¿Un plan de estabilización para frenar la inflación?

Economía 08 de julio de 2022
multimedia.normal.af6080178e25297a.6d617474612d313935392d61636f6e746563696d69656e746f2d633362336c655f6e6f726d616c2e77656270

La inflación es el principal problema económico visible, en el mundo y también en Argentina. La guerra en Ucrania es la causa principal en la mayoría de los países, por la escasez de alimentos, energía y otros bienes, por las dificultades de abastecimiento y las interrupciones en la cadena de suministro de la producción globalizada, remezones de la pandemia.

En Argentina, la guerra aceleró la inflación, que ya venía de años anteriores. Un fenómeno multicausal acentuado por el conflicto en Ucrania, los nuevos brotes de Covid, la especulación, los golpes de mercado y los aumentos de tarifas de energía. La política antiinflacionaria gradualista que intenta implementar el gobierno no está dando buenos resultados; al contrario, la inflación recrudeció. Esto es habitual en los primeros tiempos de los acuerdos con el FMI. La renuncia del ministro Martín Guzmán sumó otro golpecito al dólar no oficial, que también impactó en la inflación. Pero todo esto es tema de otro artículo.

En este escenario complejo, algunos economistas han comenzado a insistir en que es necesario concretar un plan de ajuste de shock para frenar la inflación, y algunos proponen una reforma monetaria. Revisar cómo se desarrollaron los planes de este tipo en Argentina es una forma acercarnos al tema. Las dos últimas experiencias de planes de ajuste que resultaron por un tiempo exitosos, el Plan Austral y el Plan de la Convertibilidad, dejaron al país peor que antes. El Austral derivó en recesión e hiperinflación, y la Convertibilidad en depresión e hiperdesempleo. Los dos planes comenzaron con un país sobreendeudado y con atrasos en los pagos, y terminaron en el primer caso acumulando más atrasos, y en el segundo con el mayor default de la historia mundial.

El Plan Austral

La inflación llegó al 628% en 1984 y al 30% mensual al año siguiente. En este contexto, el 14 de junio de 1985 el presidente Raúl Alfonsín, secundado por el ministro Juan Sourrouille, anunció por cadena nacional el Plan de Reforma Económica, conocido como Plan Austral, como la batalla definitiva a la decadencia nacional. El plan se basaba en un trípode:  congelamiento de precios, tarifas, salarios y tipo de cambio; reforma monetaria; abstención del Banco Central de financiar el déficit público y el aumento del crédito.

El ministro presentó al Plan Austral como una política drástica para terminar con la inflación y sus causas profundas que, aseguró, eran el déficit fiscal y su financiamiento con emisión monetaria. Según el economista Jorge Schvartzer, el gobierno de Alfonsín ponía en primer plano los grandes problemas de la macro, como la inflación y el déficit fiscal, y ocultaba la relación entre la crisis y el gran endeudamiento, que se había llevado en intereses el 5% del PIB en 1984. Pero se trataba de un equipo económico ilustrado que no se quedó en un monetarismo vulgar, sino que robusteció su interpretación de la situación con las teorías de moda en los 80, de la inflación ligada a las expectativas y la inercia de los precios. Sourrouille reconoció que la carga de intereses de la deuda había agravado el déficit fiscal, pero no cuestionó el origen de la deuda.

Tres elementos novedosos diferenciaban al Plan Austral de otros planes de ajuste del pasado:

  • El primero es la distinción neoestructuralista entre precios flex y fix, la reforma monetaria y la tabla de desindexación o desagio. Respecto a los precios, el gobierno solo autorizó fluctuar a los bienes de oferta estacional (flex), como las frutas y hortalizas, controlando los márgenes de comercialización, mientras que los bienes industriales, con margen de ganancia fijo (fix), donde predominaban estructuras de mercado oligopólicas, fueron congelados a sus valores del día anterior al lanzamiento del plan.
  • El segundo elemento es monetario. El austral sustituyó al peso argentino a una conversión de 1 austral igual 1.000 pesos argentinos. El cambio del signo monetario ayudaba a borrar la memoria inflacionaria.
  • El tercer elemento, la conversión en australes a través de la tabla de desagio, fue el elemento más original del plan: apuntaba a eliminar la inflación inercial incluida en los precios y contratos para evitar transferencias imprevistas de ingresos a causa del freno brusco de la inflación. La tabla, publicada diariamente, establecía el valor presente de cifras pactadas a futuro. Por ejemplo, si un contrato firmado antes del plan establecía un pago de 100.000 pesos argentinos el 20 de junio de 1985, en esa fecha el obligado debía pagar 95,8 australes (equivalentes a 95.800 pesos argentinos).

El programa logró su meta de llevar el déficit fiscal al 2,5% del PBI en el segundo semestre de 1985, desde el 8% de la primera mitad del año. Esto fue posible por el aumento de impuestos, ingresos extraordinarios (como el ahorro obligatorio) y recortes del gasto. Pero, según lo acordado con el FMI, desde 1986 el déficit público ya no se financiaría a través del Banco Central sino con deuda en los mercados externos, lo que contribuyó a aumentar la deuda.

El ímpetu del ajuste produjo una caída del 8% del PBI en el segundo semestre de 1985, pero la inflación logró frenarse inmediatamente a 2 o 3% mensual, y a fin de año la economía comenzó a recuperarse. Pasado el shock del ajuste, en 1986 la economía creció 7,1%. Sin embargo, comenzaron a asomar otros problemas. A medida que la actividad económica se afianzaba, la inflación tomó nuevo impulso y la balanza comercial se deterioró por las inundaciones y los malos precios internacionales, que disminuyeron las exportaciones, mientras que las importaciones crecieron por la apertura comprometida en el programa del FMI, el Banco Mundial y el Club de París.

Nuevamente, la restricción externa trababa la economía argentina, agravada por las exigencias de la deuda. El equipo económico era consciente de estas limitaciones estructurales, y procuró estimular la reindustrialización y las exportaciones industriales a través de distintas medidas, pero las transformaciones de este tipo llevan tiempo. Desde abril de 1986 el tipo de cambio se ajustó con frecuencia para mantener la competitividad internacional. Asimismo, el gobierno redujo las retenciones a las exportaciones, estableció reembolsos, garantías al tipo de cambio real para exportaciones industriales bajo contratos de largo plazo, devolución de impuestos indirectos y un programa de admisión temporaria de importaciones para el sector exportador.

En 1986 el gobierno liberó parcialmente los precios y salarios, devaluó periódicamente el austral y aumentó las tarifas de los servicios públicos. La inflación fue “solo” 90%, un paraíso comparada con el 672% del año anterior. Pero en agosto la inflación tocó un pico de 8,8% mensual. El gobierno respondió con una política monetaria y salarial más dura, límites a los aumentos tarifarios y controles a los incrementos de los precios industriales, que debían obtener una autorización previa de la Secretaría de Comercio Interior. Estas medidas bajaron la inflación al 4-5% mensual, pero enfriaron la actividad económica en el último trimestre. La frazada corta exhibía las inconsistencias del plan.

El déficit fiscal se redujo porque se contrajo el gasto y porque los intereses de la deuda externa pública bajaron al 3,7% del PIB en 1986, mucho menos que el 5,1% del año anterior. Cumpliendo lo comprometido con el FMI, el déficit fiscal no se financió con préstamos del Banco Central sino con deuda externa, que en 1986 llegó a 51,4 mil millones de dólares. Pero mientras que la deuda externa privada bajó 21%, la pública continuó creciendo y alcanzó 44,7 mil millones de dólares, equivalentes a siete años de exportaciones.

A lo largo de 1986 el gobierno avanzó en la reforma del Estado, preparando al país para entrar al Plan Baker. Un panorama sombrío asomaba para 1987. Aunque el gobierno sostenía que el ajuste ya era suficiente y reclamaba mayor flexibilidad a los organismos internacionales, en los hechos lo profundizó. La economía creció un mediocre 2,6 % y la inflación llegó a tres dígitos, 131%, mientras que la regresiva distribución del ingreso cristalizada en la dictadura se mantuvo inalterada, con la consiguiente debilidad del mercado interno.

La política antiinflacionaria alternaba congelamiento y flexibilización de precios y salarios. Hacia fines de febrero, el ministro dispuso congelar salarios y precios hasta mayo, en respuesta a la elevada inflación de enero (7,6%). El congelamiento se combinó con una devaluación del 18% y alzas en las tasas de interés, pero este intento apenas impactó en la inflación, que en junio volvió a un dígito alto, 8%.       Otra vez las exportaciones bajaron y las importaciones subieron, por lo que el saldo comercial fue casi nulo, de manera que, para afrontar sus pagos al exterior, Argentina consumió sus reservas, que a fines de 1987 habían bajado a solo 3 mil millones de dólares, y tomó más deuda externa.

En septiembre de 1987 se realizaron las elecciones legislativas y provinciales. El radicalismo perdió la mayoría de las provincias y su mayoría en la Cámara de Diputados. El peronismo, fortalecido, se endureció como oposición. Ante la necesidad de destrabar un desembolso del FMI, el 14 de octubre se lanzó un nuevo conjunto de medidas de estabilización y reforma estructural, conocidas como “Australito”. El paquete comprendía aumentos de impuestos y tarifas y un esquema de ahorro obligatorio, una fuerte devaluación, la introducción de un mercado cambiario libre para las transacciones de capital, la liberación completa de las tasas de interés y el congelamiento de precios y salarios. La inflación cedió transitoriamente, pero al poco tiempo volvió con fuerza. El Plan Austral ya no existía. Lo sustituyó el Plan Primavera, un intento de concertación de precios que derivó en la primera hiperinflación y terminó, meses después, con la renuncia de Alfonsín.

La Convertibilidad

La Convertibilidad fue un hito en el rediseño de la economía argentina, que le permitió al país insertarse en el nuevo orden mundial unipolar bajo la hegemonía estadounidense. Basada en el liberalismo económico, la Convertibilidad se asemejaba a los ajustes ortodoxos con pretensiones refundacionales implementados previamente, con distintas variantes según la etapa histórica del capitalismo y el balance de las fuerzas sociales. De hecho, era la sexta vez que se instauraba un régimen de convertibilidad en Argentina, y todos terminaron catastróficamente.

El Plan de Convertibilidad consolidó un modelo de acumulación rentístico-financiero y de concentración de ingresos similar al de la dictadura. Llevó todavía más lejos las reformas estructurales, como la apertura comercial y financiera, las privatizaciones (incluso de la seguridad social), las desregulaciones y la flexibilización laboral, además de descentralizar, y deterioró la educación y la atención de la salud en las instituciones públicas. También profundizó los desequilibrios del sector externo, a través de una sobrevaluación de la moneda, y expuso a la economía local a los desestabilizantes capitales especulativos. No solo ignoró la destrucción de la industria y la desocupación creciente y sin red, consecuencias directas de las políticas implementadas, sino también la necesidad de mantener tasas de interés acordes a las fases del ciclo económico y un nivel de monetización razonable.

Al atarse al dólar, el gobierno de Carlos Menem prefirió renunciar a la política monetaria y cambiaria, y tener siempre a mano el recurso de la dolarización. A cambio, el país recibió tratamiento de favorito del capital para las economías emergentes, que le permitió colocar 92.000 millones de dólares de deuda en bonos y obtener préstamos de los organismos internacionales. Hacia el final de la década del 90, esta deuda se convirtió en un salvavidas de plomo que derribó el frágil andamiaje económico y financiero, luego de cuarenta meses de depresión, en los que se perdió más de un quinto del PIB.

La Convertibilidad logró controlar la inflación, pero no pudo sostener el crecimiento económico y mucho menos el desarrollo, concepto que desapareció hasta de las currículas de las carreras de economía. La vulnerabilidad externa, las tasas de interés muy positivas y la carga creciente sobre el presupuesto público de los intereses de la deuda generada por el funcionamiento del propio plan anularon cualquier estímulo al mercado interno, la inversión productiva, la creación de empleo y la distribución aceptable del ingreso, en esta renovada aplicación de la economía de la oferta que sumergió en la pobreza a la mitad de la población.

Para garantizar el equilibrio fiscal (y mejor todavía: el superávit), el Estado nacional y las provincias recortaron todo tipo de gasto menos los intereses de la deuda (aunque el Estado sacrificó los ingresos de la seguridad social al crear el régimen de las AFJP). El Banco Central, “independizado” del gobierno, ya no pudo prestarle al Tesoro. Los déficits fiscales debían financiarse a través de bonos en el mercado interno e internacional. Y la deuda creció hasta que el Estado ya no pudo pagar los intereses ni conseguir fondos a tasas de mercado. Cuando el FMI denegó el desembolso esperado para fin de 2001, el castillo de naipes se terminó de derrumbar, con el corralito y el corralón.

El 18 de diciembre del 2001, Domingo Cavallo, designado poco antes nuevamente ministro de Economía, le presentó al Congreso el proyecto de presupuesto, con más recortes de salarios y jubilaciones, eliminación del incentivo docente y de fondos provinciales. La oposición se negó a votarlo y la revuelta popular se generalizó en huelgas, cacerolazos, saqueos, marchas, piquetes, protestas. El gobierno respondió declarando el estado de sitio y lanzó una represión sangrienta que produjo más de treinta muertos. El 20 de diciembre el presidente Fernando de la Rúa renunció y huyó en helicóptero desde la Casa Rosada.

Por Noemí Brenta - Economista (UBA) y UTN-FRGP para El Diplo

Te puede interesar