Era digital. ¿Innovación o desintegración social?

Actualidad 03 de julio de 2024
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En la era digital, Silicon Valley se ha consolidado como un epicentro global de innovación y poder. Empresas como Google, Amazon, Facebook y Apple (GAFA) han transformado profundamente nuestra vida cotidiana. Pero ¿a qué costo?

Silicon Valley, ubicado en California, surgió en la década de 1950 como un centro de investigación y desarrollo de semiconductores. Con la revolución digital y la expansión de internet, gigantes tecnológicos como Apple y Microsoft transformaron la región en un símbolo de innovación y riqueza. Hoy en día, Silicon Valley se destaca por su notable concentración de millonarios y un estilo de vida opulento, propiciado por la constante innovación, el capital de riesgo y las numerosas salidas a bolsa.

El filósofo Éric Sadin acuñó el término «tecnoliberalismo» para describir la ideología dominante en Silicon Valley, que promueve la creencia de que la tecnología resolverá todos nuestros problemas, a costa de la mercantilización total de la vida. Las empresas tecnológicas extraen datos y emplean inteligencia artificial para influir en nuestras decisiones y comportamientos. La publicidad personalizada, las redes sociales y los asistentes virtuales son ejemplos claros de cómo se implementa esta estrategia.

Más allá de la tecnología, Silicon Valley ha transformado también nuestra subjetividad. La búsqueda constante de eficiencia y optimización está dando forma a una sociedad organizada algorítmicamente, donde se sacrifican la privacidad y los límites entre lo público y lo privado se desdibujan. Plataformas como Facebook, Twitter e Instagram amplifican el fenómeno del «yo», erigiendo al individuo como la fuente suprema de verdad y exacerbando la polarización social.

Sadin nos enfrenta a una paradoja: la tecnología, representada por smartphones y redes sociales, crea una ilusión de autonomía individual que, lejos de unirnos, desintegra el tejido social. En Argentina, donde el 83% de la población usa internet, las redes sociales han desplazado las interacciones cara a cara, poniendo a la sociedad en riesgo de desconexión emocional y social sin precedentes. La supuesta conectividad es superficial, incapaz de satisfacer nuestras necesidades de interacción auténtica. En este mundo de espejismos digitales, la verdad se desvanece en un mar de likes y retuits.

Las políticas neoliberales aceleran la deshumanización, intensifican la precarización y aumentan la desigualdad. En nuestro país, el 40,6% de la población vive bajo la línea de pobreza y la inseguridad alimentaria afecta a un tercio de los niños y adolescentes. Las aplicaciones de reparto, símbolos del trabajo precario moderno, perpetúan condiciones laborales indignas profundizando la exclusión en educación, salud y vivienda, perpetuando un círculo vicioso de marginalización y limitando las oportunidades de desarrollo. La desigualdad, como un monstruo silencioso, devora las esperanzas y sueños de los más vulnerables.

En un contexto donde lo público se debilita y el Estado pierde capacidad de intervención, es fundamental recuperar su rol original: asegurar el bien común. Según Sadin, debemos «institucionalizar lo alternativo», promoviendo colectivos en educación, ecología, alimentación y arte, para fortalecer la sociedad frente a la hegemonía tecnológica y neoliberal. La educación es un faro de esperanza, transmitiendo conocimientos y valores de solidaridad y compromiso social. Las instituciones educativas, desde escuelas hasta universidades, deben fomentar el pensamiento crítico y la participación activa, empoderando a los estudiantes para que reconozcan su poder colectivo. Los programas de vinculación comunitaria y el aprendizaje cooperativo son herramientas efectivas para cultivar el sentido de pertenencia y la solidaridad social.

Como docentes, podemos implementar iniciativas pedagógicas que fomenten una Ciudadanía Digital Crítica. Esto implica no solo alentar la participación y la expresión en las redes, sino también dar visibilidad a las historias de vida y las luchas de aquellos que enfrentan desigualdades. Ezequiel es un ejemplo claro: se levanta a las 5 de la mañana, toma un colectivo y camina varias cuadras hasta la estación de José C. Paz para llegar a Retiro. Durante ocho horas, reparte comida en un restaurante VIP, donde lo que los clientes gastan en una cena equivale a sus ingresos diarios. Después, almuerza un sándwich de milanesa hecho por su madre y asiste a la universidad para estudiar Medicina, inspirado por la enfermedad de su padre. ‘Soy el primero en mi familia en estudiar y estoy seguro de que me voy a recibir’, comenta.

¿Qué sucedería si cada uno de los cientos de miles de estudiantes con historias similares poblara las redes sociales con estas narraciones? Quizás podríamos enfrentar la aporofobia y la violencia que muchas veces circulan y se alimentan en ellas, entre otras razones porque las voces e imágenes de las personas atravesadas por la desigualdad no están allí.

El escritor Ekaitz Cancela ha expresado que las redes nos obligan a relacionarnos con el mundo sólo mediante el mercado, para hacerlo de otro modo, necesitamos utilizarlas como expresión y difusión de las realidades que el mercado ignora. La «silicolonización» del mundo y la era del «individuo tirano» nos obligan a cuestionar qué tipo de realidad queremos colaborar en construir. ¿Aceptaremos la colonización digital y el individualismo extremo, o lucharemos por una tecnología más humana y ética? Para contrarrestar los efectos desintegradores de las tecnologías digitales y las políticas neoliberales, debemos formar ciudadanos comprometidos con el bien común, renovando una convivencia humana donde la justicia social y la igualdad sean la norma tanto en el mundo real como en éste digital del que también debemos ser parte, no sólo testigos.

El Papa Francisco, en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2024, advirtió que “si las nuevas tecnologías agravan las desigualdades y los conflictos, no pueden considerarse verdadero progreso”. Señaló, además, que «lo virtual no puede sustituir a lo real, y tampoco las redes sociales al ámbito social».

Enfrentamos un momento crítico en el que la tecnología amenaza con desintegrar nuestro tejido social y agravar las desigualdades. Es por ello que resulta imperativo recuperar el rol del Estado como garante del bien común y promover una educación que fomente el pensamiento crítico y la solidaridad. Debemos rechazar el individualismo extremo y la mercantilización de la vida, y luchar por una tecnología que respete nuestra humanidad y promueva la igualdad. Y eso supone una ocupación inteligente de los espacios digitales para que expresen nuestra voz. Sólo así podremos transformar los desafíos de la era digital en oportunidades para un progreso ético y sostenible.

Por Claudio Altamirano * Educador, escritor y documentalista argentino. / La Tecla Eñe

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