“El doctor de las familias”: el médico que mató a 235 pacientes con morfina y cayó tras falsificar el testamento de su última víctima
Al doctor Harold Shipman lo perdió la codicia, o quizás lo hizo por el cansancio que sentía de tanto matar y quería que lo descubrieran de una buena vez. Porque nadie -salvo uno o dos colegas que lo miraban con desconfianza- sospechaba que detrás de esa imagen de médico de familia amable y dedicado se escondía el mayor asesino en serie de la historia criminal británica. Sumaba 234 víctimas entre sus confiados pacientes cuando se le ocurrió que además de matar a la siguiente con su arma letal de siempre, la morfina, también podía quedarse con sus propiedades falsificando un testamento. Shipman no necesitaba el dinero de su víctima 235, una anciana de 81 años, y nunca explicó por qué quiso correr ese riesgo que lo puso al descubierto. Por eso hubo quienes pensaron que se había cansado de matar y quería que alguien detuviera su raid asesino. Corría 1998 y cuando la historia tomó estado público la sociedad inglesa se debatió entre el horror y el escándalo.
El afable doctor Shipman fue detenido en septiembre de 1998 y mientras se instruía el proceso judicial se hizo una profunda investigación sobre sus 28 años de carrera, donde las víctimas aparecieron por doquier. “Nadie que lea el informe de la investigación puede evitar quedar anonadado por la enormidad de los crímenes cometidos por Shipman y, como yo, por la simpatía hacia sus víctimas y los familiares. Es un completo y meticuloso recuento de la criminalidad de Shipman, cuyo grado no creo sea posible en otro hombre”, dijo la jueza del Tribunal Supremo del Reino Unido Janet Smith el 19 de julio de 2002 al leer los fundamentos de la sentencia que condenaba al reo a quince cadenas perpetuas consecutivas, sin posibilidad de ser liberado.
El mayor criminal en serie de la historia británica escuchó impertérrito la sentencia. Parecía que no era a él sino a otro a quien le acababan de probar los asesinatos de 171 mujeres y 44 hombres, de entre 41 y 93 años, a los que les quitó la vida inyectándoles sobredosis de morfina. Todos habían sido sus pacientes y habían confiado en él porque era su médico de cabecera. Se sospechaba, además, que sus víctimas podían ser muchas más.
Durante el juicio se demostró que Shipman llevaba matando a sus pacientes casi un cuarto de siglo: desde 1975, cuando asesinó con una sobredosis a Eva Lyons, en la ciudad de Todmorden, hasta 1998, año en que mandó al otro mundo con el mismo método a Kathleen Grundy, de 81 años, exalcaldesa de Hyde. “Nadie que lea el informe de la investigación puede evitar quedar anonadado por la enormidad de los crímenes cometidos por Shipman y, como yo, por la simpatía hacia sus víctimas y los familiares. Es un completo y meticuloso recuento de la criminalidad de Shipman, cuyo grado no creo sea posible en otro hombre”, dijo la jueza Shipman al fundamentar la sentencia.
Un médico joven y simpático
La carrera criminal de Harold Shipman -nacido el 14 de enero de 1946- comenzó en Tomorden, un pequeño pueblo a 40 kilómetros de Manchester al que llegó a mediados de 1974, cuatro años después de haberse graduado. Cayó simpático en esa localidad de 12.000 habitantes. Hacía falta un doctor y el nuevo médico, además de acudir presuroso cuando lo llamaban, se mostraba amable y atento a los dolores de sus pacientes. Otro punto a su favor era la familia, que se integró rápidamente a la sociedad local. Con su esposa, Primrose May Oxtoby, y sus cuatro hijos pequeños, asistía a todos los eventos y participaba de las actividades comunitarias. Era un hombre al que todo el mundo saludaba en la calle.
Lo que nadie sabía era que el traslado del joven facultativo a Tomorden había sido forzado, porque un año antes el doctor había sido descubierto falsificando prescripciones de petidina -un narcótico analgésico que actúa como depresor del sistema nervioso central- para su propio uso. El castigo fue una multa de 600 libras y un breve período en una clínica de rehabilitación de York. Tampoco nadie tuvo una sospecha cuando una de sus pacientes, Eva Lyons, una señora mayor, murió de manera inesperada. “Paro cardio respiratorio”, escribió el propio Shipman en el certificado de defunción. Omitió detallar que el paro lo había provocado la sobredosis de morfina que él mismo le había inyectado.
De allí en más, los pacientes de Shipman en Todmorden y en la vecina ciudad de Hyde empezaron a morir en una proporción que los de otros médicos. Sin embargo, tampoco eso despertó sospechas: la mayoría de las personas que atendía el joven doctor eran muy mayores de edad y sufrían múltiples achaques. Más tarde o más temprano tenían que morir.
Una presencia fatal
Otros datos de su particular práctica médica también pasaron inadvertidos y solo fueron descubiertos muchos años más tarde, durante la investigación para el proceso judicial. Cuando se revisaron todos sus certificados de defunción y se recogieron testimonios de familiares de las víctimas.
Se comprobó que Shipman había estado presente en el momento mismo de la muerte de sus pacientes en una proporción 25 veces mayor que sus colegas y alrededor del 80% de sus pacientes habían muerto menos de 30 minutos después de que los visitara para revisarlos, práctica para la cual el doctor exigía privacidad. “Nunca permitía discusiones sobre los tratamientos que aplicaba. Siempre zanjaba cualquier cuestión con un ‘yo soy el médico y sé lo que le conviene’, podía ser arrogante y autoritario, se consideraba una persona muy inteligente. El problema es que los demás compartíamos esa opinión”, diría en el juicio el familiar de una de las víctimas.
Cuando se investigaron los certificados de defunción también salió a la luz otra circunstancia llamativa: casi todos los pacientes habían muerto por la tarde, entre las 13 y las 19, horario en que el doctor realizaba sus visitas a domicilio.
El doctor Shipman siguió trabajando como médico de cabecera en Hyde durante la década de los ‘80, hasta que en 1993 fundó su propia clínica en Market Street. Su prestigio ganado como “el doctor de las familias” hizo que la clientela aumentara rápidamente. Nadie notó que las muertes de sus pacientes aumentaban casi en la misma proporción.
La víctima 235
La primera sospecha real sobre el accionar del médico surgió después de la muerte de su última víctima, Kathleen Grundy, una anciana muy conocida en Hyde porque años antes había sido una querida alcaldesa de la ciudad. Murió el 24 de junio de 1998 en su casa, media hora después de que el doctor Shipman pasara a revisarla. La señora tenía 81 años y su salud no era la mejor, por lo cual en un primer momento nadie pensó nada raro sobre la causa de su muerte, certificada por el propio Shipman, que además sugirió a la familia incinerar el cadáver.
Los problemas para el médico comenzaron cuando se revisó el testamento que supuestamente había firmado la antigua alcaldesa. Su hija, la abogada Angela Woodruff, quedó consternada cuando el abogado de su madre, Brian Burguess, le informó que la última voluntad de su madre había sido desheredarla, donando toda su herencia, 386.000 libras esterlinas, a su querido doctor, Harold Shipman. Woodruff tenía una muy buena relación con su madre, y la señora nunca le había dicho nada al respecto. Sospechó que había gato encerrado y denunció el hecho a la policía.
La cuestión pudo haber quedado en la nada, pero los policías de Hyde recordaron otra denuncia, de meses años antes, a la que no le habían dado crédito. La denunciante era una médica, Linda Reynolds, que trabajaba en la clínica Brooke Surgery en Hyde, justo enfrente de la clínica de Shipman. La doctora había tratado de interesar al coronel John Pollard, jefe de policía del distrito de South Manchester, en los altos índices de mortalidad entre los pacientes de Shipman.
El policía, hombre prudente, consideró que una simple sospecha no era suficiente para incomodar al prestigioso doctor. Sin embargo, con esta segunda denuncia en la mano, tomó cartas en el asunto y pidió a la justicia que lo autorizara a exhumar el cadáver de la antigua alcaldesa -que, contra la sugerencia de Shipman, no había sido cremado- para hacerle una autopsia. Fue la perdición del médico asesino, porque los forenses encontraron que el cuerpo tenía un elevado nivel de morfina, suficiente para matar a un caballo. Con esa prueba, Shipman fue arrestado el 7 de septiembre de 1998 como sospechoso del asesinato de la anciana señora Grundy.
Una larga cadena de muertes
Con la comprobación de la muerte de la exalcaldesa por sobredosis de morfina, la denuncia de la doctora Linda Reynolds sobre otras muertes sospechosas relacionadas con Shipman cobró relevancia. Por eso, antes de procesarlo solamente por el asesinato de Grundi, la Justicia ordenó a la policía recuperar los certificados de defunción firmados por el médico y recoger testimonios de familiares y amigos de las personas fallecidas.
Una tras otra, las declaraciones de las personas entrevistadas fueron comprometiendo más a Shipman. “Muchos teníamos la misma idea en la cabeza”, declaró en el juicio Suzanne Bennison, nieta de Edith Brock, una anciana muerta en 8 de noviembre de 1995. “¿Saben? Las circunstancias fueron especialmente sospechosas, pero ni se nos pasó por la cabeza denunciarlas. El doctor había ido esa mañana a visitarla. La policía descubrió más tarde que ni ella se lo había pedido ni en el libro de visitas de su consulta aparecía su nombre. Mi abuela vivía sola, pero su vecina vio cómo el doctor Shipman salía de la casa. Se preocupó e intentó detenerle para preguntarle si mi abuela necesitaba ayuda, pero Shipman llegó hasta su coche y se marchó. Unos minutos después decidió llamar a la puerta de mi abuela y se dio cuenta de que estaba abierta. Shipman había olvidado cerrarla. Mi abuela estaba sentada en su sillón, muerta”, contó.
Los investigadores notaron casi de inmediato que los testimonios se repetían, casi calcados. Las dolencias de las posibles víctimas podían ser diferentes, pero había una constante: Shipman las había visitado y revisado en soledad el día de sus muertes. Pronto no tuvieron dudas de que el médico era un asesino en serie.
A todo eso se agregaron las pruebas aportadas por otro médico de Hyde, el doctor Richard Baker, que se tomó el trabajo de revisar todos los archivos de su colega Shipman. Comparó primero el número de certificados de defunción firmados por Shipman con los expedidos en otras consultas similares de la región. A continuación, tuvo que establecer las causas de cada muerte, a base de preguntar a los familiares el tipo de tratamiento que recibieron los fallecidos y los detalles del fallecimiento. Para su sorpresa, la mayoría de los muertos eran mujeres de avanzada edad que pasaban a mejor vida de repente en su hogar y a primera hora de la tarde. En todos los casos, el médico las había visitado un rato antes.
Los resultados que obtuvo y presentó Baker dejaron helados a la policía y los funcionarios judiciales: Según sus cálculos, en un cuarto de siglo había informado de 236 muertes más en pacientes a su cargo -casi una al mes- que el resto de sus colegas de la localidad de Hyde y sus aledaños.
De las condenas al suicidio
En base a todas esas pruebas, Shipman fue acusado y procesado por las muertes de Marie West, Irene Turner, Lizzie Adams, Jean Lilley, Ivy Lomas, Jermaine Ankrah, Muriel Grimshaw, Marie Quinn, Kathleen Wagstaff, Bianka Pomfret, Naomi Nuttall, Pamela Hillier, Maureen Ward, Winifred Mellor, Joan Melia y la exalcaldesa Kathleen Grundy, ocurridas entre 1995 y 1998. Quince víctimas en total.
Durante el juicio, el médico negó insistentemente su culpabilidad y se negó a declarar. Su defensa intentó, en vano, que no se le procesara por el asesinato de la señora Grundy, alegando que no había motivos suficientes para inculparlo. No lo logró, ni en ese ni en los otros catorce casos. El 31 de enero de 2000, un jurado de seis personas lo condenó a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.
Todo pudo haber terminado ahí, pero los casos seguían apareciendo y se lo sometió a un nuevo juicio, acusado de otras 217 muertes. En ese segundo proceso, el 19 de julio de 2002 fue condenado a otras quince cadenas perpetuas.
Harold Shipman se ahorcó en su celda de la prisión de Wakefield el 13 de enero de 2004, un día antes de cumplir 58 años. Para hacerlo, usó las sábanas de su cama carcelaria para colgarse del cuello desde las rejas de la ventana. Ni su mujer ni sus hijos asistieron al entierro: hacía meses que habían cortado todo vínculo con él y mudado de Hyde para escapar a la vergüenza que les provocaba que todos los vecinos los señalaran como la familia del mayor asesino en serie de la historia de Gran Bretaña.
Nota:infobae.com