Enemistad
1. La trampa y la ultraderecha.
En un interesante libro sobre el bolsonarismo, Rodrigo Nunez enseña que la derecha radicalizada conjuga los sentimientos contra el sistema de millones de personas que no creen que el sistema pueda ser transformado. No hubo jamás una revolución tan inofensiva y complaciente con el presente como esta. Se trata de una corriente que, por un lado, da expresión a lo “anti”, mientras que, por otro, consolida las invariantes del propio sistema. El juego es hábil: al cuestionar como defensores del sistema a quienes se ven amenazados en sus derechos -e intentan protegerse-, se sitúan fácilmente como sus cuestionadores. De ese modo lo que demuestran es que no hay nadie que crea verdaderamente en una transformación radical del sistema. Esta falta de creencia en la transformación es la que iguala a todos y les da ventaja. Pues si todos aceptan las mismas premisas incuestionables, lo único que se puede hacer con el malestar es convertirlo en violencia vuelta contra todo aquel que tenga algo que cuidar en la vida (una obra, una memoria, un deseo, una diferencia). A esto se reduce el «fascismo contemporáneo»: a una alianza infame entre quienes ya no esperan del poder más democracia ni igualdad, y quienes no quieren desde el poder conceder más democracia ni igualdad. Esta es la base del razonamiento troll. Si nadie cree que el sistema se pueda transformar: ¿no es lógico canalizar la agresividad bajo la forma de una revolución sin revolución, que sólo busque poner en circulación una energía redundante con el propio sistema?
2. Politización = problematización.
Hay política de grupo y/o a nivel social cuando en esas escalas se plantean verdaderos obstáculos. La despolitización liquida la práctica de plantear problemas. Su idea es que la sociedad tiene preocupaciones que la élite registra y resuelve. La política, en cambio, plantea la necesidad de romper el monopolio narrativo del presente. Ella comienza con la reapropiación del derecho -es decir, la capacidad- a plantear con lenguaje propio los propios problemas. Porque un problema obtiene siempre la solución que se merece de acuerdo con el modo en que es planteado. Plantear un problema es dar inicio a una política.
3. El problema planteado y la doble imposibilidad.
Un problema que se plantea es el siguiente: disueltos los términos de una enemistad revolucionaria, propia de los años setenta, debido a la derrota de los términos en que fue intentada la revolución, ¿cómo retomar en términos autónomos la capacidad de plantear problemas? La idea de que sin revolución social la enemistad deviene caricatural, y que el lenguaje de la revolución es convocado a fin de consolidar el orden es propio de un tiempo reaccionario. En estas condiciones todo saber es saber de una restauración, una redundancia con los lenguajes del poder. Sin una capacidad constituida de dividir la escena con una delimitación de la propia capacidad de plantear problemas, quedamos siempre en las preliminares. Situación en la que podemos robarle a Kafka el método de la “doble imposibilidad”: imposible actuar con criterios revolucionarios en un presente que ha cancelado la revolución social; pero igualmente imposible es resistir a la brutalidad del presente sin alguna idea de producción de igualades. La doble imposibilidad, ajustada al problema que nos convoca, podría formularse así: imposible actuar contra el poder por fuera de un discurso de la víctima; pero igualmente imposible es hacer del discurso de la víctima una capacidad de recuperar una capacidad propia de plantear los términos de un problema. Si la víctima da testimonio de una verdad histórica, no rompe desde sí los marcos de comprensión del poder. De allí que la víctima siempre tiene el poder de dejar de serlo recordando por qué ha sido sometida por el poder al estado de víctima. El término “víctima” remite al resultado de lo que el poder hace con los sujetos. La crítica de la situación que produce víctimas es un modo de producción de igualdades.
4. La víctima confirma el brutalismo.
La moral de la víctima está siendo socavada por la derecha. El régimen brutalista del capitalismo contemporáneo, que triunfa en algunos lugares del mundo como subjetividades de ultraderecha, se place de su propio poder de producir víctimas. Mas aún -según Franco “Bifo” Berardi, el brutalismo de la derecha extrema consiste precisamente en eso: en la crueldad como valor. La verdad histórica de la víctima ya no queda -como en las décadas neoliberales previas- sometida a una derrota sin verdad, en la que la víctima es la figura que fue despojada de su verdad propia (aquella por la que un poder la ha desposeído y transformado en víctima, alguien que no tiene, acaso, mucho más que funciones vitales). En efecto, la verdad de la víctima que permanece víctima es la verdad del poder. Es una verdad que describe lo que el poder le ha hecho. En épocas del brutalismo esa verdad parece no solo no cuestiona al victimario, sino que, más bien, lo fortalece (ahí entra el lenguaje del mundo libertariano que fusiona la estigmatización triunfante en las redes, el bullying, la destitución y la cancelación, el trolleo; con el lenguaje institucional de la auditoría como prólogo a la desfinanciación, el cierre, el despido y el recorte). La capacidad de producir víctimas es la cuantificación del poder brutal de quien las produce. Como dice Bifo, la fórmula del brutalismo es queno es a pesar de la crueldad,sino precisamente gracias a ella, queNetanyahu, Putin, Trump, Bolsonaro o Milei gozan del apoyo que del que gozan (o han gozado). Ahí donde el cese del antagonismo en términos revolucionarios ha dado paso a una política sin verdad (es decir, sin fuerza de transformación) sólo quedaría aceptar esta versión desarmada de la vida política, en la cual hay lugar para la indignación y la queja pero no para revertir el desprecio sobre el cual reina del brutalismo vencedor.
5. Pasaje a la coyuntura.
En la coyuntura política inmediata asistimos a una ofensiva tal que participar de ella requiere una de decisión nítida. O se aceptan los términos generales de un brutalismo económico, social, político e institucional (para discutir en su interior reformas), o se plantea una oposición frontal a este tipo de configuración social. Para quien sea evidente que el brutalismo liquida las condiciones mismas de la riqueza de la vida, se vuelve imperioso asumir alguna forma de enemistad. Esta palabra puede asustar porque en buena medida pertenece a la tradición reaccionaria. O bien porque remite a la política como continuidad de una guerra que sentimos que no estamos en condiciones de librar. O, incluso, porque tomada dogmáticamente es una palabra que causa justificado rechazo. Por eso vale la pena reflexionar sobre la palabra misma. La enemistad, para las tradiciones de izquierda, no supone un enemigo esencializado. No se trata de fijar “bandos” permanentes e idénticos a sí mismos a lo largo de la historia. Tampoco se trata de copiar las formas de enemistad que se plantea -y nos plantea- la derecha. Ni, aun, se trata de hacer del enfrentamiento una nueva “fuente de sentidos”. La enemistad es una capacidad. Esa capacidad, tomada como un movimiento defensivo remite a una forma de conocimiento. Un modo de delimitar las propias fuerzas respecto de las fuerzas colonizadoras. Defenderse es ya demarcar. Y demarcar es ya conocer el campo de fuerzas. Es desde esa demarcación que pueden elaborarse estrategias y tácticas. Sin defensiva no hay otra política que la colonizadora. De ahí la urgencia en preparar los términos de una enemistad diferente a la que nos plantea el brutalismo. No una enemistad en espejo, sino una en asimetría.
6. Balance:
Sin constitución de una rigurosa enemistad defensiva, que le devuelva a la política su fuerza de cuestionamiento, no hay condiciones para sostener el valor de otra verdad que la del poder. Ni modo de asignar y establecer responsabilidades elementales sobre cuestiones básicas de nuestro presente. Me refiero al balance más elemental sobre qué clase de política es aquella que nos dejó encerrados en esta trampa insoportable del brutalismo. Planteado en términos de responsabilidad, los balances aspiran a reconsiderar qué política puede (y cuál no) restablecer un límite real al programa del saqueo (aparejado a la amenaza de la masacre). Esta es nuestra urgencia y la condición de cualquier verdad que nos valga. Dicho de otro modo: si no podemos establecer los criterios de una nueva enemistad (y un nuevo modo de desplegarla), si no podemos comprender que hay modos incompatibles de existencia y que precisamos nuevos mecanismos de delimitación entre campos de práctica enfrentados, entonces tampoco podemos fijar los términos de nuestra propia defensa, ni evaluar los medios prácticos de ejercerla. Y mucho menos podemos imaginar un movimiento de reconstitución de sentidos para la vida.
7. Cuestión de honor.
La idea de un mercado libre y a la vez monopólico que sea seguro para la circulación de la mercancía supone un mundo sin honor, en donde nada del orden de la dignidad humana haga de obstáculo a la valorización mercantil. Toda existencia que se concibe de modo no transparente frente al régimen del intercambio general y actúa como límite para el circuito infinito de lo cuantificado será considerado sujeto hostil. O terrorista. No hay lugar en el brutalismo para otra pregunta que no sea: “cuánto cuesta”. La rivalidad queda confinada en el espectáculo. No es concebible la experiencia elemental del honor, ese gesto digno que resiste como un paredón moral la disolución de toda cualidad en el sistema general de precios. Claro que no basta con la apelación al honor para transformar el mundo. Marx se burlaba de las formas precapitalistas del prestigio. Descreía de los antiguos valores jerárquicos desmantelados por la revolución burguesa. Veía transformarse en toda Europa y sus colonias lo sagrado por el mercado. Pero se mofaba también de las celebrity, gurúes e influencers de su tiempo.
Si hablamos de enemistad y honor es para remarcar que son rasgos de cualquier lucha contra las imposiciones dictatoriales de los mercados. Y si evocamos la sonrisa irónica de Marx ante el poder es por su particular manera de afirmar las razones del antagonismo social en un tipo de honor que tanto él como Walter Benjamin reconocieron en la tradición de los oprimidos como posición en la lucha de clases. Esa sonrisa atesora los saberes de los vencidos, sí. Pero también cierto des-precio frente a la teatralización impostada de la victoria que hacen las clases dominantes de todos los tiempos.
8. Contra lo politología.
En la actualidad, la dimensión antagonista de la política aparece monopolizada por las formas más reaccionarias de la derecha. Más que políticas reaccionarias, habría que hablar de un nuevo brutalismo transnacional. Los politólogos y cientistas sociales aciertan al advertir que los fenómenos sociales deben ser explicados de adentro hacia afuera. Que la derecha no viene de lo global a lo local. Pero se equivocan cuando quieren explicar la “ola brutalista” en términos de historia política estricta. Cinco décadas de neoliberalismo, de competencia y desensibilización, provocaron en la sociedad fenómenos que no se dejan explicar con categorías políticas clásicas como “democracia”, “liberalismo”, “socialismo” o “fascismo”, etc. Retomando una vez más a Bifo: la derecha extrema es una forma torpe y eficaz de escenificar políticamente un fenómeno social más amplio, que vincula la indiferencia de la mayoría de los estados ante el genocidio del pueblo palestino, con indiferencia de las poblaciones del norte ante la violencia a los migrantes, con la indiferencia en nuestros países ante la desigualdad social o con la tentativa de imponer una indiferencia equivalente ante la violencia de género. De ahí que podamos afirmar que el brutalismo de la extrema derecha es un abierto cuestionamiento de la herencia que muchos llaman “humanista”. Y que, en rigor no se propone otra cosa que el desmantelamiento de las diversas producciones de igualdades surgidas a lo largo de dos siglos de revoluciones burguesas, socialistas, anticoloniales, contraculturales y feministas. El brutalismo es la sensibilidad belicista de la contrarrevolución.
9. Desigualdad.
La ilusión brutalista lleva a sus partidarios a sentirse fuertes y, por tanto, triunfadores. Cada quien puede participar de la batalla equipado con su teléfono inteligente, soñado como un fusil o motosierra. En términos políticos, el éxito de la extrema derecha es un correlato evidente de fracasos políticos de las socialdemocracias, los populismos y los liberalismos previos en sus intentos de proponer regímenes capaces de moderar al neoliberalismo. Pero el brutalismo es, a su modo, postneoliberal. Ya no sueña con difundir condiciones para la integración popular por medio de los mercados mediante la competencia, sino de modo puramente retórico. El brutalismo es destructor de regulaciones públicas. Su fuerza surge del resentimiento con la herencia “humanista” (herencia más que problemática, que Horacio González asumió como legado haciendo de él un riguroso programa de revisión de sus propios supuestos y usos nefastos en el pasado). En el contexto argentino esto supone una reivindicación abierta de la guerra por parte de las élites: la caída de todos los velos. En torno al presidente y la vice emerge el lenguaje cloacal del terrorismo de Estado. Bajo su gobierno, el embajador de Israel se ha sentado en una reunión del gabinete nacional. Y el biógrafo presidencial es un veterano escriba de los restos del partido militar que hace de la homofobia la base de un programa de revancha contra toda forma de existencia que se desvíe del plan de vida del Opus Dei. El cuestionamiento del número de desaparecidos y el goce ante el empobrecimiento social convergen en un mismo desprecio por los cuerpos vivos o muertos de los derrotados. No se trata solo de una batalla confinada a la cultura, o a lo simbólico. No hay como separar el desfile militar del nueve de julio del pacto de Mayo en torno a la defensa de la propiedad privada y la reforma liberal. No hay cómo disociar los ataques de patriotismo de uniforme verde oliva -o de selección de fútbol- del RIGI y de las políticas de entrega. Y aunque la teología política del presente nos explique que la fuerza organizada está concentrada toda del mismo lado y que por tanto toda resistencia en inútil, invitándonos por tanto a unir nuestra imaginación al campo vencedor, lo cierto es que sólo si logramos sacarle jugo a las buenas preguntas que este tiempo sombrío nos plantea, tendremos alguna chance de eludir el destino mortífero que se cierne como una condena sobre todos nosotros.
10. Memoria.
El negacionismo de los discursos de los derechos no se restringe a invalidar los testimonios del horror pasado. Sino que increpa a toda vida que resiste. Podemos reconocer la insuficiencia de una ideología que confía en la figura de la víctima como límite último a lo inhumano. Pero el brutalismo va más allá: cuestiona el testimonio de la víctima para destruir toda verdad que inhiba su propia agresividad. Esa conciencia derechista de que conquistar el presente supone destruir todo consenso social alcanzado en la revisión de los horrores del Terrorismo de Estado, operante sobre todo desde 1976 a la fecha, es un aspecto central del brutalismo argentino. Por supuesto, no les será tan fácil destruir esa memoria. Pero, al mismo tiempo, ese resguardo popular debe ser reactivado en los términos de la nueva situación. Cada intento de organizar ideas de modo de poder compartirlas es una forma de politizar, en el sentido de solicitar un entorno de reflexión colectiva sobre los modos de establecer el peso de una verdad histórica de las circunstancias de ostensible adversidad. Eso supone, también, ajustar las lecturas que hacemos de los proyectos revolucionarios de la década del setenta. Las que tuvieron el propósito de conservar acríticamente lo actuado esperando que la historia se repita y las que prefirieron criticar la lucha revolucionaria en nombre de la transición democrática deberán considerar que el brutalismo tiende a cancelar por igual ambos puntos de vista. El ataque brutalista alcanza por igual a la idea de revolución y a la de democracia popular. La intolerancia es tal que no hay quien no deba darse por amenazado. La ola brutalista es depredadora, y no concede un afuera en el que quedar a salvo. Como escribió Kafka en carta a su padre, no tenemos más remedio que buscar una salida ahí donde las generaciones anteriores han quedado entrampadas (y eso mismo podrían decir con justeza los más jóvenes de nosotros).
11. Historia.
El capitalismo que supo maniobrar por izquierda -keynesianismo- cuando experimentó el pavor de la autonomía política de la clase obrera, parece hoy decidido como nunca a sacudirse los últimos vestigios inclusivos de aquella política de contención. No deben sobrevivir vestigios integradores, ni formas de orgullo popular capaz de nutrir entusiasmos venidos de acciones desde abajo. Y esto vale para la generación actual, para la nuestra -la del 2001-, o para aquella de los años setenta. La derecha fascistoide vuelve una y otra vez sobre aquellas vidas y aquellos acontecimientos para componer el vocabulario de la contrarrevolución, como si se tratase de matar a los “zurdos”, “piqueteros” y “feministas” que aparecen en la pantalla de un videojuego. Hacen la parodia del transgresor y se adueñan de la comedia, obligándonos a preguntarnos: ¿qué es hoy hablar en serio?
12. Sonrisa.
Los refutadores de Marx (sea del Marx profeta, del científico o del militante) hacen reír. Y es mejor así. No hay mejor conexión posible con la sonrisa de Marx. Con él aprendimos que la vida es tiempo concreto que el capital traduce en tiempo de valorización. Y que no hay emancipación sin una contra-traducción que disponga -al contrario- el tiempo de valorización (existencia para el capital, explotación) en tiempo de concreto para la vida. Marx nos mostró cómo desentrañar las categorías mistificadas de la dominación social. Con la ironía de Marx retomamos el humor de los explotados. Porque cada nuevo refutador no hace sino confesar la inefectividad de la refutación anterior. Y esto es lo que provoca risa. Pues, pretender negar que en toda sociedad fundada en la dominación hay, por lo menos, dos puntos de vista es el origen de toda la mistificación de la democracia y el orden. La explotación -la plusvalía- supone fracturar la vida de las mayorías populares, robándoles tiempo de vida. Negar este dato social elemental ya no es tarea de derechas culturas e ilustradas. El brutalismo no habilita la conversación ni el diálogo. No concede tregua ni términos de convivencia. Por lo que solo queda asumir sin ilusiones las tareas de la autodefensa existencial en la escala que sea. Y esa defensa no es posible sin una firme percepción del honor. Sí, del honor. No de ese prestigio señorial premoderno. Tampoco de la torpe satisfacción de los likes. El honor es aquello que, sustraído de la transacción mercantil, nos devuelve un saber sobre quiénes somos, y por qué estamos donde estamos. Y nos reencuentra con la poderosa razón que impide que nos doblemos servilmente.
Y bien, lo cierto es que no sabemos cómo hacernos cargo de la palabra revolución —de su honor—, pero sí sabemos que aparejada a ella se dirime el desmonte de las igualdades materiales y simbólicas que hemos conocido gracias a ella. No sabemos del todo aún cómo poner en marcha esta defensa, ni sabemos hasta dónde llegará esta vez la fuerza de la brutalidad. Pero sí podemos constatar que estamos acá, que aún sonreímos con ironía burlona frente al enemigo, que nos seguimos creyendo merecedores de otra verdad, y que las resistencias populares serán —ya lo son— claves para orientarnos una y otra vez. No se trata, desde luego, de una cuestión de fe, sino simplemente de dignidad.
Por Diego Sztulwark * Investigador y escritor. Estudió Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires. Es docente y coordina grupos de estudio sobre filosofía y política. / La Tecl@ Eñe