Carne picada de asquerosa humanidad

Actualidad 24 de junio de 2024
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Observen el aspecto de estos trastos inservibles, tirados de cualquier manera, esculpidos sobre la vereda como muñecos rotos. La madre, sentada en el suelo, apoya la espalda en la vidriera de un supermercado que anuncia las “ofertas de la semana”: descuentos en leche “La Serenísima”, en “Salsas Knorr”, en Yogurísimos, en desodorante “Dove”. Más abajo la oferta continúa. Se puede llevar unos kilos de carne picada, recién triturada, de la mujer con los pies vendados y sus dos bultos pequeños. Ninguno de ellos podrá acceder a esa palta partida en dos cuyas sola visión estimula el apetito. Es una familia rota, en el sentido literal de la palabra. Descerrajada, quebrantada, despedazada, exhausta. Una familia que no pesa. Que no está, aunque ocupe parte del espacio público. Hay que tener valor y entereza para habitar un lugar tan duro. Un espacio tan devastador, lleno de gente que no te “toca”, que no te habla, que no te regala una caricia. Las cosas tienen que “tocarnos”, que explotar en la cabeza, sino desaparecen. Cuando el cuerpo se ha acostumbrado a una brutalidad tan extrema sabe que ya se ha “ido” de la vida, que ya no queda más que subsistir bajo la hostilidad de una garra, bajo la desmesura del vacío.

En cada una de las miradas limpias y alertas de la mendicidad está el porvenir vencido de una vida entera. Escenarios urbanos marcados por las señales del abatimiento, del límite, del dolor. Un tipo de marginalidad que te permite patente de corso para juzgarlo todo, para cagarse en los muertos, en los vivos, en las antiguas promesas y las que están por venir.

Esto va de entender, aunque duela. Entre los que no son pobres es corriente creer que la pobreza es una condición soportable. Pero no lo es. Produce una angustia profunda, un deterioro de la salud considerable, de privaciones crónicas, un estado permanente de emergencia que va creando un estilo de vida insoportable.

Estamos todos faltos de poesía y de sentido. Nos han podado las emociones hasta convertirnos en árboles desnudos como los que se recortan en el cielo en invierno. Hemos perdido hace rato la lucidez necesaria para separar las indignaciones legítimas de las fabricadas. Nos hemos entregado a los enfados artificiales, a los enfrentamientos que otros fabrican. Narrativas de poder que legitiman la deshumanización del otro. En sistemas que estimulan la desigualdad, o peor aún, insertos en dinámicas de auto explotación, en plena agitación histórica, entre discursos del miedo y del odio que nos exigen ser hostiles antes que hospitalarios. Discursos poseídos por un odio salvaje, desmesurado, prestado por la bronca política, por el zumbido de las avispas de las feroces tertulias extremistas y los sumideros de las redes sociales con su claustrofobia de burbujas herméticas enrarecidas por el desvarío ideológico y el delirio. La toxicidad de una atmósfera que no cede a la presión de la jauría, en la que no hay tregua para la violencia verbal, la calumnia y la injuria hacia el que dejó de ser adversario y ahora es solo enemigo.

Qué hacer entonces frente al dolor y la náusea, frente al daño y el castigo, la ceguera y la inocencia, el hambre, el miedo, y la culpa de quien advierte la herida del otro y le arde. Esos efectos nocivos de los que afrontan la exclusión social de un sistema que fomenta cada vez más la desigualdad y la vida precaria.

Vivimos inmersos en sociedades cansadas donde las emociones han quedado caducas. Estamos dispuestos a apurar hasta el último trago de nuestros privilegios para seguir flotando en la burbuja de la pecera neoliberal que nos aísla del mundo. Renegar de lo peor del presente nos da un fondo de superioridad y arrogancia, y un ceño perpetuo de condena. Cómo no sumarse a la gran fiesta de la crueldad en esta época de individualidades empoderadas, donde los desposeídos lo son tanto materialmente como del lugar que ocupan en el mundo. Son personas que el sistema ya no quiere, ni necesita. Pero del abismo solo puede surgir un resentimiento desbocado, destructivo. No sabemos, o quizá no nos interese saber, si el malestar y el rencor atávico de las “bestias” es el origen de movimientos políticos que no logramos entender.

La pobreza es la negación de la libertad, y la pobreza intelectual es la negación de la razón como herramienta para liberarse de las formas de explotación. Nos nutrimos de las entrañas mismas de una sociedad que se jacta de ser civilizada, pero ejerce su humanismo con ciertas personas más que con otras.

Siempre es difícil precisar cuándo termina una época, no así cuándo comienza a finalizar. Este tiempo tan poco crítico con la hipocresía de los poderosos que predican resignación y austeridad solo para pobres e indigentes. Debemos acoger la resistencia al abuso como una invitación a humanizarse.

Es necesario comprender cómo somos ahora mirándonos en el certero espejo de lo que fuimos. Tal vez ayude tumbarse de espaldas en la hierba, mirar el cielo negro salpicado de estrellas, concentrarse en la inmensidad de esa bóveda, en el peso del aire sobre ti. Y al cabo de unos minutos de permanecer así, pegado como una mosca a la corteza de la Tierra, saborear el vértigo maravilloso de que las cosas pueden cambiar, que se puede penetrar en las costuras de la realidad, en ese tejido hecho de recuerdos, de olvidos, de presente y, por tanto, de maneras de experimentar el tiempo y de comprender el mundo.

 

Por José Luis Lanao * Periodista. Colaborador de Página 12, “Las Mañanas” de Víctor Hugo Morales, y “Sin Lugar para los Débiles” de Fernando Borroni en C5N. Ex Jugador de Vélez Sarsfield, clubs de España, y Campeón Mundial Juvenil Tokio 1979. / La Tecla Eñe

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