El pobre de derecha

Actualidad07/11/2025
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Hay algo que me perturba cada vez que vuelvo a mirar el mapa electoral argentino. Pero quiero ampliar la mirada porque lo que ocurre en Argentina no es un fenómeno local: el patrón se repite como un eco de época. Los sectores más castigados por el modelo económico votan, una y otra vez, por quienes los castigan. Y frente a eso, la pregunta parece inevitable: ¿por qué los pobres votan a la derecha?

Esta aparente cuestión sin solución quizás sea en realidad un problema mal formulado. Tal vez lo que habría que preguntar no es "por qué", sino "para qué". Es decir, ¿qué se busca con ese voto? ¿Qué carencia, qué herida, qué necesidad se expresa en ese gesto que tanto incomoda a las clases medias ilustradas?

Si no es ignorancia ni manipulación y tampoco, una simple falta de educación política. Entonces ¿cuáles son las condiciones de posibilidad para que un laburante vote por el verdugo que lo hará trabajar 12 horas, le arrebatará sus vacaciones para dárselas a cuentagotas, o le pagará la indemnización con el «Ahora 12». 
 
Jessé Souza, en El pobre de derecha. La venganza de los bastardos, tiene la lucidez de colocar el eje donde nadie quiere mirar: en la humillación. El sujeto precarizado no vota para mejorar su bolsillo, vota para dejar de ser invisible. No busca justicia social, busca respeto. Quiere -como todos- sentir que su vida vale algo, que su esfuerzo no fue en vano. Y cuando eso se le niega sistemáticamente, cualquier discurso que le ofrezca dignidad, aunque sea simbólica, se vuelve creíble.

Souza habla del "síndrome del Joker", y la imagen es precisa: el payaso no representa el mal, sino el abandono. Es el rostro de la humillación social convertida en rabia. Quiere venganza, exige ser visto. Su violencia nace del desamparo y no del deseo de poder. Y cuando esa furia no encuentra canales colectivos, se vuelve ciega: deja de mirar hacia arriba -a los verdaderos responsables de su miseria- y empieza a mirar hacia los costados, hacia los más débiles, los más distintos, los más fáciles de culpar.

Ahí entra en escena el neoliberalismo, que ya no necesita convencer: solo necesita aislar. Destruye los lazos que hacían comunidad -los sindicatos, los clubes, las cooperativas, las redes barriales- y deja individuos sueltos, asustados, compitiendo entre sí. Y cuando el otro se convierte en amenaza, el odio se vuelve un refugio. Las derechas lo entendieron antes que nadie: no hay que prometer justicia, basta con prometer orgullo. Basta con ofrecer una identidad limpia, una pertenencia moral, un enemigo común. Te dicen: "vos no sos como ellos". Y esa frase, para quien lleva años sintiéndose nadie, puede valer más que cualquier política pública.

Esto configura lo que podríamos llamar un neoliberalismo afectivo. Ya no alcanza con disciplinar económicamente. Hay que organizar los afectos, direccionar los odios, moldear las identidades. El odio no es una consecuencia accidental: es el cemento que sostiene el edificio político actual. Es lo que impide que la humillación se transforme en organización, lo que convierte el dolor en arma contra el otro y no contra quien lo produce.

Los medios hacen el resto. Visten la desigualdad de virtud y transforman la injusticia en un problema de esfuerzo. Invierten la mirada: el que oprime desaparece, y el oprimido se convierte en culpable. Aparece así la figura del "pobre decente", el que trabaja, el que no pide, el que no protesta, frente al "pobre parásito", el que "vive del Estado", el que "no se esfuerza". Una moral invertida que convierte la miseria en culpa y el privilegio en mérito. Es una operación alquímica: el dolor se convierte en vergüenza y la vergüenza en resentimiento.

Entonces, ¿de verdad el pobre de derecha está equivocado? ¿O está diciendo, con su voto, que ya no espera nada de quienes dicen representarlo? ¿Que prefiere abrazar al verdugo antes que seguir siendo invisible para sus supuestos aliados? Tal vez su gesto sea menos irracional de lo que parece y más trágico de lo que queremos admitir. Porque lo que busca no es plata, sino redención; ya no quiere justicia, quiere pertenencia; se caga en la igualdad, porque lo que busca es sentido.

El problema es que mientras la oposición se centre en las luchas ideológicas, siga con los discursos de siempre, es decir, mientras sigamos leyendo la política solo con categorías económicas, no vamos a entender nada. No se trata de "educar al pueblo" ni de "combatir la ignorancia". Se trata de reconstruir los espacios donde pueda volver a sentirse parte de algo sin necesidad de odiar. De volver a generar comunidad, afecto, lazos, significado compartido.

Mientras las izquierdas insisten en hablar de redistribución, de derechos, de proyectos económicos, las derechas ofrecen pertenencia. Claro no una pertenencia real, es decir, no una comunidad concreta, sino una falsa pertenencia construida sobre la exclusión y el odio. Ser parte del "nosotros" que odia, desprecia y señala al otro es mejor que no ser parte de nada. Y esa ilusión de pertenencia, por precaria que sea, tiene más peso que cualquier promesa económica.

La pregunta, entonces, no es por qué los pobres votan a la derecha. La pregunta es qué hicimos para que la derecha fuera el único lugar donde los pobres se sienten reconocidos.

Por Diego Lo Destro * Licenciado en Filosofía / Perfil

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