





Probablemente aún no tengamos total dimensión del nivel de injerencia que los Estados Unidos podrían tener en el rumbo de nuestra economía y nuestra política. El swap de Scott Bessent y Donald Trump fue clave para estabilizar el dólar, pero sobre todo para que Javier Milei gane las últimas elecciones legislativas. ¿Cuál es el objetivo real detrás de este verdadero salvataje económico sin el cual el Gobierno parecía no tener futuro? ¿Cuál es la relación entre esta medida del Tesoro norteamericano y la disputa entre este país y China?
El Financial Times reveló que funcionarios de la administración de Trump evalúan una estrategia para promover la adopción del dólar como moneda oficial en otros países. El objetivo sería reforzar la hegemonía geopolítica norteamericana frente al avance de China. En ese escenario, Argentina aparece mencionada como uno de los “candidatos principales” para avanzar hacia la dolarización. ¿Qué implicaría esto en nuestro país? ¿Cómo procesó la sociedad argentina la amenaza de Trump de que se retiraría si Milei pierde las elecciones? ¿Cómo lo que antes nos resultaba inaceptable, se nos vuelve cada vez más una opción atendible?
La dependencia de nuestro país a los vaivenes y decisiones de la administración Trump y de los intereses norteamericanos es cada vez mayor. Estamos viviendo una “puertorriquización” de Argentina. Obviamente es una metáfora y no es la única alternativa de un acuerdo con Estados Unidos, están los ejemplos virtuosos de Japón o Alemania, pero vale primero cómo es el régimen de Puerto Rico y cuál es el resultado concreto para los puertorriqueños.
Puerto Rico vive en una paradoja histórica: es parte de Estados Unidos, pero no lo es del todo. Desde 1898, cuando pasó de ser colonia española a territorio estadounidense tras la guerra hispano-estadounidense, su estatus político quedó suspendido en una ambigüedad que se prolonga hasta hoy.
Oficialmente, Puerto Rico es un “Estado Libre Asociado”, una fórmula que suena a soberanía compartida pero que en los hechos disfraza una dependencia casi total. Los puertorriqueños son ciudadanos norteamericanos, pueden portar pasaporte estadounidense y servir en el ejército, pero no tienen derecho a votar en las elecciones presidenciales ni a tener representación con voto en el Congreso. Pagan impuestos locales, pero están sujetos a decisiones fiscales y políticas que se toman en Washington, a miles de kilómetros y sin su participación efectiva.
La economía de la isla refleja esa dependencia estructural: su modelo está diseñado para servir a intereses continentales más que a los propios. Las exenciones impositivas que durante décadas atrajeron a las farmacéuticas y manufactureras fueron eliminadas a comienzos de los 2000, provocando un colapso productivo del que nunca se recuperó. Desde entonces, Puerto Rico vive una recesión crónica, marcada por la emigración masiva hacia Estados Unidos y una deuda pública impagable que lo llevó en 2016 a la creación de una Junta de Control Fiscal impuesta por el Congreso norteamericano. Esa Junta, sin legitimidad democrática, tiene poder de veto sobre el presupuesto y las políticas económicas locales.
La relación colonial se percibe incluso en los desastres naturales: tras el huracán María en 2017, la lentitud y mezquindad de la ayuda federal evidenciaron el lugar subordinado que ocupa la isla en la jerarquía estadounidense. Puerto Rico sigue siendo un territorio sin voz plena, atrapado entre la ilusión de la ciudadanía norteamericana y la impotencia política de la dependencia. No es libre, pero tampoco ajeno; es un país que pertenece a otro país, y que en su indefinición perpetua refleja el rostro más moderno --y más silencioso- del colonialismo.
Sin embargo, en momentos en los que Estados Unidos percibe que la subordinación de Puerto Rico a sus intereses se vuelve una carga presupuestaria y económica, también puede generar una suerte de independencia forzada. Un informe televisivo de hace seis meses sobre las discusiones en la administración Trump sobre la independencia puertorriqueña explica que la independencia de Puerto Rico esta siendo discutida en Washington. Según documentos obtenidos por The Daily Mail, existe un borrador de una orden ejecutiva que llevaría la firma del mandatario norteamericano y establecería la creación de un administrador que lideraría la transición. Se cree que la decisión implicaría un ahorro de 617.800 millones de dólares para EE. UU.

Pero, volviendo a nuestro país, hay un proceso previo a este alineamiento geopolítico y ahora, dependencia financiera de los Estados Unidos. Lo podríamos llamar, la “puertorriquización” cultural. En las últimas dos décadas, la cultura estadounidense avanzó en la Argentina con una sutileza tan persistente que, cuando se la advierte, ya es demasiado tarde para resistirla. Lo norteamericano se volvió paisaje: las palabras, las costumbres, las formas de consumo y hasta los modos de sentir.
Halloween, que durante los noventa apenas aparecía en alguna película doblada en el cable, hoy se celebra en jardines de infantes, bares y countries; los chicos salen disfrazados a pedir dulces por los pasillos de los edificios, y los adultos, que crecieron viendo "Friends" o "Sex and the City", se pintan la cara para una fiesta temática. El Día de Acción de Gracias no llegó todavía, pero el Black Friday y el Cyber Monday ya son fechas nacionales, asumidas por cadenas locales y hasta por organismos públicos que replican las lógicas del consumo norteamericano con una obediencia sin ironía.
El avance del inglés fue el otro frente de conquista. Lo que antes se limitaba al mundo corporativo o publicitario hoy se filtra en la vida cotidiana con naturalidad: los argentinos ya no suben fotos, hacen posts; las tiendas son stores, los remates sales. No es una cuestión lingüística sino simbólica: hablar en inglés implica ubicarse dentro de una jerarquía global donde el centro está allá y nosotros somos apenas los imitadores periféricos. Lo yanqui dejó de ser un exotismo y pasó a ser una referencia moral, estética y económica. Los locales de hamburguesas se autodenominan american diner, los cafés se llenan de matcha lattes y cheesecakes, y el ideal aspiracional del éxito se mide en dólares, no en pesos.
La penetración cultural tiene sus propios vehículos: las plataformas de streaming, las redes sociales y la omnipresencia de las marcas estadounidenses que dictan los códigos del deseo. Netflix reemplazó las novelas y series nacionales. La cultura popular argentina, que alguna vez tuvo su potencia propia -el rock nacional, la literatura urbana, el cine político-, se ve arrinconada por un modelo de entretenimiento global que uniforma el gusto y convierte la identidad en un producto. En Instagram, los usuarios copian bailes, frases y estéticas importadas, como si hablar en inglés diera más visibilidad o, al menos, más prestigio. El algoritmo, que premia lo familiar, hace el resto: cuanto más norteamericano parezca el contenido, más circula.
El resultado es una argentinidad cada vez más diluida, que sobrevive en la nostalgia y en los gestos residuales, mientras la vida cotidiana adopta la gramática de otro país. Los feriados pierden sentido y se reemplazan por fechas comerciales globales; los nombres de los emprendimientos son cada vez más anglófonos, incluso en barrios populares. Lo más inquietante no es la imitación sino la naturalización. Nadie impuso Halloween por decreto ni forzó a los argentinos a llamar after office a una salida del trabajo. La colonización fue emocional, estética y semántica: un deseo de parecerse, de ser admitidos en la narrativa central del mundo. Así, la Argentina, que alguna vez tuvo el orgullo melancólico de mirarse en su propio espejo, se va transformando en una versión rioplatense de una potencia que ni siquiera la mira.
Es la “puertorriquización” cultural: la adopción voluntaria de una cultura ajena como forma de supervivencia imaginaria. Y mientras los políticos discuten soberanía económica o alineamientos geopolíticos, la verdadera dependencia a veces se juega en la lengua, en la pantalla, en el deseo. Porque antes de ser colonizados por el capital, lo fuimos -y lo somos- por la ilusión de pertenecer a un primer mundo que vimos en pantallas y no se parece mucho al nuestro.
Volviendo a la nota del Financial Times sobre la dolarización, se cuenta que los funcionarios norteamericanos se habían reunido con Steve Hanke, un viejo cruzado por la dolarización. Hanke tiene una historia de años de influencia en nuestro país y en otros en relación con este tema. Vamos a repasar brevemente su biografía.
Hanke es un economista estadounidense, profesor de Economía Aplicada en la Universidad Johns Hopkins y una de las voces más persistentes del llamado “dólar evangelismo” global. Fue asesor económico de Ronald Reagan en los años ochenta y desde entonces construyó su reputación como especialista en “regímenes monetarios estables”, una expresión elegante para lo que en realidad promueve: la sustitución de las monedas nacionales por el dólar estadounidense o la creación de sistemas de “caja de conversión” que las atan rígidamente al dólar. Participó en los procesos de dolarización o estabilización de países como Ecuador, Bulgaria y Estonia, y se volvió una figura influyente entre los economistas liberales latinoamericanos, que lo citan como un apóstol del orden monetario.
Su interés por la Argentina es antiguo. Durante la convertibilidad de los años noventa, Hanke celebró el plan de Domingo Cavallo como un modelo de disciplina fiscal y, cuando el sistema estalló en 2001, culpó no al diseño en sí, sino a los políticos argentinos por no haberlo “respetado lo suficiente”.
La historia mítica del peronismo tiene un mojón en su primer campaña que tenía el slogan “Braden o Perón”, porque el entonces embajador estadounidense apoyaba a la lista de la Unión Democrática. En aquel momento, en el que el gobierno peronista de Carlos Menem y Cavallo avanzaron a la convertibilidad y se mantenían las llamadas “relaciones carnales” con Estados Unidos, fue una suerte de inversión de la primera campaña peronista en un “Braden y Perón”. Tal vez ahí fue el quiebre del inicio de la norteamericanización de la cultura popular argentina. Esto obviamente tuvo un primer contrapunto con el no al ALCA de Néstor Kirchner y Hugo Chavez en el 2005, pero siguió su curso hasta el presente.
Evidentemente, la "puertorriquización" cultural fue tan paulatina y molecular que sorprendió a todo el mundo. En Modo Fontevecchia, una de las mentes más brillantes de la comunicación y estrategia política, Jaime Duran Barba dijo que la ayuda de Trump perjudicaría a Milei porque Argentina era el país más anti-norteamericano del mundo después de Francia. Evidentemente, esto ya no es así.
Quien también se confundió rotundamente con su apreciación sobre este elemento fue Cristina Kirchner. Veamos el tuit que hizo luego de la amenaza de Trump sobre su retirada económica si Milei perdía las elecciones.
Otro de los casos en los que Cristina se equivocó. Evidentemente, a pesar de lo que digan sus seguidores, la expresidenta no siempre tiene razón. A diferencia de Durán Barba, CFK no reconoció su equivocación.
Volviendo a Hanke, desde entonces sostiene que la única salida para el país es eliminar el peso y adoptar directamente el dólar como moneda oficial. Lo repite en medios internacionales, en conferencias y en redes sociales, donde mantiene una actividad casi obsesiva: cada semana publica comparaciones del “peso argentino entre las monedas más devaluadas del mundo” y acusa al Banco Central de ser un foco de corrupción estructural.
Para Hanke, dolarizar significa amputar la posibilidad de emitir, y por lo tanto, de financiar el déficit o manipular el tipo de cambio: una cura de shock que, en su visión, garantiza la estabilidad y destruye el “populismo monetario”. Sus críticos le reprochan que esa estabilidad se paga con la pérdida total de soberanía económica y con la dependencia absoluta del ciclo estadounidense.
En Argentina, su influencia creció desde la llegada de Milei, que lo mencionó como referente y hasta lo consultó durante la campaña. Hanke encarna, en versión académica, la fe en que el dólar no sólo ordena la economía, sino también la política y la moral de los países que se someten a él. El propio Milei, entonces candidato, prometió en campaña dolarizar la economía reiteradas veces en la campaña presidencial de 2023. ¿Podrá cumplir su sueño Milei en un futuro no lejano? ¿Cómo le fue a los países que dolarizaron su economía?
El caso más citado es el de Ecuador, que dolarizó en el año 2000 tras una crisis financiera devastadora y una inflación que superaba el 90 %. El entonces presidente Jamil Mahuad adoptó el dólar en un contexto de bancarrotas masivas, fuga de capitales y desconfianza total en el sucre. La medida estabilizó los precios casi de inmediato: en tres años, la inflación cayó a un dígito y el sistema bancario se reordenó.
Sin embargo, estudios de economistas como Alberto Acosta y Pablo Dávalos señalan que la dolarización también congeló la política económica, impidiendo el uso de instrumentos fiscales y monetarios para enfrentar choques externos. El crecimiento se volvió más dependiente del precio del petróleo y de las remesas de migrantes. Ecuador ganó estabilidad, pero perdió flexibilidad y capacidad de respuesta.
El Salvador siguió el mismo camino en 2001, bajo el gobierno de Francisco Flores. Según el economista salvadoreño Ricardo Castañeda, la medida buscó más “unificar la economía con Estados Unidos” que resolver un problema inflacionario -la inflación ya era baja-. Su objetivo era atraer inversiones y reducir el riesgo país. Los resultados fueron mixtos: la inflación se mantuvo controlada, pero el crecimiento del PIB fue modesto, y el país profundizó su dependencia de las remesas y de los flujos financieros de su diáspora. El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI) reconocieron los beneficios en términos de estabilidad de precios, pero advirtieron que la política monetaria se tornó inexistente, lo que agravó la vulnerabilidad externa.
En el Caribe, Panamá es el ejemplo más antiguo y duradero: dolarizó en 1904, tras la independencia auspiciada por Estados Unidos. Desde entonces, ha mantenido una economía de baja inflación y alto crecimiento promedio, sostenida por el Canal y los servicios financieros. Autores como Sebastián Edwards y Rudiger Dornbusch señalaron que el éxito panameño no se debe a la dolarización en sí, sino a su estructura de servicios y su integración estratégica al comercio mundial. Panamá nunca tuvo una moneda nacional que perder; su identidad económica nació dolarizada.
Otros casos menores incluyen Zimbabue, que adoptó el dólar en 2009 tras un episodio hiperinflacionario que licuó el valor de su moneda. El uso del dólar redujo la inflación, pero la economía se contrajo, y la falta de liquidez llevó al gobierno a emitir “bonos equivalentes al dólar”, generando una nueva distorsión. Lo mismo sucedió en Ecuador, que también pidió un salvataje al FMI, porque por más que haya dólares, un país se puede endeudar en dólares. No habrá déficit, pero sí aumento de la deuda. En 2019, el país abandonó la dolarización formal para reintroducir su moneda, con resultados erráticos. Timor Oriental, Micronesia, Islas Marshall y Palaos también utilizan el dólar, aunque en estos casos se trata de microeconomías dependientes directamente de la ayuda y las bases estadounidenses.
Este concepto que estamos trabajando hoy, el de la “puertorriquización” de la Argentina, parece ser contrario a otra noción que circuló en estos días en el debate nacional y es la de “desarrollo por invitación”. La expresión fue acuñada por el sociólogo y politólogo estadounidense Peter Evans, uno de los principales teóricos de la relación entre Estado, capital y desarrollo en el mundo periférico. Evans la usa en su obra "Dependent Development: The Alliance of Multinational, State, and Local Capital in Brazil" (1979) para describir un tipo de industrialización que no surge de una burguesía nacional fuerte ni de un Estado autónomo, sino de la “invitación” o incorporación subordinada de capital extranjero como motor del crecimiento.
En ese esquema, el país dependiente no impulsa su desarrollo por iniciativa propia, sino que se inserta en las cadenas productivas internacionales bajo las condiciones dictadas desde el centro. Las empresas multinacionales aportan capital, tecnología y mercado, mientras las élites locales -y muchas veces el Estado mismo- actúan como socios menores, garantizando estabilidad política, bajos costos laborales y seguridad jurídica. El resultado es una modernización aparente: hay crecimiento económico, pero sin autonomía ni transformación estructural.
Esta noción tiene como ejemplos a Japón y Alemania que se reconstruyeron y desarrollaron luego de la Segunda Guerra Mundial a través del Plan Marshal impulsado por Estados Unidos. ¿Por qué hay países que con la injerencia de los Estados Unidos terminan como Japón y Alemania y otros como Puerto Rico?
La diferencia crucial entre Japón y Alemania, por un lado, y Puerto Rico por el otro, no fue la magnitud de la ayuda estadounidense, sino la capacidad de esos países para apropiarse del auxilio externo sin entregar el control político ni el modelo productivo. Es decir: usaron la ayuda como un medio, no como una forma de tutela.
Tras la Segunda Guerra Mundial, ambos países estaban en ruinas. La ocupación estadounidense era total: bases militares, censura, administración económica, control político. Pero en 1947-48, Washington cambió de estrategia. Con el Plan Marshall en Europa y la “ocupación reformista” en Japón, la ayuda pasó a ser parte de una política global de contención del comunismo. Lo que interesaba a Estados Unidos no era dominar directamente, sino reconstruir aliados capitalistas fuertes y estables frente al bloque soviético. A diferencia de Puerto Rico, que nunca tuvo un Estado soberano ni un proyecto nacional propio dentro de la órbita estadounidense, Alemania y Japón sí lo tenían, y lo reconstruyeron con disciplina y orgullo.
En Alemania Occidental, la clave fue el ordo-liberalismo alemán: economistas como Walter Eucken y Ludwig Erhard -luego ministro de Economía y padre del “milagro alemán”- combinaron el libre mercado con una fuerte institucionalidad estatal. Los dólares del Plan Marshall se usaron para financiar la industrialización y reconstruir infraestructura, pero bajo planificación local. Alemania mantuvo su banca nacional, su política tecnológica y su sindicalismo corporativo. No se limitó a recibir capital: lo dirigió estratégicamente.
En Japón, el general MacArthur impulsó reformas agrarias y la disolución de los zaibatsu (los antiguos conglomerados industriales), pero pronto Estados Unidos permitió que los nuevos keiretsu se consolidaran como motores de un capitalismo nacional. El Estado japonés, a través del Ministerio de Industria y Comercio Internacional (MITI), planificó la modernización productiva, priorizando sectores de alto valor agregado como la electrónica y la automoción. El dinero y la tecnología norteamericana sirvieron de impulso inicial, pero el proyecto fue japonés. Como escribió el economista Chalmers Johnson, Japón fue “un Estado desarrollista bajo protección imperial”, no una colonia.
Puerto Rico, en cambio, recibió ayuda económica sin poder político. La isla fue laboratorio de la industrialización dirigida por corporaciones estadounidenses -la llamada Operation Bootstrap de los años cincuenta-, pero sus ganancias fluían al continente. No hubo burguesía nacional ni autonomía fiscal: la dependencia fue estructural. Mientras Alemania y Japón negociaron su inserción en el capitalismo global desde la fortaleza del Estado-nación, Puerto Rico quedó en la posición del consumidor subsidiado.
En resumen: Japón y Alemania se sirvieron de Estados Unidos, Puerto Rico le sirvió a Estados Unidos. Los primeros usaron la ayuda como palanca para reconstruir su soberanía; el segundo, como sustituto de ella. La diferencia está en quién diseña el futuro y quién simplemente lo recibe.
Como deben poder apreciar, el tema es complejo y no se trata de la banalización de las consignas. Por un lado, el Presidente se vanagloria de manera lastimosa de su relación con Trump y por el otro la militancia peronista y de izquierda sigue repitiendo el eslogan de “fuera yanquis de América Latina”.
Evidentemente, de lo que se trata es de construir un equilibrio en el que se aprovecha la invitación y se la utiliza para el desarrollo del país viéndose con los intereses de los Estados Unidos y haciendo diagonales con los propios. Es algo muy difícil y gran parte tiene que ver con las coyunturas históricas con las que se dan los diferentes casos.
Producción de texto e imágenes: Matías Rodríguez Ghrimoldi / Modo Fontevecchia





















