







Mucho se habló contra las ideologías, especialmente por considerarlas encubridoras de la realidad. Por eso las criticó Marx y antes Napoleón las había considerado embrollonas. Ahora, entre otras contradicciones de algunos antimarxistas rabiosos, es común que pretendan descalificar los argumentos críticos tildándolos de ideológicos, con lo que estarían compartiendo la opinión del barbón cuya mera mención les hace erizar la piel.


Sin embargo, los seres humanos más o menos normales, pese a nuestras lógicas neurosis situacionales –y otras no tan situacionales- siempre pensamos con cierto sistema de ideas, por lo que creo más atinado seguir a Abbagnano, quien afirma que el carácter encubridor o embrollón de una ideología es una cuestión que corresponde a la crítica de las ideologías, pero no es de su esencia. Creo que, si reflexionamos un poco, caeremos en la cuenta de que hay conjuntos de ideas que nos permiten aproximarnos a la realidad, en tanto que hay otros que nos alejan o dificultan esta aproximación, es decir, que nos alienan.
Pero la crítica ideológica no debiera agotarse en destacar la diferencia apuntada, o sea, en clasificarlas según su grado de capacidad alienante o desalienante, sino que también hay otra característica que es bueno tomar en cuenta para los efectos críticos: se trata del grado de crueldad de algunas ideologías que pertenecen a la primera categoría.
En efecto: hay ideologías alienantes extremadamente crueles y otras que no lo son tanto. Es posible que alguien observe que la crueldad no es independiente de la irracionalidad, puesto que la racionalidad, bien entendida, impone el respeto a la dignidad del otro. Quizá le asista razón a quien esto observe y, en el fondo, solo se trate de casos en que la crueldad es de tal magnitud que, por saltar a la vista de modo tan brillante y llamativo, deja en la penumbra la irracionalidad de su carácter alienante.
Siguiendo otra vez a Abbagnano, creemos que la afirmación de principios infinitos –que llama romanticismo – lleva inevitablemente a la crueldad, sin importar la enorme disparidad ideológica entre estos principios ni las teorías del conocimiento que se sostienen para afirmarlos. Pueden o no compartirse las respuestas del viejo Kant, pero sus cuatro preguntas fundamentales (¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar?, resumidas en ¿Qué es el humano?), presuponen que hay cosas que no puedo saber, que no debo hacer y que no me cabe esperar, o sea que, como humano, soy un ente limitado. Al abandonar este presupuesto, la ideología resultante hace que me considere un ente ilimitado, que puedo saber, hacer y esperar cualquier cosa y, para peor, con una certeza tal que se lo puedo imponer a los otros.
Este es el irracionalismo romántico, que siempre pretende la existencia de un rayo de luz más o menos intuicionista que ilumina un principio infinito, aunque se llegue a él por la dialéctica idealista (el Geist que avanza como un espectro sobre la humanidad y deja fuera a los que no son autoconscientes), la dialéctica materialista (hay que pasar por la dictadura proletaria para llegar al final de la historia en que todos seremos felices), el racismo involutivo (que prometía la vuelta al paraíso ario perdido por mestizaje), la identificación del Estado con el pueblo (las generaciones presentes, pasadas y futuras y la vuelta a Roma), el derecho natural entendido como sacralización etnocentrista (superioridad cultural), la idolatría del mercado (premio a la meritocracia individual y descarte de quienes no hacen méritos), el evolucionismo reencarnacionista (me voy librando del karma hasta llegar a la casta superior), el evolucionismo biologista (soy un ente biológicamente superior y debo someter a tutela a todos los inferiores), y podríamos seguir, porque la imaginación ideológica alienante no tiene fin.
En síntesis, si de lo que se trata es de dominar al otro, incluso de eliminarlo, de aniquilarlo o de explotarlo, es decir, de ejercer un poder que puede alcanzar y superar todo límite de crueldad, para alcanzar ese objetivo es muy amplia la gama de ideologías que imponen distinguir entre los amigos y los enemigos en política, tal como lo postulaba Carl Schmitt, el Kronjurist del Tercer Reich.
Si la política –como sostenía Schmitt- fuese el arte de identificar un enemigo al que aniquilar, son muchos los vehículos ideológicos que ofrecen billetes para alcanzar ese objetivo, pero no es posible subirse a cualquiera, pues la preferencia en cada momento histórico y en cada lugar depende del contexto cultural, de las posibilidades de inventar realidades creíbles mediante la comunicación, del grado de simplicidad del planteo, de las creencias religiosas, del grado de instrucción media de la población, de la predisposición de las clases dominantes, etc.
Como no podía ser de otra manera, la preferencia ideológica en nuestra región también estuvo condicionada por nuestra historia. Las independencias de nuestros países no alteraron las estructuras de nuestras sociedades coloniales en cuanto a que los originarios, los afroamericanos, los mestizos y los mulatos continuaron siendo las clases subordinadas de las nuevas repúblicas independientes, cuyos organizadores se liberaron de los ibéricos para pasar a ser las elites criollas pobres en melanina que sancionaron constituciones de papel republicanas y democráticas.
Ante el colapso del imperio ibérico, que no pudo adaptarse a la Revolución Industrial y determinó muestras independencias, Gran Bretaña se erigió como la nueva potencia hegemónica que, en nuestra América, se ahorró la designación de virreyes, puesto que la función proconsular la asumieron nuestras elites, que montaron las repúblicas oligárquicas, desde el porfiriato mexicano hasta la oligarquía vacuna argentina.
La ideología que justificó esta hegemonía también se importó de Londres: fue el cientificismo evolucionista en la versión vulgar de Herbert Spencer. Según este charlatán las razas humanas evolucionan por lucha competitiva, en la cual sucumben los más débiles y sobreviven los más fuertes, que continúan reproduciéndose. Por esta razón no debe ayudarse a los pobres, porque se les priva del derecho a competir y evolucionar, es decir, que se les debe permitir perder y sucumbir.
Como afirmaban que nuestros pueblos no habían evolucionado, era necesario tutelarlos hasta que alcanzasen el mismo grado evolutivo biológico de la burguesía inglesa y de nuestras oligarquías. Estas últimas cumplirían la función de tutela, como avanzadas de la civilización, que los preservaba de la barbarie. En síntesis: a los ingleses pobres (¡ni hablar de los irlandeses!) se los dejaría morir de hambre y nuestros originarios y mestizos serían sometidos o eliminados, según conviniese para facilitar el supuesto avance civilizatorio colonial.
Es más que obvio que se trata de una ideología en extremo cruel, que pretendía justificar su letalidad masiva con la afirmación de que la humanidad avanza propulsión a catástrofes (catastrofismo). En consonancia con esta afirmación, este simplista racismo spenceriano, con su reduccionismo biologicista pseudocientífico, legitimó la continuidad del exterminio de pueblos originarios y el aniquilamiento de cualquier resistencia popular al poder oligárquico.
Pese a su manifiesta irracionalidad y consecuente crueldad, nuestras academias y universidades fueron colonizadas con esta ideología hasta el punto de que devino paradigma, es decir, que solo disentían con ella los muy pocos que se atrevían a asumir la posición de intelectuales marginales. Como es sabido, el ocaso de esta grosería ideológica en los ámbitos universitarios tuvo lugar con motivo de las atrocidades de la segunda guerra mundial, dando la impresión de que fue archivado urgentemente en la posguerra.
Pero las ideologías tienen la facultad de mimetizarse o bien, como algunas bacterias, de modificarse y hacerse resistentes a la racionalidad que impone el respeto al otro, lo que tiene lugar conforme a dos diferentes destinatarios de la colonialidad psicológica: cuando el racismo quiere sobrevivir en sectores sociales más amplios, se degrada en su elaboración, en tanto que para hacerlo en los círculos académicos se mimetiza.
La degradación del racismo es patética, porque se trata de una ideología que, en su versión académica original, ya es harto grosera. Leyendo atentamente a Jauretche, su medio pelo no era más que un fiel retrato de la tragicómica degradación de su tiempo. Hoy cobra otros matices, puesto que se manifiesta como la crueldad hacia los descartables –como lo hacía notar el papa Francisco- en un modelo de Estado de no-derecho, que raquitiza sus funciones sociales y, en consecuencia, hipertrofia las represivas.
En esta versión degradada el racismo clasifica a los habitantes en gente decente, condición a la que deben sentirse incorporados y superiores todos los que desprecian a la política por corrupta y que creen que el éxito solo se alcanza por méritos individuales, y descartables,quienes merecen sucumbir sin remedio mediante la crisis de la previsión social, la derogación de la legislación laboral, la falta de alimentos, de medicamentos, de atención sanitaria, de vivienda, etc. Esta degradación ideológica es una nueva versión patética del mediopelismo, que incita al odio a los inferiores descartables y promueve el miedo a sentirse incluido entre ellos, con el claro objetivo de que las propias víctimas se identifiquen con los victimarios.
En lo que hace a su mimetización académica, el racismo actual suele ataviarse de jerarquización cultural pero, en nuestro país, sus cultores prefieren discursear conforme al anarquismo economicista de los panfletarios Friedrich von Hayek y Ludwig von Mises, idólatras del mercado y decididamente antidemocráticos (es preferible una dictadura liberal a una democracia intervencionista, según el primero) y negadores de los derechos humanos (es un error creer que alguien tiene algún derecho por el mero hecho de nacer, según el segundo).
Lo cierto es que estos panfletarios políticos no hicieron más que resucitar la jurisprudencia de la Suprema Corte de los Estados Unidos de las últimas décadas del siglo XIX, que sostenía que no se debe quitar nada a los ricos para darlo a los pobres, porque se desestimula el emprendimiento que lleva al progreso y se fomenta la demagogia. Esta jurisprudencia –luego obviamente revertida- impidió que Estados Unidos estableciese un impuesto progresivo sobre la renta y obstaculizó el New Deal de Roosevelt hasta entrado el siglo XX. Por supuesto que esto ni se menciona en nuestra versión mimética vernácula.
Pero en cualquiera de las actuales versiones del racismo, o sea, tanto en la degradada como en la mimética, la carencia de creatividad ideológica es muy marcada, como corresponde a la extrema irracionalidad de la realidad que se pretende legitimar y, por ende, no alcanza para ocultar que se trata de la exhumación del viejo racismo biologicista spenceriano con un superficial maquillaje de su cadáver en descomposición, que solo consiste en que en público (no en privado), se omita toda referencia expresa a la melanina. En cuanto al grado de crueldad, mantiene intocado el del originario racismo.
No debe extrañar esta supervivencia del racismo maquillado, teniendo en cuenta que nuestra América ha pasado por sucesivos momentos de colonialismo y consecuente racismo: en la versión originaria se disfrazaba de superioridad cultural, en la del neocolonialismo de ciencia biológica y ahora, en la actual etapa de colonialismo financiero, de ciencia económica, pero ninguno de esos disfraces alcanza para ocultar su sucia y repugnante impudicia.
Por E. Raúl Zaffaroni * Profesor Emérito de la UBA. Ex miembro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación./ La Tecl@ Eñe







