El impacto duradero de un gobierno de vocación autoritaria

Actualidad28/10/2025
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Durante gran parte de las últimas dos décadas, la democracia retrocedió en el mundo. En diferentes países, líderes autoritarios han socavado los controles y equilibrios, perseguido a opositores y minado los medios de comunicación independientes; incluso países que alguna vez se pensaron exentos de estos males, como Estados Unidos o la India, han experimentado alarmantes declives en la calidad de sus instituciones.

En este panorama sombrío, es tentador aferrarse a la idea de que las democracias pueden resistir estas tormentas y, una vez superadas, salir fortalecidas. La palabra utilizada usualmente es “resiliencia”: la creencia de que los sistemas políticos pueden no solo sobrevivir a los ataques autoritarios, sino que pueden recuperarse e incluso, a veces, resultar beneficiados de la experiencia. Esa esperanza es comprensible: sugiere que los retrocesos democráticos son solo baches en el camino.

Lamentablemente, la evidencia muestra otra cosa: en las últimas décadas, las democracias rara vez se han recuperado. La mayoría emerge de los episodios autoritarios dañadas, debilitadas y mucho más vulnerables. Nuestro análisis de los “rebotes” democráticos –casos en los que los países experimentaron un retroceso para luego recuperarse– muestra cuán esquiva es realmente la resiliencia. Desde 1994, nueve de cada diez países que parecían haber superado el momento autoritario no lograron sostener esa recuperación por más de cinco años. Lo que parece resiliencia a menudo esconde una tendencia a la volatilidad política. Así, países celebrados como casos de recuperación exitosa –Brasil después de Jair Bolsonaro y Bangladesh tras la renovación política– podrían no haberse liberado del todo del autoritarismo; pueden estar atrapados en un ciclo de oscilaciones, vulnerables a otra recaída.

¿Por qué la recuperación es tan débil?

Cuando Bolsonaro fue derrotado en las elecciones 2022, muchos vieron la victoria de Lula como una prueba de que la democracia brasilera había superado la prueba. Bolsonaro perdió las elecciones a pesar de haber desplegado todos los trucos del manual autoritario: ataques a la prensa, colonización de las instituciones y difusión de todo tipo de teorías conspirativas sobre un supuesto fraude electoral. El optimismo se apoderó de los análisis.

Sin embargo, el daño es profundo y perdurable. El regreso de Lula quizás salvó a Brasil del colapso total, pero los legados de la gestión de Bolsonaro aún persisten, en un poder judicial plagado de sus aliados, en una cultura política donde el desprecio por las reglas democráticas se ha normalizado y en una ciudadanía profundamente polarizada –una parte de la cual protagonizó la toma de edificios gubernamentales en Brasilia en protesta por la derrota electoral-. Adicionalmente, la militarización del gobierno a una escala no vista desde la dictadura inundó de militares el aparato estatal; muchos de ellos permanecen en sus cargos. Se recuperó el gobierno, pero la democracia se encuentra muy debilitada.

Historias similares se repiten en otras latitudes. En Zambia, la victoria de Hakainde Hichilema en las elecciones de 2021 fue recibida inicialmente como un avance democrático tras años de represión, con amplias celebraciones de lo que parecía ser un nuevo amanecer. Pocos años después, sin embargo, el gobierno ya había comenzado a restringir la organización de la oposición y aprobar leyes intrusivas. En Bangladesh, los legados autoritarios persistieron a pesar de la rehabilitación de la oposición: las leyes que limitan a las ONG, las restricciones a la libertad de prensa y la politización de las instituciones estatales se mantuvieron. En este panorama, es ineludible preguntarse sobre los efectos perdurables que tendrá el gobierno de Javier Milei en Argentina.

No son casos aislados. Utilizando datos del proyecto Varieties of Democracy, se puede ver que solo un 10% de los países que experimentaron un rebote democrático en las últimas tres décadas logró que esa recuperación perdurara más de cinco años. En otras palabras, casi todas las democracias que parecen recuperarse vuelven rápidamente a tropezar. ¿Por qué? A nivel global, observamos tres factores que sobresalen: el peso persistente de los legados autoritarios, el oportunismo de las coaliciones políticas que se atribuyen una vocación democrática, y un entorno cada vez más menos favorable.

El peso de los autoritarismos

Los líderes autoritarios rara vez se retiran sin chistar. Modifican las leyes, copan las instituciones y reescriben las reglas de juego. Una vez arraigados, estos cambios son difíciles de revertir.

Polonia es un buen ejemplo. Cuando llegó al poder, el Partido Ley y Justicia (PiS) se apoderó del Tribunal Constitucional, tomó el control de los medios públicos y aprobó nuevas leyes de medios que le otorgaron al gobierno la facultad de contratar y despedir a sus periodistas. En 2023, el líder pro europeo Donald Tusk volvió al poder prometiendo reformas, pero el camino se encontraba bloqueado por fuerzas aliadas a PiS que aún controlaban la Presidencia y los tribunales. Los esfuerzos por recrear la independencia de poderes fueron frenados por vetos y obstrucciones legales. La victoria en junio pasado de Karol Tadeusz Nawrock, apoyado por PiS, puso fin a cualquier intento de cambio.

Los líderes autoritarios rara vez se retiran sin chistar. Modifican las leyes, copan las instituciones y reescriben las reglas de juego. Una vez arraigados, estos cambios son difíciles de revertir.

Sri Lanka presenta una historia similar, con los fallidos intentos de Maithripala Sirisena por recuperar la democracia tras la década del gobierno autoritario. Por su parte, Donald Trump dedicó su primer mandato a modelar el poder judicial a su gusto, designando a tres nuevos jueces en la Corte Suprema e inclinando así la balanza hacia una mayoría conservadora de 6 a 3. Fue ese tribunal el que, después de que Trump dejara la presidencia, dictaminó que los presidentes gozan de inmunidad por los actos cometidos durante el ejercicio del cargo, una sentencia que podría marcar el rumbo de la democracia estadounidense en los próximos años.

Estos casos encierran un dilema central: actuar con cautela puede llevar a que los legados autoritarios paralicen la recuperación democrática. Pero hacerlo con rapidez puede terminar en la ruptura de las reglas, socavando la legitimidad del proceso de normalización institucional. En cualquier caso, reconstruir la democracia es mucho más difícil que desmantelarla.

El oportunismo de las coaliciones prodemocráticas

Las alianzas que logran derrotar a líderes autoritarios a menudo se presentan como defensores de la democracia. Pero una vez en el poder, estas promesas pueden dar paso a una realidad más compleja, dado que sus motivaciones son múltiples y que hay pocos incentivos para revertir el retroceso democrático.

La experiencia de Zambia es una alerta en este sentido. La victoria de Hakainde Hichilema en 2021 se debió en gran medida a un amplio movimiento prodemocrático. Sin embargo, en un escenario de crisis económica e instituciones frágiles, su gobierno pronto se abocó a concentrar el poder, en tanto que las promesas de mayor transparencia y apertura dieron paso a tácticas de control de los medios de comunicación y persecución a la oposición. En Perú, el rechazo del Congreso al intento de autogolpe de Pedro Castillo en 2022 fue inicialmente interpretado como un ejemplo de resistencia democrática. Sin embargo, en la práctica marcó el comienzo de un “autoritarismo legislativo”, ya que los legisladores aprovecharon la oportunidad para ampliar sus poderes, neutralizar a los organismos de supervisión y autoprotegerse frente a las investigaciones de corrupción.

El patrón es similar: líderes y coaliciones que prometen reformas democráticas pero que, llegados al poder, terminan conservando al menos algunos de los resortes autoritarios heredados del gobierno anterior.

El contexto global

El último factor es un entorno internacional claramente hostil a la democracia. En la década de 1990, Estados Unidos y Europa priorizaron la promoción de la democracia, financiando a grupos de la sociedad civil y a defensores de derechos humanos, participando como observadores de las elecciones en contextos difíciles y promoviendo la libertad de prensa. De hecho, se estimaba que en 2015 los fondos de ayuda a la democracia rondaban los 10.000 millones de dólares anuales. Este apoyo externo fue clave para países con regímenes democráticos frágiles.

Casi todas las democracias que parecen recuperarse vuelven rápidamente a tropezar.

El panorama es hoy muy diferente. Las grandes potencias, como Estados Unidos, ya no muestran mucho interés en el tema, y los gobiernos europeos también son reacios a presionar por reformas democráticas. La ayuda extranjera se vincula cada vez más a intereses estratégicos, como la guerra de Ucrania. Mientras tanto, las potencias autoritarias y las potencias intermedias –de Rusia y Turquía a las monarquías del Golfo– ofrecen financiación y alianzas políticas sin muchas condiciones. Al mismo tiempo, el debate público está dominado por la desinformación y la polarización. La interferencia rusa en las elecciones de Moldavia de 2024, por ejemplo, demostró cómo una potencia decidida puede socavar directamente los procesos democráticos, financiando a ciertos candidatos y alentando las fake news. En nuestra región hemos visto la decisión de Trump de subir los aranceles externos a los productos brasileros en respuesta a la condena judicial contra Bolsonaro, o el apoyo financiero a la fallida gestión económica de Milei (en este sentido, cabe destacar que Milei rompió con la tradición diplomática argentina de multilateralismo y defensa de los derechos humanos para alinearse con Trump, apoyando al gobierno de Israel y rechazando acuerdos multilaterales clave, como el Pacto del Futuro de Naciones Unidas).

Finalmente, en la última década el apoyo social a la democracia ha caído drásticamente. En América Latina, se redujo 15% en los últimos 13 años. En África, considerada la región más entusiasta con la democracia, cayó 7%. Muchas sociedades, frustradas por la corrupción, la mala performance de los servicios sociales y el estancamiento económico, están dispuestas a respaldar a líderes que prometen resultados, incluso si erosionan las libertades democráticas. Nayib Bukele ilustra bien esta dinámica.

Sin vuelta atrás

Las consecuencias de estas dinámicas son preocupantes. En lugar de resiliencia, podemos estar presenciando una lenta espiral autoritaria. Cada retroceso deja un daño institucional y cultural que aumenta la probabilidad de una nueva regresión. Los marcos legales se desdibujan, los funcionarios leales a los líderes autoritarios permanecen y la confianza ciudadana se diluye. Así, cuando llega la siguiente crisis, la democracia parte de una posición aún más débil, como un enfermo cuyo sistema inmunitario quedó afectado de forma permanente.

El caso de Estados Unidos es, una vez más, ilustrativo. Como señalamos, en su primer mandato Trump debilitó instituciones y prácticas que se pensaban sólidas. Politizó los organismos de control, restringió la independencia de los medios de comunicación y propagó teorías conspirativas sobre un inexistente fraude electoral. La toma del Capitolio, con la que intentó permanecer en el poder a pesar de su derrota, muestra cómo un episodio autoritario puede sentar las bases para el siguiente: una vez reelecto, Trump indultó a los protagonistas de la insurrección. Desde su regreso al poder, Trump desafía leyes y fuerza los límites institucionales, confiando en que la mayoría conservadora de la Corte Suprema hará la vista gorda.

El caso argentino también es alarmante. En menos de dos años de mandato, Milei firmó 82 decretos de necesidad y urgencia, más que Cristina Fernández en ocho (78) y Mauricio Macri en cuatro (79). Uno de ellos contempla 366 artículos, que incluyen medidas que erosionan derechos laborales, limitan el derecho a huelga y eliminan agencias estatales. Mediante un decreto, Milei designó a dos jueces de la Corte Suprema cuyos pliegos aún no habían sido tratados por el Congreso, una medida sin antecedentes en nuestra historia democrática. Al mismo tiempo, Milei ataca sistemáticamente la agenda de derechos humanos: en línea con una posición negacionista sobre la última dictadura, se ha dedicado a eliminar espacios institucionales como el Ministerio de las Mujeres o el INADI, implementar recortes presupuestarios que afectan los derechos de jubilados, discapacitados e infancias, y desplegar una dura represión a protesta social. Los ataques a dirigentes opositores -y a veces incluso a ex funcionarios de su propio gobierno- constituyen una práctica cotidiana. La descripción de sus rivales como “subversivos” o “mandriles” es una constante.

Reconstruir la democracia es mucho más difícil que desmantelarla.

Si las democracias no pueden recuperarse fácilmente luego de períodos o episodios autoritarios, la lección es clara: hay que prevenir, más que curar. En lugar de confiar en la resiliencia, los países necesitan preparar a sus instituciones para cuidar el capital democrático del que disponen. Algunos lo están haciendo. Alemania, por ejemplo, modificó recientemente su Constitución para salvaguardar la independencia de su Tribunal Constitucional Federal, dificultando así la intromisión de cualquier gobierno. Noruega instauró salvaguardas adicionales para la independencia judicial y aprobó una nueva ley electoral para garantizar la transparencia del recuento de votos y la supervisión imparcial de las elecciones.

Este tipo de reformas pueden parecer técnicas, pero marcan la diferencia en situaciones críticas. Si no se implementan, corremos el riesgo de inducir a gobiernos y ciudadanos de vocación democrática a la inacción. A menos que las sociedades actúen ahora para reforzar las barreras de contención (independencia de la justicia, medios de comunicación libres, sociedad civil fuerte, procesos electorales sólidos), la próxima ola autoritaria podría arrasarlo todo. Las democracias son como una pelota que se deja caer al suelo. Cada rebote es más débil. Las señales ya están aquí. En Brasil, los aliados de Bolsonaro se preparan para un regreso. En Alemania, la extrema derecha espera su turno. Y en Bangladesh, Senegal y Zambia, los legados autoritarios siguen acechando. No hay que esperar a que Milei termine su mandato pensando que pasará la tormenta y las cosas volverán a la normalidad. Hay que actuar ahora.

Por Matías Bianchi, Nic Cheeseman y Jennifer Cyr * Respectivamente: Director del think tank Asuntos del Sur. / Profesor de democracia en la Universidad de Birmingham y director fundador del Centro para Elecciones, Democracia, Responsabilidad y Representación (CEDAR). / Profesora asociada de ciencia política en la Universidad Torcuato Di Tella. / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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