







Con la sorpresa que nos deparó el resultado de las elecciones de medio término, los argentinos y quienes nos observan, estamos buscando explicaciones, generalmente bastante simplificadoras, del inesperado fenómeno observado.
Que funcionó el terror al terror, a raíz de las manifestaciones del padre amenazador Donald Trump. Que lo que predominó fue el temor de una brusca aceleración de un proceso interno caótico. Que, por el contrario, se vio renacido o fortalecido un singular estado de esperanza en algún gran milagro que, con las mismas políticas empleadas hasta aquí, pueda mejorar en algo las condiciones de vida de la ciudadanía y hasta de su parte más sufriente. Que desde la oposición real a este modelo protofascista y ultra dependiente, no se ha ensayado siquiera la difusión de un proyecto alternativo, distinto, generador de nuevas expectativas. Que hay tantas divisiones en esos espacios que son las que dominaron e impidieron la uniformidad de sus mensajes. Que lo decisivo fue la carencia de una «conducción» unificada y unipersonal. Que esa oposición carecía del «know-how» para generar un lenguaje comunicacional competitivo y con aptitud de difusión y penetración, siquiera remotamente similar al del gobierno, y con la inmensa mayoría de los medios a su disposición. Que faltó, falta, y probablemente siga faltando por mucho tiempo, un estadio de creación o recreación de estados de conciencia colectivos, de unificación de las luchas reivindicativas aún parciales, y de eventual aparición o presencia destacada de quienes representen ese posible futuro emergente de toda esta destrucción nacional. O todo junto, superpuesto y, por lo tanto, confuso.
Puede haber muchas razones más, todas tan a lo mejor ciertas y tan posiblemente insuficientes. Todas, o al menos las contestatarias respecto de esta «etapa superior del neoliberalismo» de ultraderecha unida por un cordón umbilical al imperio de EE. UU., demandantes de la formulación de proyectos superadores; diferenciándose nítidamente quienes creen que eso puede lograrse desde un conglomerado que tenga por eje hegemónico al pan/peronismo, y quienes esperan que, de alguna otra manera, sin excluir a parte de esa fuerza popular, lo nuevo, como un árbol, «crezca desde el pie».
¿Qué cabe esperar, en ambos supuestos, del papel de las versiones orgánicas o inorgánicas de la izquierda?
Un reportaje de Daniel Gatti a Ricardo Antunes, profesor de Sociología en el Instituto de Filosofía y Ciencias Humanas de la universidad brasileña de Campinas, que transcribe una publicación de FiSYP del 8 de noviembre, a su vez tomada de «Huellas del Sur» de unos días antes, tiene un título de apariencia demoledora: “La izquierda no reflexiona sobre el mundo del trabajo porque ha dejado de pensar en la transformación del mundo.”.
¿Se trata de una verdad, de una actitud defensiva frente al avance de la transformación cultural e ideológica del fascismo del siglo XXI, tan estrechamente ligado a las técnicas de dominación de la mafias? ¿Se trata de un acostumbramiento a la idea de que el capitalismo, a través de esta etapa de degradación humana terminal, puede seguir adecuándose a tutelar su permanencia como sistema de explotación – o, como suele decir un amigo español, que el capitalismo parece tener los siglos contados?
¿Es producto de un análisis consciente de que una transformación revolucionaria es necesaria pero remota en el tiempo, y que en ese tiempo la recuperación de lo destruido en el combinado patriótico, social, económico e ideológico-político, ha de derivar en una era de reformas mínimas posibillistas, sin tocar la esencia del sistema que produce esa destrucción en grado de shock? ¿O estriba en algún grado de reconocimiento de la impotencia para impulsar las acciones reivindicativas sociales, y transformarlas progresivamente en las otras dos formas de la lucha de clases, la ideológica y la política concreta?
Puede que todo eso, y aún otros supuestos no descartables, especialmente los ligados a una llamada «batalla cultural» dedicada al anticomunismo, al antisocialismo y a ver a cualquier fenómeno colectivo de rechazo o rebeldía como el enemigo a eliminar por los medios que fueren. La versión actual del macartismo, más elemental, más difusa, y al mismo tiempo mucho más profunda – ver, por ejemplo, los epítetos de Trump contra un representante de la limitada socialdemocracia en los EE.UU. que triunfó por paliza en las elecciones para la Alcaidía de Nueva York, o aquellos con los que lo acompaña su sirviente en el gobierno argentino-, contribuyen, sin duda, a poner serios obstáculos a la izquierda genérica para la elaboración y puesta en debate de un proyecto propio que dispute desde la concepción del presente hasta la noción y dimensión de un futuro superador.
Todos, o casi todos los esquemas orgánicos que se reconocen como izquierda, ya sean los marxistas en sus diversas tendencias tácticas y estratégicas, o los sectores social-demócratas o social-cristianos que pretenden o consideran pertenecer a esos espacios, carecen en el fenómeno de ensayo argentino actual, de un nivel mínimo aceptable de eco social: al menos, medido por la aptitud para convocar a una porción significativa de un electorado en este último reducto mínimo o rescoldo de lo que alguna vez se llamó democracia. Eso, aun cuando sean reconocidos por estar presentes en aquello que se concreta en las calles, en las luchas reivindicativas populares de los sectores más afectados: apremiados y excluidos de lo indispensable para una vida digna. Pero hasta allí llegan, y les es muy problemática la construcción más allá de eso y de tal reconocimiento.
Tanto es así, (repito, en la singularidad del caso argentino) que durante algún tiempo era creíble, para buena parte del pueblo, que a la izquierda del peronismo en su versión kirchnerista solo estaba la pared. Esa falsedad o deformación ideológica prendió, y tanto, como para que quienes pretendían, y aún pretenden, formar parte de esa versión peronista de la izquierda, no solo no reparaban en el carácter pendular constante de ese movimiento y de su expresión política, sino incluso del simple dato de la realidad de que sus líderes intocables se manifestaban, y se siguen manifestando, como defensores del capitalismo: por mayor «rostro humano» que pretendan asignarle o sostener dentro de su sistema.
¿Existió un John William Cooke? Por supuesto que sí, como existieron tantos otros ejemplos, tal vez no tan lúcidos como él, de lo que en otros tiempos dábamos en denominar «entrismo»; o que no sin ingenuidades como la de los comunistas hacia 1962, cuando se calificaba a un fenómeno circunstancial como si representara un verdadero y profundo giro a la izquierda de las masas peronistas. Claro que también existieron los Invanissevich, los López Rega, los Menem, los Herminios, los Duhalde, los Moreno, para limitarnos a algunos ejemplos en distintos períodos históricos.
En un trabajo reciente cité aquella afirmación de Andrés Rivera en el sentido de que podemos estar reconfigurando una ciudad que ha perdido la utopía aún sin perder la memoria de ella. Pero me parece que es hora de comenzar a relativizar los alcances de esa memoria de la utopía, tan presente en el desconocimiento, especialmente el juvenil, de que existió otro tiempo pasado mejor, menos peor o antipatriótico, antisocial y ultra reaccionario que el actual. Que conduce a las alternativas del «es lo que hay» o del «que se vayan todos», siendo que ambas tienen en común manifestaciones como las de la abulia e indiferencia medidas en el ausentismo electoral progresivo y aceptado como un dato objetivo en un sistema de voto legalmente obligatorio o formalmente compulsivo.
¿Cuáles son los otros límites para la penetración de las ideas de un cambio que implique transformación, y de una transformación que sea revolucionaria, en un país que no podrá emerger de los efectos perdurables de un paleoliberalismo sin afectar profunda y radicalmente los sistemas tributarios, fiscales, económicos, sociales y políticos subsistentes, más allá de sus aparentes derrotas políticas y circunstanciales?
Porque no puede no haberlos. Porque no puede admitirse que toda propuesta alternativa a crearse tenga por frontera infranqueable la impermeabilidad del sistema y de sus mecanismos de reproducción. Porque el pensamiento de izquierda puede dispersarse y hasta desorientarse, pero nunca suicidarse.

Quizás sea hora de penetrar desde la izquierda en lo esencial del mensaje de la alegoría de la caverna de Platón. En ella, la escena es la de un conjunto de prisioneros encadenados desde su nacimiento, de modo que no pueden desviar su mirada de la pared del fondo, pero teniendo detrás un pasillo, una hoguera y la entrada de la cueva, cuya luminosidad remota permite proyectar sombras de hombres y objetos en esa única pared visible para los sujetados.
Su única verdad no es «la realidad» sino las sombras proyectadas, desde las que les está vedado cuanto ocurre o se podría contemplar a sus espaldas.
¿Qué ocurriría, nos dice Platón, si uno de los prisioneros fuese liberado y puesto hacia la luz de la hoguera, viendo una realidad distinta, más allá de sus sombras? ¿Y si fuera compelido a salir de la caverna por una senda escarpada para VER una nueva realidad de tierras, plantas, hombres, cielos, aguas, animales, y hasta el sol? (punto máximo de la experiencia, la metáfora platónica del bien)
Ese individuo descubridor de la realidad y de las ideas que encierra es luego obligado a reingresar a la caverna para liberar a sus viejos compañeros de martirio. Primero, cegado por la brusca transición de la luz del sol a la penumbra cavernosa, es motivo de escarnio porque ellos lo ven como a un ciego. Pero cuando intenta desatarlos comprueba que antes que obtener acceso a la verdad, o a la otra verdad que les está oculta, optarán sin vacilar por eliminarlo.
Probablemente, la visión más actualizable del llamado mito de los mitos de la Caverna, en su versión literaria, nos la proporciona, con un estilo de clara remembranza kafkiana, José Saramago en su obra «La caverna» – la última novela que cierra una trilogía junto a «Ensayo sobre la ceguera» (1996), y «Todos los nombres»(1997) -, con esta conclusión: “En breve, apertura al público de la caverna de Platón, atracción exclusiva, única en el mundo, compre ya su entrada”.
Lo sé, hay otras muchas perspectivas desde las que se puede abarcar y aprovechar, debatir y obtener conclusiones diversas de la alegoría o el mito platónico, y su proyección a la realidad visible contemporánea, desde la televisión hasta la inserción de los individuos «sujetos» en la polis. Y, fundamentalmente, la crítica de sus principios ideológicos. Siempre estaremos a tiempo de encontrarle nuevas perspectivas, y tal vez conclusiones menos dramáticas que las que resume esa frase de cierre en Saramago.
Cuando se nos habla, y cuando hablamos, de un proceso de toma de conciencia (las siempre mentadas aproximaciones simplistas de las condiciones objetivas y la maduración de las subjetivas), y su posible aceleración producto de acontecimientos, crisis, guerras, angustias colectivas, sometimientos extremos; o aún del papel de liderazgo que en su aparición casi explosiva puede producir un individuo o un conjunto de ellos, puede que nos convenzamos de que ese proceso necesario desmitifica la resistencia a lo nuevo, a lo no conocido, o a lo que no estamos preparados para reconocer. Pero también nos aproxima a la verificación de que ese proceso tomará elementos de la experiencia previa, pero esencialmente para la construcción de otra novedosa y profundamente diversa.
Y aún habría algo más, para que ese proceso de conocimiento llegue a transformarse en conciencia plena: saltar de la visión de la fenomenología a la proyección de los nuevos elementos a crear en el universo de lo real, a través del u topos, ese lugar que no existe y que aún pende de un diseño presente compartido.
No se trata de una cuestión de denominaciones, que en general son tan polisémicas como para que, en sí, acaben siendo poco representativas como indefinidas: tales las de «comunismo» o «socialismo» prospectivos, basados hoy en consignas elementales y de trazo grueso. Porque no se trata solamente de saber qué es lo que se ve sino cuál es el modo de proyectar esa visión para empezar a liberarnos, y a ayudar a liberar a otros sin que nos inmolemos en un esfuerzo estéril.
Forma parte de aquello que no se puede dejar de ver que se naturalizan, aunque nos burlemos de ellas, expresiones tan cavernícolas como las que en el momento de estar escribiendo estas líneas leo en una manifestación pública de una conocida diputada vocera de la barbarie cultural, que transcribo no sin algo de espanto: “Los zurdos son anormales, les falla, algo no les anda bien en la cabeza”. U otro ejemplar que confiesa que no ha leído el reglamento de la Cámara de Diputados a la que accede porque no le gusta leer y, además, porque tiene letra chica.
Esto, ligado a la alegoría de Platón, sería lo que podría pronunciar uno de los prisioneros, de aquellos que elegirían sin vacilar matar a quien pretendiera introducirles o inducirlos al conocimiento.
Volviendo a Saramago, la caverna ya está abierta al público hace un buen tiempo, y se anuncian nuevas visitas guiadas con entradas disponibles por pro-ticketek, alternativa provincial y en boleterías libertarias. No deja de ser un espectáculo de crueldad a la moda.
Por Mario Elffman * Profesor consulto de la Facultad de Derecho de la UBA, ex juez nacional de trabajo y abogado laboralista y de DDHH.





















