







Con el paso del tiempo, hay cuestiones obvias que van perdiendo esa condición. Acuerdos que se creían alcanzados y que parecieran perder su nobleza. Una democracia endeble, con muchas de sus promesas incumplidas, acrecienta a figuras que reivindican el terror, hablan de inmigración ilegal o pisotean a las minorías en nombre de una “batalla cultural”.
Y no es menor la alusión constante a la violencia, a la destrucción. A la anulación de la voz disidente. Al otro se lo anula, no se debate.
¿Pero por qué ahora? Juan Carlos Torre advertía correctamente, en su lectura de 2001, que la crisis de representación política tenía que ver con que la democracia había generado un conjunto enorme de expectativas en su retorno, pero que los partidos políticos no las hicieron efectivas. Así, cada vez más ciudadanos se fueron ubicando desde un rol auditor de los partidos, rompiéndose los vínculos con ellos. La gente se informa directamente por las redes sociales, ya no tiene la necesidad de concurrir ni a un comité ni a una unidad básica. De esta manera, con el paso del tiempo, la ciudadanía se terminó alejando – y despreciando – de los partidos políticos.
Este vacío va alimentando el ego de lo que el autor Andreas Sheadler denomina “partidos antiestablishment políticos”. Estos tienen un aspecto populista, pero se diferencian en que su enemigo no es la oligarquía económica sino la “casta” política. Así deducen que junto al pueblo son víctimas de la clase política en general, sean peronistas, radicales, conservadores o comunistas. Todo lo viejo es malo, es sinónimo de fracaso para este tipo de partido.
“Los discursos antiestablishment político suelen fundir el código moral, lo bueno versus lo malo, con el código del poder, abajo versus arriba, contraponiendo una sociedad civil buena (abajo) a una política mala (arriba)”, afirma el autor.
Si bien los casos del Frente Nacional de Jean Marie Le Pen en Francia o Vox en España parecían lejanos, con Milei llegaron a Argentina para quedarse. Un líder excéntrico, con una motosierra en la mano y sin estructura partidaria, conquistó a una mayoría relevante para ganar el balotaje.
Un personaje racional basado en una supuesta irracionalidad, que luego de aplicar el ajuste más brutal de la historia argentina conservó su popularidad por una simple razón: para el imaginario colectivo, cumplió lo prometido en campaña, que fue bajar la inflación. Se puede discutir la parte técnica o el “¿a costa de qué?”. Pero a muchas personas les dio una tranquilidad mental que le sigue alcanzado para ganar elecciones.
Miren si la política estará desprestigiada (y alejada de la gente) que con eso solo instaló exitosamente el lema “el esfuerzo vale la pena”. Con poco, logró mucho. Y en el medio, avanza con su odio visceral a los periodistas y a todos aquellos que lo criticamos. Y suma voces de apoyo. Entonces, a las diferencias las emparenta con enfermedades. Ser peronista o zurdo es una “enfermada mental”, repiten Agustín Laje o Diego Recalde.
El historiador y politólogo Natalio Botana advierte que “en el plano verbal estamos viviendo un momento autoritario que me parece preocupante”. Este tipo de cosas lo vemos reflejado en dirigentes políticos de peso –por su llegada, no por su formación, que por cierto es paupérrima– como Ramiro Marra: insisten en la idea de “exterminar las villas, que están llenas de inmigrantes ilegales”. O en la dirigente otrora massista devenida libertaria María Florencia Arietto, que declaró recientemente que “Villa Celina está tomada por bolivianos delincuentes. Todos lo saben, hay numerosas causas abiertas pero nadie investiga nada”.
Y nuevamente volvemos al problema de base: la baja efectividad y eficacia pueden ser un combo letal para el régimen. Así lo analizaba Juan Linz cuando estudiaba los quiebres de la democracia.
Vale decir que este fenómeno local toma dimensión cuando vivimos la “tercera ola de autocratización”, que marca un retroceso democrático a nivel global, a tal punto que este año, por primera vez desde el año 2000, los regímenes autoritarios superan a los democráticos y hay más personas viviendo bajo estos gobiernos.
El avance es paulatino, no necesariamente bajo la figura de un golpe de Estado. Lo pueden generar autores que respetan las formas y mecanismos electorales, pero no así los valores libres que debería tener toda democracia. Esto es, Estado de derecho pleno, libertades irrestrictas y ningún tipo de ataque a la prensa.
Repasando, son varios los elementos de los que debemos tomar nota. Algunos quizás imperceptibles, pero necesarios de advertir. Todo este aparato cultural avanza cuando la economía da señales de certidumbre. La gente está tranquila mentalmente, desconcentrada, entonces se avanza en los temas que a la extrema derecha le interesan: exterminar toda mirada progresista de la política. Lo pide y ejecuta Trump, lo acompaña y aplica como su mejor alumno Milei.
La batalla cultural puede tener éxito con un dólar barato y competitivo. Todo cierra. Y le dejo, querido lector, una reflexión que tomo de un editorial del periodista Ernesto Tenembaum. La irracionalidad de Milei es profundamente racional. El show llama la atención con un público mayormente anestesiado, poco feliz. Así la “batalla cultural” avanza con consecuencias muy peligrosas para la democracia.
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Por Nicolás Cereijo / Perfil






















