Las ideas no se matan
El martes estuve desde muy temprano en Comodoro Py, en la cobertura de la 530. A esa hora éramos periodistas y policías, nada más. Desde el día de las ocho indagatorias, no había vuelto por ahí. Entre aquel 25 de febrero de 2019 y este martes 13 de noviembre del 2024, todo fue mugre, todo fue escatológico. Sentí en el cuerpo el recuerdo del brío perdido, comparé la esperanza fresca con la decisión de la esperanza. Todos estamos más viejos y más hartos, pero es ahí cuando ella otra vez mete primera.
Entre 2019 y 2024 hubo un gobierno que debió ser nuestro y no lo fue. Hubo una vicepresidenta a la que le reventaron el despacho cuando se aprobó el acuerdo de Guzmán con el FMI. Tras aquel acto de violencia explícita no hubo ni un mensaje presidencial. Ella entonces ya llevaba años de ser el blanco móvil del odio espontáneo del antiperonismo y del odio prefabricado en usinas de derecha y ultraderecha. La guerra judicial macrista permaneció intocada, pese a los chats de Lago Escondido, pese a toda la obscenidad exhibida. Alberto Fernández ya había asumido con la voluntad de sostener la guerra judicial, no de enfrentarla. Losardo fue la primera ministra de Justicia. También gozó luego de su recambio de las mieles de la Unesco.
Y entre tantas otras cosas que pasaron de una fecha a la otra, brotó el fascismo, alimentado de embajada, puja por un nuevo orden mundial, el mandato de sacar a China y a los Brics del medio, pandemia, estallido de valores de la pospandemia, antivacunas, antifeministas, anticomunistas, anticolectivistas, antiaborto, antifelicidad, antiotro, y empezó la tercera guerra mundial, fragmentada como absolutamente todo. Una clave del nuevo poder autoritario es profundizar nuestra fragmentación. No seamos pueriles. Quieren que todos seamos fósforos quebrables.
En ese lapso también hubo un atentado contra su vida que fue tratado judicialmente con una impunidad ligera y contundente, con un desprecio por la verdad nunca visto, delictual. Y ahora, un régimen escalofriante y border cuyo protagonista político, el macrimileísmo --nacido como gemelos que se odian pero no pueden separarse--, nos susurra en la nuca que están dispuestos a todo, absolutamente a todo porque no los guía alguna vaga idea de gobierno, sino más bien una definida voluntad de destrucción y eliminación física y simbólica del enemigo, y un gusto libidinal por el dinero.
Doy por sentado que la libertad es lo que hacemos con lo que nos hacen, Sartre dixit, y viéndola a Cristina moverse el martes, el día de la confirmación de la condena a seis años de cárcel e inhabilitación perpetua, vi a la mujer más libre que se me pueda ocurrir. A la más obstinada, la más terca, las más enloquecedora para pelucas. Y es obvio que ella, que dice no ser feminista y se encomienda a la virgen, lo hace todo en serio. El día de su primer alegato, en 2019, le gritó enfurecida al tribunal del Liverpool “Me quieren presa o muerta. ¡No me importa, no me importa!”. ¿Y ahora hay gente que cree que meter motosierra es rebelde? Meter el cuerpo es rebelde. Y meterlo contra los dueños de todo, no contra adultos mayores que protestan con bastón.
La condena a Cristina es el clímax de lo que trajo el macrismo a este país. Pobres los que son tan jóvenes que no tuvieron la dicha de vivir esos años, en los que muchos que no habíamos sido criados en casas peronistas entendimos qué maravilla encierra la felicidad del pueblo, porque ustedes saben que no se puede ser feliz en soledad. No lo sabíamos. Nunca habíamos vivido bajo ningún otro gobierno que tuviera políticas de justicia social y de derechos humanos. Y de género, algo clave porque hoy en esta región no existe ningún proyecto emancipatorio que no incluya a los feminismos populares. Ni en Bolivia ni en Brasil ni en Colombia ni en Honduras ni en ninguna parte. Hay estúpidos del campo popular que siguen diciendo que eso es el globalismo de Soros. No, bobos, es el peronismo de Perón y de Evita, que vivieron en una época en la que la noción de género no existía pero hicieron efectiva la realidad que daba a las mujeres por primera vez derechos esenciales como el voto o la jerarquización laboral.
Esos jóvenes sí conocieron el macrismo, y acaso crean que la política incluye espiar gente, armar causas judiciales para meter presos a opositores, violar todas las garantías constitucionales y jurídicas de acusados que se convertían rápidamente en procesados y eran detenidos por las dudas, según el “derecho creativo” de Bonadio y de todos los jueces federales que apestan. Muchos de los que sí vivieron esos años y compraron mentiras que les confirmaran sus prejuicios, los que poco a poco dejaron de prestarle atención a la verdad y la mentira, porque lo único que querían escuchar, como catatónicos, era que Cristina era una chorra, combinando odio de clase, racismo y avaricia, empezaron a ser más, porque en este país hay un solo sector que impone hegemónicamente su narrativa. Y es la mafia.
No es un buen tiempo este. La resistencia a Cristina nunca se localizó solamente en el enemigo. Y digo enemigo porque nos han declarado la guerra, a todos, a los niños, a los ancianos, a los enfermos, a los trabajadores, y ya no se aguanta este circo intergaláctico de imbéciles que adoran ser casta mientras siguen con el biribiri pistarini.
¿Qué haremos con lo que nos hacen? No nos interpela una situación adversa cualquiera, sino un contexto límite en el que podemos perderlo todo. Este país no resistiría más tiempo de sombras y locura como la que envenena nuestras vidas.
La condena a Cristina no puede escandalizar solamente a los que se identifican o se sienten representados por ella. De ser así estamos perdidos. Si todo el espectro político, por conveniencia o miserabilidad, no ve en esta condena su propia correa en el cuello, no podemos esperar nada de nadie de los que están en la cancha. Tanto Milei como Macri, el martes, usaron X para asegurar que “las instituciones funcionan”. No, no funcionan. Las que quedan no son ni siquiera instituciones. Son nidos de ratas.
A Cristina la quieren fuera de juego adentro y afuera, a la izquierda y a la derecha. Siempre fue así. Es su marca de agua. Y ahí anda, sin abandonar hasta ahora, pese a las grandes adversidades que la acompañan, sus banderas de toda la vida.
Por Sandra Russo / P12