argentina. Son varios los periodistas avezados en las comparaciones entre magos de aquí y magos de allá, intentando comprender la emergencia de ciertos personajes que ostenta el nuevo gobierno de derecha, cuya apariencia encandila a los incautos. Pero por suerte hay otros periodistas, los que se mofan de esa inclinación a adaptar figuras europeas al elenco local de alcahuetes y laderos presidenciales. Son los mismos que develan que, aun cuando estos asesores estrellas se presenten con barniz inglés o ruso, y hasta como las jóvenes promesas de su generación, su debilidad es acaparar demasiado la atención.
Rasputines de ficción y realidad
El mago del Kremlin no sale de las sombras. No da entrevistas. Nadie sabe de él. Nadie lo conoce. Su poder reside en no estar a merced de la publicidad de sus actos. Para eso está la persona a quien debe servir. El líder. Pues el mago del Kremlin es un humilde servidor. Un amanuense oculto. Un simple lacayo invisible del amo.
Ya Borges advertía sobre esas extrañas mimetizaciones entre ficción y realidad donde podríamos ubicar la saga de rasputines rusos. Es la historia del sofisticado Vadim Baranov, personaje creado por Giuliano da Empoli para dar vida a su mago del Kremlin, inspiración basada en el misterioso —y real— Vladislav Surkov, miembro originario del séquito de Putin, consejero y colaborador más cercano.
Estudioso de la dramaturgia de vanguardia, hijo dilecto de la nomenklatura, Surkov logró instalarse desde las sombras y —como su alterego literario Vadim Baranov— darle a la política la frescura que necesitaba. El primer truco consistió en tener la capacidad de insuflar vitalismo a este actor principal llamado “zar”, usando los insumos del arte a su alcance, que incluye a la contracultura y a lo que Mayakovski llamaba “los ejércitos del arte”. El cruce entre teatro, política y poesía de vanguardia se convirtió en su principal obsesión, al punto de llegar a reclutar a cuanto poeta apareciera por los suburbios de Moscú para que lo ayudara a imaginar una nueva sensibilidad en el poder. Recuerda Emmanuel Carrère, en su novela biográfica sobre el poeta Eduard Limónov (Anagrama, 2011), las veces que Surkov intentó captarlo para sus fines, y las veces que el poeta se le paró de manos, situaciones que lo llevaron a la cárcel.
No es para nada casual que Surkov sea el autor de Almost Zero (2017) —Casi cero, sería la traducción, pero no hay edición española de esta novela—, donde narra la historia de un antiguo editor de poesía que se dedica a traficar con manuscritos de autores del under que él maquilla y revende a burócratas y mafiosos con ambiciones artísticas. Tampoco es casual que haya dado vida a falsos partidos de la oposición, creados para contener la ira de una parte de la opinión pública y desacreditar —al mismo tiempo— a los opositores del régimen, así como a verdaderas formaciones pro-Putin, como los Nachi (Los Nuestros), un movimiento ultranacionalista fundado tras la “Revolución naranja” ucraniana para interceptar la energía de la juventud rusa antes de que se volviera contra el amo del Kremlin.
Algunos atribuyen a este Maquiavelo ruso el origen de la potencia teatral de Vladímir Putin, su estudiada frialdad mineral (la mineralidad es el adjetivo repetido) que es parte del montaje espectacular de cada gestión de gobierno. También su capacidad de escenificar el rescate de los restos perdidos de una Rusia imperial. Claro que estos parecidos entre Baranov y Surkov se presentan cual difusos límites urdidos entre realidad y ficción, alimentados (borgeanamente) por el mito del influyente Rasputín; algo que es parte de toda la tradición de la novela rusa y que explica cuánto le debe el siglo XXI al siglo XX en términos políticos (y hasta literarios). Me refiero a la deuda con las sombras del poder.
Los zares, Lenin, Stalin, Putin, todos fueron criados en una tradición en la que no hay líder sin un doble espectral que pueda guiarlo (de ahí la obsesión de Surkov con Hamlet). Quien tiene la suerte de guiar al líder desde la sombra del poder tiene tanto poder —o acaso más— que el líder. Pero en Rusia esos espectros duran un tiempo; luego son eliminados o enviados a Siberia. Eso también es parte de la tradición. Tema central de la novela de Da Empoli que aquí, al parecer, no tiene acuse de recibo.
Magos de la rosada
La figura mitológica de Rasputín es demasiado rusa para nosotros. Roberto Arlt, gran lector de Dostoievski, dio vida al Astrólogo en Los siete locos (1929). Personaje fascinante, ideólogo y cabeza de una organización política conspirativa delirante, que buscaba seducir a los jóvenes para que lo sigan cual fanáticos. Aunque muchos vieron allí rasgos equiparables a líderes del fascismo y nazismo, el sincretismo arltiano está hecho de varios retazos. En el Astrólogo hallamos una mitología más autóctona de los magos del poder. Para bien o para mal, farsesca, trágica, cocoliche y fantoche, también aquí ficción y realidad se entremezclan.
Las brujerías del “Brujo” López Rega corresponden a la línea trágica y real de esta genealogía. Continúa la farsesca con el “Grupo Sushi”, gobernando en las sombras por De la Rúa. Sigue “Jaimito” Stiuso, haciendo de las suyas desde los sótanos de la democracia para varios gobiernos. Y por estos días, llega un lumpenaje de toda laya que opera con trolls desde los sótanos de la Rosada, bajo las órdenes de un rubio muchacho bautizado “el mago del Kremlin”, que además de pretender calcar el papel de Baramov, gusta impostar estética de mafia rusa, incluidos tatuajes, autos de alta gama, manejo de servicios de inteligencia, billetera sin rendición y revoleo de armas de todo tipo y calibre.
Los ingenieros del caos
En la página 261 a 264 de la edición de El mago del Kremlin, publicada por el sello Seix Barral, aparece el diálogo entre Baramov y Yevgueni Prigozhin. Este último es recordado como el “chef de Putín”, líder del grupo paramilitar “Wagner”, muerto en un extraño accidente de aviación durante 2023.
—Reflexiona, Yevgueni: a los occidentales ya no les interesa la política. Si queremos atraer su atención, tenemos que hablar de todo, salvo de política… Lo que necesitamos son chicas que den consejos de belleza, apasionados de los videojuegos, astrólogos, gente de ese estilo, ¿comprendes?
— Pero habrá un momento en que tendremos que transmitir vuestros mensajes, ¿no? Daréis consignas y tal…
—¿Pero por quién nos tomas, por el Komintern? Siento darte una mala noticia: que sepas que la Unión Soviética ya no existe y que no hay ningún paraíso de la clase obrera en el horizonte. Esos tiempos se acabaron para siempre. Ya no hay línea que seguir, Yevgueni, tan solo alambres de hierro… ¿Qué haces tú cuando quieres cortar un alambre? Primero, lo retuerces en un sentido, luego en otro. Eso es lo que vamos a hacer, Yevgueni. A medida que vayas creando vuestra red de internet os daréis cuenta de que hay asuntos que atrapan a la gente más que otros. No sé cuáles. Lo sabremos a medida que lo cliqueemos, Yevgueni, puede que unos estén contra las vacunas, otros contra los cazadores o contra los ecologistas, o contra los negros o contra los blancos. Qué más da. La clave es que cada quien tenga algo que lo apasione y alguien a quien odiar. No debemos convertir a nadie, Yevgueni, solo hemos de descubrir en qué creen y hacer que crean en eso todavía con más fe, ¿comprendes? Dar noticias, argumentos verdaderos o falsos, eso carece de importancia. Hay que enfurecerlos a todos. Todavía más. Los que están en defensa de los animales a un lado y los partidarios de la caza al otro. Los de Black Power contra los supremacistas blancos. Los activistas gais contra los neonazis. No tenemos preferencias. Nuestra única línea es el alambre de hierro. Lo retorceremos en un sentido y en otro, hasta que se rompa (…).
Da Empoli mantiene el juego entre literatura y política para describir fenómenos de enorme complejidad, algo de lo que este Cohete ha reproducido en varias publicaciones y que conlleva la idea de “ingenieros del caos”: un grupo de expertos en marketing político y análisis de datos que trabajan para el poder y logran transformar las campañas electorales en complejas operaciones de microtargeting.
Así, Steve Bannon y otros estrategas similares vienen utilizando datos/algoritmos para modelar comportamientos y predecir la eficacia de ciertos eslóganes de las nuevas derechas, combinando habilidades técnicas con un profundo conocimiento de la psicología de masas para crear campañas altamente personalizadas que se adaptan a las vulnerabilidades emocionales de los votantes. “La mente es un ámbito de batalla”, ese es el eslogan que incluye a la IA como operadora territorial en la captura de las subjetividades. Por eso, los mensajes simplificados y emocionalmente cargados de agresividad del Presidente Javier Milei están claramente diseñados para explotar los miedos, el resentimiento y la desconfianza. Captar las subjetividades de muchos argentinos que aún tienen expectativas ante su figura.
Es decir, existe una suerte de comunicación directa y sin filtros entre el líder y sus seguidores, diseñada por asesores del poder que usan ejércitos de replicantes con el objetivo de explotar la política basada en esta polarización. La idea es poner en escena al líder, sin importar el costo y el tema (mientras que esté allí llamando la atención), sea insultando, vituperando y excrementando por la boca formas de la crueldad. Todas estrategias diseñadas para mantener a su base electoral en un estado de alerta constante.
El gobierno del Presidente Milei ejerce esta técnica incorrecta pero eficaz, a la que Da Empoli llama “política cuántica”. En el lado contrario, está la “política tradicional”, aquellos que postean en sus redes discursos basados en la política de comunicación coherente, con refutaciones y datos certeros. Centrados en un análisis ecuánime sobre el sentido racional de las políticas públicas y el valor del Estado.
Por Julián Axat / El Cohete