El absurdo económico del fin del «de minimis»

Actualidad07/09/2025
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La decisión de poner fin a la exención «de minimis«, que permitía la importación de bienes de bajo valor sin aranceles ni trámites engorrosos, marca un punto de inflexión en el comercio electrónico global.

Lo que hasta unas semanas atrás era un mecanismo sencillo que permitía a millones de consumidores estadounidenses acceder a productos muy económicos no sólo desde China, sino también desde otros países, se ha transformado en una barrera burocrática que destruye valor económico y genera fricción. La medida implica que ahora todos esos paquetes están ahora sujetos a aranceles del 10% al 50% o, durante los primeros seis meses, a una tasa plana de entre ochenta y doscientos dólares por paquete.

Más de treinta países, incluyendo naciones de Europa, Asia y América Latina, han suspendido temporalmente envíos hacia EE.UU. debido a la falta de tiempo y claridad para adaptarse a la medida. Una decisión que, lejos de proteger a alguien, empeora la vida de los consumidores, hunde empresas pequeñas y retrocede en un ecosistema digital del que dependía buena parte del comercio mundial.

Algunos pretenden argumentar que esos productos baratos provenían de Asia y tenían problemas de calidad, de ser fabricados con condiciones laborales injustas o de promover el consumo desmedido (como el llamado fast fashion). No obstante, muchas otras empresas respetuosas con el medio ambiente y los derechos laborales también exportaban al mercado estadounidense, y ahora ven cómo vender se vuelve casi imposible por la cascada de procedimientos, costes adicionales y, sobre todo, incertidumbre para unos clientes que no esperaban ver sus productos retenidos en la frontera y llegando con un sobreprecio que, en muchas ocasiones, es superior a su propio precio unitario.

El supuesto razonamiento tras la medida es grotescamente simplista: si se impide que los ciudadanos estadounidenses compren en el extranjero, redirigirán ese gasto hacia el comercio nacional. Donald Trump y su equipo parecen pensar que los consumidores son autómatas: privados de su fuente habitual de bienes, correrán a gastar lo mismo en productos nacionales. La realidad es radicalmente distinta: quienes compraban productos por dos o tres dólares en Shein, Temu o AliExpress no van a quintuplicar o decuplicar su presupuesto por equivalentes nacionales – que muchas veces ni existen.

Las consecuencias se notan ya. Alemania, Italia, el Reino Unido, Japón, Taiwán y otros países han suspendido envíos al mercado norteamericano ante la imposibilidad de gestionar los trámites adicionales sin costes prohibitivos. Empresas de mensajería y plataformas e-commerce informan de cancelaciones, retrasos y devoluciones masivas, mientras Shopify y Etsy intentan desesperadamente ayudar a sus vendedores a adaptarse.

Sí, muchos artículos baratos procedentes de Asia tenían baja calidad, promovían el fast fashion, y provenían de fábricas con malas condiciones laborales o normas medioambientales laxas. En efecto, la moda rápida contamina, consume enormes recursos hídricos y genera millones de toneladas de desechos textiles, algo que he comentado en numerosas ocasiones. Además, es un modelo insostenible en el que se explota a la fuerza laboral a cambio de precios bajos. Pero la forma de intentar solucionar ese problema no es eliminar las exenciones «de minimis», sino incrementar la supervisión y sancionar a los que actúan de esa manera. Lo único que hace eliminar las exenciones «de minimis» es complicar todo para todos, lo hagan bien, mal o regular. Lo que queda tras la ecuación no es una industria estadounidense fortalecida, sino una hoguera que consume valor económico, poder adquisitivo y confianza en el sistema.

Lo que estamos viviendo no es una defensa estratégica de la industria nacional, sino un error de cálculo monumental: destruye confianza, reduce opciones y aísla comercialmente al país, justo lo contrario de lo que cualquier nación digital debería buscar. El fin del «de minimis» no fortalece a los Estados Unidos, sino que los debilita, erosiona su capacidad de consumo, daña sus conexiones internacionales y convierte lo que era un motor de eficiencia en una trampa burocrática. De repente, todos los vendedores internacionales se enfrentan a más entregas fallidas, mayores costes de logística y mayores plazos de envío.

El resultado es evidente: menos comercio, más insatisfacción y menos prosperidad. El espejismo de que cerrar las fronteras del comercio electrónico beneficia a alguien se disipa en cuanto miramos la realidad de los mercados. Los consumidores no son soldados económicos, ni peones de un tablero: no se les puede forzar a redirigir su gasto. Esta política no solo es un error, es un absurdo económico cuyos efectos tanto globales como domésticos tardarán mucho tiempo en dimensionarse.

Nota: https://www.enriquedans.com/

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