Deuda, inflación y dólar: La democracia en peligro

Actualidad 23 de noviembre de 2022
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Si usted es una persona que ya vio pasar algunas páginas del calendario es casi seguro que recuerde la expresión “este país se salva con una buena cosecha”. No es ninguna novedad que, desde tiempos inmemoriales, desde que Argentina existe, las divisas fueron aportadas casi exclusivamente por un solo sector, el agropecuario. Pero que un solo sector aporte “la riqueza”, mejor dicho que aporte el principal bien escaso de la economía, significaba también que la clase dominante era una sola. Esos dueños de la Argentina tan compenetrados con la propiedad del terruño que, todavía en tiempos tan recientes como los de la fallida resolución 125, mostraban esos carteles memorables que proclamaban “Somos la tierra y el paisaje”, un giro poético de innegable belleza absolutista en tiempos de guerra.

La vieja oligarquía, a pesar de Jauretche, no fue una primitiva “aristocracia con olor a bosta”. Ser los dueños de “las vacas y las mieses” en la periferia del capital demandaba, para llegar a la metrópoli, una logística comercial y financiera de relativa complejidad. Esta necesidad fue la génesis de la consolidación de los capitales financiero y comercial, a pesar de que los primeros pasos fueran con el contrabando en tiempos de ruptura del monopolio comercial de la corona española. Pero no nos vayamos tan atrás. Lo que se quiere señalar es que la “acumulación originaria” local fue agropecuaria. Y como en el caso inglés tan magistralmente relatado por Marx en el capítulo 24 de “El Capital”, también tuvo sus fases de expulsión y apropiación. Sin embargo, la clase emergente del proceso fue más sofisticada de lo que alguna literatura Nac & Pop pudo observar, fue una oligarquía diversificada que, sobre la “fertilidad de la Pampa”, construyó los capitales financieros y comerciales que impulsaron el desarrollo local durante la fase agroexportadora. Y como lo atestigua la admirable generación del ’80, fue lo suficientemente ilustrada como para construir un Estado moderno y muy de avanzada para su época. Al respecto siempre es bueno escapar de las lecturas anacrónicas, esas que leen las postrimerías del siglo XIX con los valores de mediados del XX o, peor, del presente.

El éxito del modelo agroexportador, a pesar de sus limitaciones sociales, es una historia conocida, pero con fuertes reverberaciones para el presente. El fin del modelo no fue provocado solo por sus contradicciones internas, sino principalmente por la restricción externa. Se superpusieron dos procesos, por un lado, la caída de la demanda por las guerras en la metrópoli, pero también, el desencaje entre las necesidades del crecimiento de la población y la expansión de la frontera agrícola. Crisis en el centro y limitaciones hacia adentro.

A partir de aquí, siempre sintetizando a gran escala, comienza la etapa de la industrialización sustitutiva, disparada inicialmente por las dificultades para importar, su principal resultado fue la complejización de la estructura productiva y, por lo tanto, de la estructura de clases. Surgieron entonces una precaria burguesía industrial y su correspondiente proletariado. Y surgió también su representación, que catalizó en el peronismo. Quizá “la grieta” siempre estuvo y se expresaba desde las montoneras a los movimientos anarquistas, y desde la “guerra de policía” mitrista a la semana trágica, pero las contradicciones que determinan el presente son contemporáneas al surgimiento del peronismo. El peronismo expresa y consolida una división al interior de las clases dominantes y la incorporación de los trabajadores a la vida política. Más complejización de clases significó también más conflicto y, como subproducto, la añoranza por la arcadia perdida, por los tiempos de armonía de la clase dominante única y por la época en la que alcanzaba con la ley de residencia para disciplinar a los trabajadores, mayoritariamente inmigrantes.

Existe también otro subproducto de la complejización de la estructura de clases, algo que podría llamarse “procesos de no retorno”: los trabajadores que descubrieron el sueño y la posibilidad real de la movilidad social ascendente, que disfrutaron de vivir mejor, tienen memoria social y no aceptan volver atrás. Sólo se los puede disciplinar temporalmente mediante el recurso del miedo, sea político (dictaduras, represión) o económico (hiperinflación, desempleo), pero el miedo no puede ser un estado normal. Luego la propia burguesía ya no es una sola. A su interior conviven, aunque muy entremezclados, quienes añoran el pasado agrario y la “armonía” anterior a la implosión del modelo agropexportador junto a los sectores más vinculados al capital industrial y financiero, hoy más transnacionalizado.

Y aquí se llega al punto clave. La imposibilidad de construir un modelo de desarrollo común entre los distintos sectores de la burguesía, con distintos grados de integración de los trabajadores, es el fenómeno que se encuentra por detrás del péndulo político. El péndulo tiene un ciclo económico determinado por la restricción externa, pero su raíz es política. Mejor dicho, de falta de consenso político sobre el modelo de desarrollo.

No obstante, si se mira la dinámica en el largo plazo, el cambio de rumbo producido a partir de mediados de la década de1970 podría estar consolidándose. La disputa ya no es estrictamente intraburguesa, es decir hacia el interior de las clases hegemónicas, sino que se define por el qué hacer con los trabajadores, con las clases subalternas. El nuevo escenario es el de una consolidación de la globalización de las clases dominantes. Las hegemónicas locales funcionan a su vez como subalternas de las hegemónicas de los países centrales. Las nuevas contradicciones son ahora dos. La primera pasa por los alineamientos globales, por la órbita de pertenencia frente a la emergencia de China y Asia. La segunda por el lugar que ocuparán los trabajadores en el nuevo esquema.

Bajemos ahora violentamente a la coyuntura. Tras el megaendeudamiento macrista y la resubordinación a los acreedores externos no hay divisas que alcancen, un problema que se agravó con la administración subóptima de los superávits comerciales de los últimos años. El presente se encuentra absolutamente condicionado por la escasez relativa de divisas. Tras la bala de plata del “dólar soja”, las reservas del Banco Central vuelven a ser limitadas y vuelve a pender sobre la sociedad la espada de Damocles de una devaluación. Las restricciones cambiarias contribuyen a la confusión general. A ello se suma el crecimiento de la deuda en moneda local que, bajo determinadas circunstancias, podría convertirse en un factor de inestabilidad. Es lo de siempre, las delicias de no tener moneda: una masa de pesos que crece y que si no se refinancia amenaza con presionar sobre el mercado cambiario. Y aquí viene la parte más triste del relato: el problema externo podría “agravarse por la sequía”, es decir por la limitación real del aporte de dólares del principal sector exportrador, la inversa de “salvarse con una buena cosecha”. Dicho de otra manera, a casi un siglo del inicio de la implosión del modelo agroexportador, el curso de la economía local sigue dependiendo de factores climáticos. Difícil encontrar una señal más contundente del fracaso histórico del sueño del desarrollo. La mejor o peor administración de las divisas escasas puede ser la responsabilidad del gobierno de turno, pero que la economía siga dependiendo del clima es un fracaso completo de las clases dirigentes locales, empresaria y política.

Finalmente queda la dimensión institucional. A partir de la infausta reforma constitucional de 1994, bajo la excusa del federalismo, se profundizó la dispersión de los poderes centrales, lo que redundó en el recorte de las capacidades reales de los gobiernos. Por un lado, se transfirió el dominio de los recursos naturales a las provincias, una atomización innecesaria de la capacidad de negociación frente a quienes pueden aportar el capital para su explotación. Por otro, se generó un polo de poder en la CABA, a lo que se agregó el tercer senador por la minoría, lo que limitó el poder de los gobiernos provinciales sobre el Senado, que debería representar a las provincias y no a las minorías provinciales. Por estas vías el nuevo armado institucional emergente del pacto de Olivos entre Carlos Menem y Raúl Alfonsín comenzó a horadar la construcción de mayorías para las grandes transformaciones. El resultado fue el probablemente buscado por los actores de la época, un mayor condicionamiento de los gobiernos en favor de los poderes fácticos. El emergente más preocupante fue la partidización del Poder Judicial, que ya era una verdadera casta antidemocrática, pero que a partir de la reforma del ’94 comenzó progresivamente a avanzar sobre las facultades de los poderes Ejecutivo y Legislativo, los que a diferencia del judicial son democráticos, es decir se integran a través del voto popular y carecen cargos vitalicios. El estado de situación es tal que los jueces no solo persiguen a dirigentes políticos, sino que hasta autorizan importaciones. Luego, cuando el Ejecutivo encarna los intereses de la alta burguesía y de la Embajada, el Poder Judicial no interfiere, cuando encarna los intereses populares y nacionales aparece la interdicción judicial de la democracia. 

El panorama es sombrío: a punto de cumplirse 40 años desde el fin de la última dictadura, la democracia está verdaderamente en peligro. Y esto dicho sin que, hasta aquí, se haya hablado del reciente intento de regresar a la violencia política por la vía del fallido intento de asesinato a la Vicepresidenta de la Nación. Sin embargo, aunque no se haya expresado todavía en forma material, la violencia política, que incluye la voluntad de supresión del adversario, ya es un hecho desde hace tiempo en el discurso político y mediático.

El gran atolladero es el armado de un sistema en el que la oposición tiene capacidad de veto sobre las acciones el oficialismo, aunque el oficialismo lo sea por el voto mayoritario. El resultado es la completa limitación de los procesos de transformación económica y social. Esta incapacidad convive con la indefinición del modelo de desarrollo. Los problemas económicos del presente, expresados en la alta inflación, no se mantienen por incapacidad técnica, sino por los desacuerdos políticos. El poder de veto de la oposición le permite coquetear con el caos económico, con el “cuanto peor, mejor”. Cuanto peor le vaya al gobierno, más posibilidades de que la población no politizada olvide los desaguisados 2016-19. Sin embargo, la alta burguesía debería hacer introspección y preguntarse por la gobernabilidad concreta de una nueva recaída neoliberal ¿en serio no advierten que ya no hay margen para seguir ajustando sobre los trabajadores y sus derechos? El aventurerismo económico del macrismo fue posible porque la economía estaba desendeudada y, tras pagarles sin chistar a los buitres, se pudo regresar a los mercados internacionales de deuda y al FMI. Esa opción ya no existe. En 2024 y 2025 habrá que volver a renegociar pasivos externos. ¿La alta burguesía local no advierte lo ingobernable que puede tornarse el panorama? ¿Antes que seguir alimentando “la grieta” y la idea de la supresión del otro no sería mejor pensar en la construcción de nuevos consensos económicos, institucionales y políticos, en acordar sobre un modelo de país que no sea costa de ningún sector de la sociedad?

El panorama no sólo es sombrío, es también extraño, porque en el presente están dadas las condiciones materiales para superar definitivamente la idea de que “el país se salva con una buena cosecha”, están dadas las condiciones para romper la dependencia climática de la economía y que ya no suceda que un solo sector tenga el poder de aportar o no las divisas para la estabilidad macroeconómica. El país dispone de abundantes reservas de minerales e hidrocarburos que serán claves para la transición energética mundial. Existe una nueva oportunidad histórica para reconstruir el desarrollo que comenzó a abortarse a mediados de los ’70. Pero para poder tomar el último tren existe un prerrequisito indispensable. Se necesita un nuevo pacto democrático, lo que demanda la construcción de alianzas muy amplias y pluripartidarias que consensuen no solo un nuevo marco institucional, sino un modelo de desarrollo y de inserción internacional de largo plazo.

Por Claudio Scaletta

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