





La condena ayer a 10 y 8 años de prisión a Fernando Sabag Montiel y Brenda Uliarte, “los copitos”, por el intento de asesinato a Cristina Kirchner resulta un metáfora extrema de dos lúmpenes que llevaron al paroxismo un espíritu que anida en parte de la sociedad por que el peronismo desaparezca de la escena política. Ellos dos, sin ninguna mediación reflexiva ni freno inhibitorio, probablemente por el grado de desarrollo cognitivo de sus mentes, “pasaron al acto” lo que algunos desean simbólicamente: que Cristina no esté más.
Vamos a desarrollar las causas y consecuencias del error estructural que frena el desarrollo argentino diciendo primero que solo el progreso, las inversiones, el desarrollo y finalmente la mejora de todos, no llegará porque un Gobierno tenga éxito, sino cuando otro gobierno de signo ideológico diferente mantenga parte de los mismos lineamientos exitosos del gobierno precedente y se conviertan en políticas de Estado, en algo que no se discute.
El famoso riesgo país no es el riesgo de un gobierno sino de todos los gobiernos previos, solo desciende de manera consistente cuando exista continuidad en algunas política con alternancia electoral. Brasil dio vuelta su historia cuando Luiz Inácio Lula da Silva mantuvo el orden económico de Fernando Henrique Cardoso. En Chile cuando la Concertación mantuvo la ortodoxia económica de Pinochet. En Uruguay lo mismo, la alternancia entre los partidos tradicionales de centro derecha con el Frente Amplio de izquierda. Como decía Margaret Thatcher, a quien Javier Milei debería escuchar si es que la admira, "el éxito es que el oponente incorpore tus ideas”.
Como el peronismo no desaparecerá porque es una cosmovisión que comparte una porción significativa de los argentinos, es la primera minoría y demuestra resiliencia intertemporal e intergeneracional, lo lógico de quienes no comparten esa cosmovisión es tratar de acercar al peronismo a las ideas que se creen correctas y en intercambio de pensamientos y diálogo generar progresivamente entendimiento.
O sea, querer y creer que se puede “matar” simbólicamente al peronismo es un error que tiene alto costo económico para el país, mayor aún que los costos económicos que las partes erradas de la cosmovisión económica que tenga el peronismo porque es un oxímoron, algo imposible y solo nos regresa en círculo al comienzo en la eterna repetición de lo mismo.
El propio presidente Milei representa ese ánimo que “los copitos” llevaron al acto porque toda su campaña electoral de 2025 está basada en terminar con el kirchnerismo, “el último clavo al cajón” o “kirchnerismo nunca más”, repitiendo el error cada vez con más intensidad.
Si John William Cooke dijo que el peronismo es el hecho maldito del país burgués, el antiperonismo -aquel sentimiento visceral de odio que periódicamente se encarna en diferentes espacios políticos- es el hecho maldito de un país que repite su historia incesantemente. Estamos atrapados en el binomio peronismo- antiperonismo, prácticamente desde el surgimiento del justicialismo.
¿Cómo salir de un odio irracional que bloquea el debate de ideas con una fuerza política que, pese a todos sus errores, límites y taras, ha demostrado una inédita resiliencia y capacidad de adaptación? ¿Qué es exactamente lo que el antiperonismo tanto odia de un partido histórico que ha tenido expresiones tan disímiles, que ha sido estatista, neoliberal, desarrollista o setentista? Vamos a meternos en este tema, que es una de las claves históricas que demuestra los problemas políticos de un país que, como dijimos, persiste en un eterno retorno de sus crisis recurrentes.
La condena de Sabag Montiel y Uliarte de diez años y ocho años respectivamente, teniendo en cuenta que ya llevan tres años presos y, cuando cumplan dos tercios de la condena -en el caso de Sabag Montiel, en tres años y seis meses; en el de Uliarte, en dos años y tres meses-, podrán pedir la libertad, muestra lo patético de este corsi y ricorsi del odio.
Este miércoles en Modo Fontevecchia entrevistamos a Jonathan Morel, el creador de la agrupación Revolución Federal, que organizó protestas con la puesta en escena de guillotinas, antorchas y bolsas mortuorias con la cara de figuras del kirchnerismo. Morel finalmente fue absuelto de la acusación de instigación al magnicidio, pero su odio por el peronismo y el kirchnerismo persiste y es manifestado por él con total claridad, aún después de haber estado preso y experimentar todo tipo de complicaciones laborales por lo sucedido.
Entre los diferentes portales de noticias que difundieron la noticia de la condena a los llamados “copitos”, había innumerable cantidad de comentarios, como los siguientes: “Cadena perpetua YAAAAAAAAAA, ¿cómo van a fallar así?”. “¿Cuánto pagaron por este falso atentado contra la condenada?”, era otro de los mensajes, o: “Pibe, ¿cómo vas a fallar así? ¡Casi pasás a la historia!”.
En relación a estos mensajes, Morel dijo algo inquietante. "Seguramente hay muchas personas que quieren ver muerta a Cristina Fernández de Kirchner", afirmó. No nos interesa reproducir mensajes de odio; nos interesa tomarlos como materia de análisis para tener real dimensión del problema en el que estamos como sociedad. ¿De dónde surge este odio incrustado en la cultura política argentina?
El antiperonismo es una de las fuerzas políticas, culturales y emocionales más persistentes de la historia argentina. Nació junto al propio peronismo, en 1945, y desde entonces ha mutado, se ha adaptado y, en ocasiones, ha sido tan determinante como el movimiento que combate. No se trata solo de una diferencia ideológica, sino de un fenómeno social que atraviesa clases, regiones y generaciones.
Su origen puede rastrearse en las reacciones al protagonismo sindical que promovió Juan Domingo Perón desde la Secretaría de Trabajo y Previsión. Cuando el 17 de octubre de 1945 las masas obreras ocuparon la Plaza de Mayo exigiendo su liberación, una parte de las clases medias y altas percibió ese episodio como una amenaza al orden social. “Fue el día en que los pobres se hicieron visibles”, escribiría más tarde el historiador Tulio Halperín Donghi. Desde entonces, el peronismo quedó asociado a la plebe organizada, y el antiperonismo, a la defensa del orden previo.
La Justicia condenó a 10 años de prisión a Fernando Sabag Montiel y a 8 años de prisión a Brenda Uliarte.
Durante el primer gobierno de Perón (1946-1955), el conflicto se profundizó. La prensa liberal y los partidos opositores denunciaban un autoritarismo creciente: censura, persecución política y culto a la personalidad. En 1955, la autodenominada Revolución Libertadora derrocó al líder, justificada en “liberar al país de la tiranía”. En su proclama, el entonces general Eduardo Lonardi prometió “ni vencedores ni vencidos”, pero en pocos meses el nuevo régimen proscribió al peronismo, destruyó sus símbolos y encarceló, exilió o asesinó a sus dirigentes.
A lo largo de los años sesenta y setenta, el antiperonismo adoptó formas diversas: la resistencia militar y la intervención judicial contra el retorno del movimiento, pero también un rechazo cultural, académico y periodístico al “populismo” que se le atribuía. El sociólogo Gino Germani interpretó al peronismo como una expresión de la “modernización incompleta” del país, y al antiperonismo como la reacción de las clases medias que aspiraban a un modelo más europeo y racional.
Con el regreso de Perón en 1973, esa fractura no se cerró: se transformó. La violencia política y la crisis económica de los setenta reforzaron la idea, en amplios sectores, de que el peronismo era sinónimo de caos. La dictadura de 1976 se legitimó parcialmente en ese sentimiento, presentándose como una “depuración” del país frente a la corrupción política y sindical del peronismo.
Durante la democracia, el antiperonismo volvió a adquirir formas partidarias recién con el kirchnerismo. Anteriormente hubo un interregno en el que el alfonsinismo, en los ochenta, buscó oponer la “república” a la “demagogia”, mientras que en los años noventa el menemismo desarticuló esa oposición al incorporar buena parte de las banderas liberales. En el siglo XXI, con el kirchnerismo, el viejo antagonismo renació con fuerza. Como señala la historiadora María Seoane, “el kirchnerismo despertó el antiperonismo dormido, dándole nuevos motivos y nuevos rostros”.
Hoy, el antiperonismo no es un bloque homogéneo: abarca desde sectores liberales y conservadores hasta progresistas desencantados. Pero conserva un hilo conductor: la idea de que el peronismo impide la modernización del país, reproduce el clientelismo y fabrica pobres. El ensayista Alejandro Grimson advierte que esta oposición emocional, más que ideológica, sigue moldeando la política argentina: “El antiperonismo necesita al peronismo para existir, del mismo modo que el peronismo necesita a su antagonista”.
Así, más de setenta años después, el antiperonismo continúa siendo un espejo invertido del país: una mezcla de resentimiento, idealismo y memoria que, al enfrentarse con el peronismo, termina definiendo la identidad política argentina.
Por otro lado, el peronismo, particularmente en su versión kirchnerista, tiene una forma de construcción de poder populista. Como ya mencionamos múltiples veces en esta columna, esta forma laclausiana de acumulación hegemónica consiste en la puesta en pie de un enemigo opuesto al pueblo, al que se le adjudican todos los problemas del país.
De esta manera, el kirchnerismo construye su poder contra “la corpo”, los medios, el campo y los poderes fácticos, generando un relato épico de enfrentamiento político que muchas veces no resuelve ningún problema y simplemente sirve a los fines de encontrar culpables de taras históricas del desarrollo argentino que ningún gobierno logró superar.
Esto genera que el antiperonismo histórico recoja el guante y monte la misma operación en el sentido contrario, adjudicando de manera populista al peronismo todos los problemas del país, en oposición a “los argentinos de bien que quieren salir adelante trabajando”, como sostiene el presidente Milei. Esto vuelve a la política argentina un debate estéril, en donde el culpable siempre es el otro, y nunca alcanzamos los consensos básicos necesarios para salir adelante como país.
Hay formas de hacerlo distinto, y no tenemos que ir a los países nórdicos o a Suiza para encontrar un modelo donde los políticos encontraron la manera de salir adelante. Tenemos en nuestro vecino un ejemplo de primera mano de que los consensos básicos pueden ser el camino.
A comienzos de los años noventa, Brasil era un país atrapado por la hiperinflación. Los precios se duplicaban cada pocos meses, los salarios se desvalorizaban al instante, había 30% de inflación menciona y el Estado acumulaba un déficit fiscal crónico. El clima era de hartazgo: tras la caída de Fernando Collor de Mello en 1992, acusado de corrupción, el país buscaba recuperar la estabilidad y la confianza.
En ese contexto emergió Fernando Henrique Cardoso, un intelectual devenido ministro de Hacienda de Itamar Franco. Es socialista, perteneciente al Partido de la Social Democracia Brasileña. En 1994 impulsó el Plan Real, una reforma económica que cambiaría la historia reciente del país. El programa introdujo una nueva moneda, el real, anclada al dólar, combinó disciplina fiscal, apertura comercial y privatizaciones de empresas estatales. El objetivo era frenar la inflación y recuperar la credibilidad. “Sin estabilidad monetaria no hay justicia social”, afirmaba Cardoso, como si pudiéramos sintetizar el argumento de Milei con el del peronismo. Hace falta no tener déficit fiscal para tener justicia social.
Fernando Henrique Cardoso fue presidente de Brasil entre 1995 y 2003.
El Plan Real tuvo un éxito inmediato: la inflación, que había superado el 2.000% anual, cayó por debajo del 10%. El crecimiento se reactivó y las inversiones regresaron. En 1995, Cardoso fue elegido presidente y profundizó el rumbo: consolidó la independencia del Banco Central, redujo el déficit y modernizó el sistema financiero. Pero los costos sociales fueron altos: el desempleo aumentó y la desigualdad persistió. El economista Celso Furtado advirtió que Brasil “estabilizaba la moneda pero no el tejido social”. Aun así, Cardoso dejó un Estado más ordenado y una economía previsible, dos pilares que serían fundamentales para la etapa siguiente.
Cuando Lula da Silva llegó al poder en 2003, el mundo esperaba un quiebre. El dólar pasó de 1 a 1,80, y luego a 4. El líder obrero del Partido de los Trabajadores había sido un crítico feroz del neoliberalismo, pero ya en campaña prometió “mantener los contratos y las reglas del juego”. Y cumplió. Su ministro de Hacienda, Antonio Palocci, preservó las metas de inflación, el superávit fiscal y la autonomía del Banco Central. En una entrevista con Palocci le consulté sobre la retenciones, y él contestó: "En Brasil no cobramos impuestos a las exportaciones".
Lula entendió que la confianza era la base de su gobernabilidad. Durante su primer mandato conservó los fundamentos macroeconómicos de Cardoso, pero los combinó con una política social ambiciosa. Programas como Bolsa Familia y Fome Zero (Hambre Cero) canalizaron parte del superávit hacia los sectores más pobres. El economista Ricardo Carneiro definió esa síntesis como “neodesarrollismo con disciplina fiscal”. Las respuestas están ahí.
En términos políticos, la jugada fue maestra: Lula tranquilizó a los mercados y, al mismo tiempo, expandió la protección social. Mientras mantenía la ortodoxia fiscal, aumentó el salario mínimo, impulsó el crédito y estimuló el consumo interno. Entre 2003 y 2010, más de 30 millones de brasileños salieron de la pobreza. A diferencia de los 17 millones que habla Milei, esos salieron de la pobreza en serio.
Así, el llamado “milagro brasileño" de los años 2000 fue posible porque Lula da Silva no rompió con Cardoso, sino que edificó sobre su legado. Donde Cardoso había puesto orden, Lula puso inclusión. El primero estabilizó la moneda; el segundo, la sociedad. Ambos, desde perspectivas distintas, comprendieron que sin equilibrio fiscal no hay redistribución sostenible.
En la historia reciente de Brasil, la continuidad entre Cardoso y Lula demuestra que la estabilidad económica fue el punto de partida, y no el obstáculo, de un proyecto que combinó desarrollo, gobernabilidad y justicia social.
Equilibrio fiscal y justicia social. Orden macroeconómico y sensibilidad por los más vulnerables. No parece que los argentinos no podamos entender que ambas cosas son necesarias; lo que parece es que un sector de la sociedad está enfrascado en una discusión emocional que tiene su justificación histórica. El antiperonismo y el anti-anti-peronismo, por decirlo de algún modo, tienen acusaciones históricas que hacerse, muchas de las cuales son reales. Sin embargo, en algún momento debemos tratar de superarlas. El peronismo es una fuerza en movimiento, cambiante y dinámica. Tal es así que, para sectores liberales, fue más fácil volver liberal a Carlos Menem que vencer al peronismo o, mucho menos, hacerlo desaparecer.
Ahora, el peronismo, probablemente la fuerza política que tiene más chances de ofrecer una alternativa de recambio a Milei, tiene el desafío de incorporar parte de los planteos libertarios, como lo es el equilibrio fiscal, para crear una síntesis superadora. Ya lo hizo hace tiempo un desprendimiento del mismo tronco, como lo es el peronismo cordobés, inspirador ahora de Provincias Unidas, que suma el panradicalismo socialismo de Santa Fe que también comparte el tronco nacional y popular. ¿Podrá también el peronismo hacerlo? ¿Podrá poner en pie una opción política que no repita viejos vicios económicos o una narrativa de la revancha? Veremos. Por lo pronto, mirar a Brasil, un país que tiene todavía muchos desafíos por superar, nos da una clave de salida.
Producción de texto e imágenes: Matías Rodríguez Ghrimoldi / Modo Fontevecchia





