







Mi columna de esta semana en Invertia se titula «Estados Unidos y el regreso al oscurantismo: una nación en plena alucinación colectiva», y trata sobre un fenómeno que resulta tan fascinante como inquietante: cómo una de las economías más avanzadas del planeta, con algunas de las mejores universidades y centros de investigación del mundo, puede caer presa de una alucinación colectiva que la arrastra décadas atrás en materia de salud pública, política ambiental, ciencia, energía o tecnología.


El detonante de la columna es un artículo de The Washington Post que analiza las devastadoras inundaciones en Texas ocurridas durante el pasado 4 de julio, en las que murieron al menos cien personas, muchas de ellas niños, y que sorprendieron incluso a las autoridades locales por su violencia y rapidez. El punto central del artículo no es solo la tragedia climática en sí, sino el contexto en el que ocurre: un país donde el presidente, Donald Trump, ha propuesto literalmente eliminar todo el presupuesto federal para la investigación climática y meteorológica el próximo año. Cero dólares. Ninguno. Además de ser un completo imbécil acientífico, se cree que haciendo la del avestruz y enterrando la cabeza en la arena para no ver el problema, este va a desaparecer.
Ese desmantelamiento del conocimiento científico no es casual ni anecdótico. Va acompañado del cierre de estaciones meteorológicas, de la cancelación de puestos clave en el Servicio Meteorológico Nacional, incluso en zonas vulnerables como la propia Kerr County, y del vaciamiento sistemático de organismos como la NOAA, el pilar estadounidense de la predicción climática y oceánica. Un ataque directo a la ciencia, a la información y, en última instancia, a la seguridad ciudadana.
Pero el retroceso no se limita al clima. En el ámbito de la salud pública, el panorama es igual de preocupante. Estados Unidos atraviesa su peor año en décadas en cuanto a casos de sarampión, con brotes que superan ya los quinientos casos en Texas, y crecen también en Kansas y otros estados. El culpable: un discurso antivacunas que ha pasado de los márgenes del delirio conspiranoico al centro de la política pública, impulsado ahora por figuras como Robert F. Kennedy Jr., cuyo departamento de salud ha llegado al punto de cancelar sus suscripciones a publicaciones científicas como Nature, calificándolas de «ciencia basura», cuando es evidente que la única basura de verdad que hay aquí es la que tiene esa gentuza entre las orejas.
La misma administración de Kennedy Jr. también promueve la prohibición de suplementos de flúor en el agua y para niños, una decisión basada en una desinformación pseudocientífica radical. Medidas como esta forman parte de una tendencia más amplia de ataque sistemático a la ciencia y a las políticas basadas en evidencias, un regreso preocupante a la más absoluta ignorancia institucionalizada.
En el ámbito medioambiental, Trump ha aprovechado sus primeros cien días para revertir decenas de políticas de protección: ha anulado normas contra la contaminación, ha incentivado el uso de vehículos contaminantes frente a los eléctricos, ha debilitado las protecciones de parques nacionales y ha eliminado requisitos de eficiencia energética en electrodomésticos.
Lo verdaderamente desconcertante no es tanto que un gobierno pueda proponer medidas tan destructivas – al fin y al cabo, los populismos autoritarios han existido siempre – sino que millones de personas lo sigan defendiendo ciegamente. Que en pleno siglo XXI y con toda la información disponible en la palma de la mano, una parte muy significativa de la población estadounidense rechace la ciencia, abrace el negacionismo climático, rechace las vacunas y vote activamente por destruir las instituciones que sustentan su calidad de vida.
¿Cómo explicar esta regresión? ¿Cómo entender que un país que inventó internet, que lideró la carrera espacial y que desarrolló las vacunas de ARN mensajero esté ahora caminando hacia una distopía autoinfligida donde el conocimiento se censura y la ignorancia se institucionaliza?
Lo más probable es que estemos ante un fenómeno de extremo tribalismo, de polarización alimentada por algoritmos, cámaras de eco mediáticas y desinformación sistemática. Pero también hay un componente emocional más profundo: el rechazo al cambio, al progreso, al mundo moderno, disfrazado de «libertad». Una libertad entendida no como emancipación racional, sino como una auténtica «resistencia infantil» a cualquier cosa que obligue a replantearse el propio estilo de vida.
El problema, por supuesto, es que las consecuencias son completamente reales y tangibles: más enfermedades, más muertos, más desastres climáticos, menos competitividad económica. Un país que, en lugar de liderar el futuro, decide retroceder hacia un pasado imaginario donde todo era supuestamente «mejor» simplemente porque nadie lo cuestionaba, guiados por un auténtico ignorante, un mentecato con complejos de grandeza que no sabe hacer la «O» con un canuto.
Como decía esta semana el climatólogo Daniel Schrag, de Harvard: «Es una locura que un gobierno imponga su ideología a la ciencia básica». Efectivamente, lo es. Pero es exactamente lo que está ocurriendo. El populismo como auténtico cáncer de la democracia. Y no parece ni que vaya a detenerse pronto, ni mucho menos que otros países vayan a aprender de la experiencia de ver lo que obviamente pasa cuando votas y pones al mando a determinados imbéciles.
Nota: https://www.enriquedans.com/







