







Hace años que el Kremlin observa con recelo que WhatsApp funciona como el canal más usado en Rusia, con casi un centenar de millones de usuarios, seguido muy de cerca por Telegram. Para intentar poner coto a ese déficit de control, en marzo de 2025, VK, la plataforma rusa similar a Facebook controlada por el círculo íntimo de Putin, lanzó Max, una app con ambiciones de «superapp» al estilo de WeChat: mensajería, pagos, identidad digital y servicios públicos en un solo entorno.


La lógica de Putin es evidente: recobrar el control digital interno, consolidar la «soberanía tecnológica» y replegar el espacio público y privado bajo esferas que el Estado pueda dominar y monitorizar, siguiendo la estrategia del gobierno chino. No es solo un movimiento tecnológico, es político y geopolítico. Tras la votación de una ley en junio que obliga a preinstalar Max en todos los dispositivos vendidos en Rusia desde el pasado 1 de septiembre de 2025, el Kremlin prepara el terreno para sustituir la mensajería global por una plataforma domesticada, en la que no hay cifrado extremo y donde los datos pueden fluir al poder con mayor facilidad.
La pregunta, claro, es si podrá triunfar Max en un país acostumbrado al uso mayoritario de WhatsApp y Telegram, en un entorno como el de la mensajería en el que el efecto red se ha considerado siempre como un elemento fundamental. Pero paradójicamente, el efecto red puede tener dos componentes contrapuestos: por un lado, para que Max funcione, necesita sobreponerse al efecto red de WhatsApp o Telegram y obtener ese efecto red propio, superar ese «me metí, y no estaba ninguno de mis amigos». Pero por otro, si lo consigue, se convierte en un factor positivo, en un «no puedo quedarme fuera porque todos mis amigos están ahí».
En apariencia, el impulso institucional le ha dado un empujón impresionante: de apenas un millón de usuarios en junio, su adopción saltó a dieciocho millones en julio, y hoy ya supera los treinta millones en un país con una población de unos 143 millones de habitantes. Pero claro, basta con echar un ojo detrás del número para encontrar algunas grietas: ¿cuántos de esos usuarios son forzados o acompañados por entornos escolares, administrativos o publicitarios estatales, y cuántos de verdad lo adoptan por convicción, por conveniencia o por preferencia real?
Por otro lado, la infraestructura de conexión, en medio de continuas restricciones, apagones o interferencias supuestamente justificadas por la defensa nacional, hace que muchas veces WhatsApp o Telegram fallen mientras Max, con soporte estatal, se mantiene operativo. Para los usuarios menos sofisticados, la simple presencia preinstalada y la promesa de «funcionar cuando todo lo demás falla» pueden ser razones más que suficientes para quedarse en Max.
Sin embargo, el dilema es obviamente más profundo: ¿qué precio están dispuestos a pagar los ciudadanos por esa conveniencia? Max no solo carece de cifrado de extremo a extremo, sino que está de hecho diseñado para compartir metadatos, llamadas, ubicación y actividad con las autoridades, abriendo la puerta a una verdadera vigilancia draconiana. Ya hay voces disidentes que lo califican de «gulag digital«, un espacio donde cada mensaje puede ser inspeccionado. Max se impone también como herramienta de control social: se alienta su uso en escuelas, en comunicaciones oficiales, y por telecomunicaciones que lo ofrecen en sus tarifas sin descontar los datos que utiliza.
¿Logrará mantener la atención del usuario cuando la imposición inevitable se desvanezca? La historia de alternativas rusas anteriores no es alentadora: TamTam y Rutube son experimentos que nunca desbancaron a sus homólogos ni han llegado a tener suficiente atractivo por sí mismos. WeChat, sin embargo, es un éxito absoluto en China, a pesar de que su funcionamiento también es completamente transparente para el gobierno del país. El éxito de Max, si es que en algún momento llega, será probablemente una cuestión más de imposición evolutiva que de seducción: se convertirá en la norma porque será el camino más sencillo, prácticamente inevitable, a pesar de que se presenta como una aplicación completamente carente de privacidad, como una propuesta de imposición de control estatal total. El efecto red como palanca utilizada por el gobierno de turno para llevar a sus ciudadanos a un entorno de vigilancia y control. Ciudadanos que entran en el campo de concentración por su propio pie, porque es donde ya están todos sus amigos.
Max tiene todas las ventanas institucionales abiertas, desde leyes hasta promoción masiva, pero su permanencia dependerá de si logra destilar utilidad real (identidad, pagos fáciles, acceso a servicios bajo una misma app) sin que ese confortable acceso signifique resignar toda intimidad al ojo del Estado. En ese punto crítico radica su potencial para ser superapp o simplemente (en lo que me temo es una dualidad meramente retórica) en un instrumento perfecto para una supervisión digital.
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