La paradoja de Tocqueville

Actualidad01 de agosto de 2024
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Hace casi doscientos años, Alexis de Tocqueville señalaba en La democracia en América una paradoja cuya fuerza persiste aún: cuando la desigualdad social es abismalmente grande, se vive como como natural, la imaginación social ni siquiera es capaz de plantearse la posibilidad de su supresión y a nadie se le ocurre intentar transformar el orden establecido. Cuando, en cambio, esa desigualdad se reduce, los resabios de privilegio son mucho menos tolerados, las diferencias existentes cuestionadas y las jerarquías combatidas. Según esta idea, no es el deseo de igualdad lo que produce igualdad; es el avance de la igualdad lo que produce deseo de igualdad.

La embestida de los poderosos que tiene curso en la Argentina parece haber tomado prolija nota de esto. La llamada “batalla cultural” emprendida por esos mismos poderes se libra por medio de antropotécnicas y biotecnologías cuya descomunal eficacia es incomparablemente mayor a todo lo conocido hasta ahora. Se inscribe por supuesto en un régimen de acumulación preciso, pero apunta a extirpar la raíz del problema, que no es otra que el anhelo de igualdad. Borrar toda memoria de ese anhelo -que, a diferencia de otros países de la región, fue y sigue siendo intenso en la Argentina- es la tarea a consumar sin gradualismos. Lo demás sobrevendrá por añadidura.

Suprimir el estado de convulsión social para vivir en un “país normal”, quiere decir: aceptar como inevitables las diferencias de dignidad por proveniencia social, la existencia de ricos y de pobres (de muy ricos y de muy pobres) como naturaleza inconmovible de la vida en común, la sumisión de los cualquiera -que lo son por ninguna otra cosa que por haber sido incapaces de prosperar- a las preceptivas que imponen las jerarquías consumadas. La principal condición para ese retorno al “país normal” con el que las derechas sueñan desde siempre, es que las diferencias sociales vuelvan a ser muy grandes (de allí el elogio de la Argentina pre-peronista y pre-yrgoyenista); tanto como para que se acepten con obediencia, e incluso se consientan como la mejor manera posible de vivir.

Enmascarado como avance de la libertad, el retroceso de la igualdad debe ser extremo si aspira a que la jerarquía se convierta en naturaleza de las cosas y el abandono de la imaginación plebeya sea finalmente irreversible. Pero si esa producción de subjetividades sumisas aspira a ser perdurable, será necesaria asimismo una alteración afectiva compensatoria que garantice la estabilidad del consentimiento. Arriesgo una hipótesis: las pasiones concomitantes a la justicia social -entre las cuales la esperanza en que por la acción humana el mundo puede ser distinto-, dejan su lugar a pasiones tristes que se manifiestan como deseo de castigo. Alguien debe ser culpable de la impotencia, la humillación y el resentimiento que cunden en la vida dañada, y esos culpables son provistos a diario por los medios masivos y las redes sociales. Despolitizada compensación de la propia insatisfacción por medio del sufrimiento de alguien, de otro, de quien sea (si es posible la pena de muerte, o de muerte en vida con tantos años de cárcel que excedan el tiempo que a esa existencia le resta, o la imputabilidad de los niños que delinquen o necesariamente van a delinquir por ser quienes son…): que la indignación social sin horizonte sea satisfecha con una buena provisión de presas cada día.

No estoy hablando del castigo -necesario hasta que no seamos capaces de pensar otra cosa-, sino del deseo de castigo, inoculado y reproducido miméticamente hasta lo descomunal. Un deseo sacrificial, que en su dimensión más profunda es atávico: restituye la organización social en torno a la práctica de sacrificios concretos para que -despojado en este caso del sistema de significados que le era propio en las comunidades arcaicas- la alegría de la destrucción de alguien compense de algún modo la miseria material y cultural que las personas deberán aprender a aceptar como un destino.

Hace pocos meses, concretamente el 26 de abril durante un acto en Quilmes junto a Mayra Mendoza, Cristina evocó la cuestión sacrificial. Refiriéndose al presente político, criticó “el inútil sacrificio al que está siendo sometido nuestro pueblo”. Frase que, en mi opinión, tiene varias napas de sentido. Es “inútil” sin dudas en el que Cristina le adjudica (el despojo, el empobrecimiento y la pérdida de derechos son presentados como necesarios para la prosperidad -cuando esta ilusión de desvanezca, ya habrá sido demasiado tarde).

Pero creo que la restitución sacrificial tiene otro sentido, quizás más decisivo, que lejos de ser “inútil” está programado en detalle y ocupa el centro de un proyecto de sociedad extactivista, que despoja a los cuerpos y la entera naturaleza de todo lo que tienen para dar. La pasiva aceptación de ese saqueo a gran escala requiere consolidar un régimen afectivo donde el anhelo de justicia social y construcción de otro mundo es desplazado por un violento deseo de sacrificios y destrucción de personas.

 

Por Diego Tatiana * El autor es investigador del Conicet y docente de la UNSAM. / La Tecla Eñe

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