







Pocos mitos han calado tan hondo en nuestro imaginario como el del “nativo digital”. Tal vez solo el del “buen salvaje” le dispute la corona. El relato nos dice que los niños, por haber nacido en un mundo saturado de pantallas, dominan la tecnología de manera innata, casi como si la tecnología fuera su lengua materna. Sin embargo, esta idea —tan cómoda como ingenua— es, en realidad, una coartada para la deserción adulta de su responsabilidad.


Calificar a un niño de “nativo digital” exime al adulto de su deber de tutela. Nos tranquiliza pensar que esos pulgares que se deslizan con destreza sobre las pantallas no necesitan guía. Pero la habilidad técnica no equivale a la comprensión. Creer que pueden navegar solos en el entorno digital es tan ingenuo como peligroso. Dejarles solos en esa jungla de estímulos —bajo la excusa de que “se manejan con el móvil como pez en el agua”— es como abandonar a un niño en una ciudad extranjera solo porque sabe usar el GPS.
Aquí se esconde una confusión fundamental entre la razón instrumental y la razón crítica. La primera se ocupa de la eficiencia técnica: cómo manejar los medios para alcanzar un fin. Desde este punto de vista —el de la pura razón instrumental— hasta Mauthausen puede considerarse un medio eficiente, aunque puesto al servicio de unos fines absolutamente nauseabundos. La segunda, en cambio, se interroga por los fines mismos y los valores que los sustentan. No basta con saber “usar” bien una tecnología; es imprescindible también pensar críticamente en su sentido, en sus consecuencias y en los intereses que la mueven. Las competencias necesarias para desenvolverse con responsabilidad y dignidad en el mundo digital no son meramente técnicas. La educación que enseña a pensar antes de hacer no nació con las pantallas: nació hace más de dos milenios y se llama filosofía. El pensamiento crítico no es un complemento opcional u ornamental de la formación de nuestros hijos, sino la base para que puedan discernir y resistir en un entorno diseñado para manipular y distraer.
La infancia, como advirtió Hannah Arendt, necesita mediación cultural: un adulto que la introduzca en un mundo que no es suyo. Y el entorno digital no es el suyo, sino el nuestro. No lo han creado, no lo comprenden del todo y no tienen criterios para gestionarlo. Es un mundo diseñado por adultos, con lógicas de mercado, control y adicción. Sin acompañamiento, la libertad se convierte en desamparo. Las plataformas, los contenidos y las redes no fueron concebidos para ellos, sino para objetivos adultos: lucro, visibilidad, productividad. Decir que los niños “dominan” ese mundo es olvidar que lo que hacen en él está condicionado por estructuras que no comprenden ni han elegido.
Esta confusión se agrava cuando se trata de contenidos especialmente peligrosos. Según datos recientes, la edad media de inicio en el consumo de pornografía se sitúa en torno a los 12 años, y muchos niños acceden ya a los 8. A esto se suma la facilidad con la que pueden entrar en el mundo de las apuestas y los juegos de azar online. Mientras que un menor difícilmente podría acceder físicamente a un casino o a un club de alterne, en el mundo digital pueden hacerlo sin encontrar apenas obstáculos. No hay porteros que pidan el carnet de identidad; solo algoritmos que ofrecen recompensas inmediatas y anuncios dirigidos a la pulsión y la curiosidad de la infancia. El riesgo es real: cada vez más menores desarrollan conductas adictivas en las apuestas online, empujados por un entorno que les promete diversión y dinero fácil. Estas plataformas explotan la falta de madurez y la vulnerabilidad de los más jóvenes, convirtiendo su curiosidad e impulsividad en una fuente de ingresos.
El niño nos reclama protección frente a ese mundo, y el adulto tiene la doble responsabilidad de asegurar tanto el desarrollo del niño como la continuidad del mundo. Sin embargo, bajo la coartada del nativo digital, los adultos rehusamos asumir nuestra responsabilidad. En palabras de Arendt: «es como si los padres dijeran cada día: “En este mundo, ni siquiera en nuestra casa estamos seguros; la forma de movernos en él, lo que hay que saber, las habilidades que hay que adquirir son un misterio también para nosotros. Tienes que tratar de hacer lo mejor que puedas; en cualquier caso, no puedes pedirnos cuentas. Somos inocentes, nos lavamos las manos en cuanto a ti”». En este mundo sin la autoridad del adulto, el niño no se emancipó; todo lo contrario: quedó sometido a una potestad tiránica, la del mercado. El mito del nativo digital no es inocente. Nos permite eludir la responsabilidad de educar, acompañar y cuidar. Nos libra de la tarea más difícil: enseñar a pensar. Pero es precisamente esa la que hoy más necesitan nuestros hijos: una mediación crítica que les ayude a ver —y a resistir— las trampas de un mundo que nunca fue suyo.
*Eduardo Infante es filósofo y bético. Su último libro es Ética en la calle (Ariel, 2025)
Nota:retinatendencias.com







