Es o no es, esa es la cuestión
En las décadas de los ‘40 y ‘50 del siglo pasado se abrió un trascendente debate académico y público sobre la índole de la economía colonial: se discutía si había sido de carácter feudal o capitalista. Ese no era un asunto meramente técnico: afectaba la interpretación misma de la historia económica y tenía un alcance práctico inmediato si se considera que la economía de los países latinoamericanos conservaba entonces —y conserva— algunas características fundamentales de su estructura colonial. Fueron protagonistas destacados de ese intercambio los pensadores argentinos Rodolfo Puiggrós y Sergio Bagú y el alemán André Gunder Frank, entre otros.
En los días que corren se mantiene una controversia también importante acerca del carácter de los regímenes que encabeza la extrema derecha en países ubicados en geografías variadas y con distintos grados de desarrollo: se discute si son o no fascistas. El italiano Enzo Traverso, el ítalo-argentino Rocco Carbone y los argentinos Horacio Verbitsky, Claudio Katz y Ricardo Aronskind son algunos de los intelectuales que, con sus aportes, han participado de ese diálogo, que me estimuló a escribir la nota que ensayo a continuación.
Lo primero que quiero explicitar es que —por lo menos para mí— la caracterización de los regímenes en cuestión como fascistas o no fascistas es condición necesaria para enfrentarlos, pero no constituye una fórmula mágica capaz de revelar cuál es la línea política concreta a seguir con ese propósito.
Fascismo
Estimo conveniente rescatar una perspectiva marxiana que no siempre se tiene en cuenta: el concepto de fascismo no cierra de ninguna manera las posibilidades de análisis de cada situación nacional, con las determinaciones específicas y particularidades que puedan presentarse.
Fascismo es una categoría política abierta a la historicidad, tal como expresa el siguiente pasaje escrito en 1935 —a esta altura clásico— del búlgaro Georgi Mijáilov Dimitrov: “El desarrollo del fascismo y la propia dictadura fascista adoptan en los distintos países formas diferentes, según las condiciones históricas, sociales y económicas, las particularidades nacionales y la posición internacional de cada país. […] En países donde la burguesía dominante teme el próximo estallido de la revolución, el fascismo establece su monopolio político limitado, bien de golpe y porrazo, bien intensificando cada vez más el terror y el ajuste de cuentas con todos los partidos y agrupaciones rivales, lo cual no excluye que, en el momento en que se agudiza de un modo especial su situación, intente extender su base para combinar —sin alterar su carácter de clase— la dictadura terrorista abierta con una burda falsificación del parlamentarismo [1].
El fascismo realiza un significativo reordenamiento de la superestructura estatal pero, según la fórmula de Dimitrov, “no es un simple cambio de un gobierno burgués por otro, sino la sustitución de una forma estatal de la dominación de clase de la burguesía —la democracia burguesa— por otra, por la dictadura terrorista abierta” [2].
La burguesía, que se decía liberal y que para la conquista y protección de sus intereses y privilegios se había organizado desde las coordenadas del individualismo y el Estado liberales, cambiaba de estrategia y reemplazaba el individualismo liberal por un transpersonalismo y organicismo social, y el Estado liberal por un Estado de estructura totalitaria: es que con la aparición del proletariado, aquellos parámetros liberales ponían en peligro la dominación burguesa.
Asimismo, no está de más recordar la igualmente clásica observación de Marx en el sentido de que las formas concretas del Estado “cambian con las fronteras de cada país”: la “sociedad actual” —escribió Marx en 1875— es la sociedad capitalista, que existe en todos los países civilizados, más o menos libre de aditamentos medievales, más o menos modificada por las particularidades del desarrollo histórico de cada país, más o menos desarrollada. Por el contrario, el “Estado actual” cambia con las fronteras de cada país [3].
No pretendo desentrañar aquí las implicancias teóricas de este texto, que más adelante insiste en la “abigarrada diversidad” de formas que asume el Estado capitalista, pero sí quiero destacar que las variantes que subyacen en cada realidad estatal obligan a ser cautelosos al caracterizar a determinados regímenes o formas de Estado, tanto para calificarlos de fascistas como para descartar que lo sean. En particular pienso que, para ser fructíferas, las comparaciones no deben reducirse a establecer estricta y mecánicamente un paralelo: a verificar si las nuevas derechas radicales coinciden con un tipo ideal fascista —la convergencia del nacionalismo de cuño imperial, el racismo y el antisemitismo, la oposición a la democracia, el uso de la violencia, la movilización de masas y el liderazgo carismático— es un ejercicio un tanto estéril. Asimismo, cabe aclarar que con fascismo suele hacerse referencia a los regímenes de la Alemania nazi y la Italia de Mussolini, que tuvieron diferencias y matices, por lo que es recomendable tener en cuenta sus rasgos principales compartidos al darle ese significado al término.
El régimen mileísta: origen
El fascismo histórico instauró en la primera mitad del siglo XX regímenes totalitarios que estuvieron al servicio del gran capital, y precipitó guerras de vasto alcance para zanjar competencias interimperialistas y detener el avance del socialismo. Semejante tragedia concluyó con millones de muertos y devastó Europa. Milei actúa en un contexto muy diferente: no accedió a la presidencia por una amenaza de revolución, no había un proletariado ni un peronismo que pusieran en peligro al bloque de poder realmente existente, como el comunismo hace 100 años en Europa, sino sectores populares desmovilizados y en retroceso; tampoco había guerras generales entre potencias imperiales equivalentes.
Las causas de su triunfo electoral fueron otras, que se sumaron a los problemas crónicos del capitalismo dependiente, como la indiferencia hacia los sectores populares por parte del gobierno de Alberto Fernández, que él decía representar, tema acerca del cual ya se ha dicho bastante. En cambio, no se han tenido suficientemente en cuenta otros factores importantes, entre ellos, el escenario internacional: si bien se acepta que el fenómeno mileísta se inscribe en un contexto de ascenso de la extrema derecha —que confirma la existencia de un sistema capitalista mundializado— conviene detenernos un momento en este factor.
Cuando la crisis que estalló en 2008 se agudizó en Europa, en particular en Alemania por la interrupción del suministro de gas ruso derivada de la guerra en Ucrania, con consecuencias políticas que podrían reflejarse en las próximas elecciones del 23 de febrero con el crecimiento de la extrema derecha —apoyada abiertamente por Elon Musk—, la cuestión puede abordarse con la ayuda de la analogía con la que Lenin representó el aparato capital-imperialista, en muchos aspectos todavía válida: una “cadena” compuesta de eslabones de distinto “espesor”. Se trata de un esquema que permite comprender el desarrollo desigual del capitalismo a nivel mundial y sus derivaciones políticas, no de una manera simplista —países ricos y países pobres o “civilizados y bananeros”— sino como un proceso heterogéneo de “maduración” de ciertas contradicciones, que no necesariamente “maduran” con mayor intensidad en los puntos más avanzados del desarrollo de las fuerzas productivas: en la concepción de Lenin, esta “maduración” ocurre con perfiles más dramáticos en los “eslabones débiles” del sistema, áreas en las que una confluencia de factores históricos determina agudizaciones muy particulares de esas contradicciones.
Sin necesidad de ahondar en el tema, puede señalarse que América Latina constituye —en trazos gruesos— uno de esos “eslabones débiles” por su condición de región dependiente.
La información disponible es contundente en cuanto a que la referida crisis ha afectado a todo el sistema, pero no de forma homogénea: Europa es un “eslabón fuerte” —más allá de su sometimiento por Estados Unidos—; esto quiere decir que el sistema cuenta allí con recursos como para paliar los efectos de la crisis, lo que se traduce en dos consecuencias estrechamente vinculadas: por un lado, en los “eslabones fuertes” la dominación burguesa se permite conservar en mayor grado las formas democráticas; por otro, en los “eslabones débiles” suele tener mayor influencia la lucha ideológica.
Podríamos haber hecho un análisis similar respecto del famoso “cordón sanitario” francés o de la mayor “moderación” en el neoliberalismo del gobierno de la Primera Ministra de Italia, Giorgia Meloni.
Estas apreciaciones sirven para comprender mejor el proceso político argentino y revisar algunas certezas que se desvanecieron con el triunfo de Milei, como la afirmación de que “en la Argentina no puede ganar un Bolsonaro”.
El régimen mileísta: caracterización
De lo escrito hasta aquí se deduce que a cada país podría corresponder un modo de ser fascista, pero que el régimen de gobierno de un país no será fascista cuando los sectores dominantes quieran, sino cuando puedan. Asimismo, es oportuno destacar que una cosa es un régimen fascista en un país y otra muy distinta que el gobierno de un país cuente con fascistas —portadores de esa ideología— entre sus miembros.
Entiendo que no podemos caracterizar como fascista al régimen que formalmente encabeza Javier Milei; pero no porque la Argentina sea un país dependiente, pues de acuerdo con lo explicado en el segundo apartado de esta nota, el país vivió su experiencia fascista con la última dictadura; tampoco porque el mileísmo no practique —no podría— el nacionalismo agresivo de un imperialismo: España conoció el fascismo desde la década del ‘30 del siglo pasado, sin que entonces tuviera veleidades imperiales. No podemos calificar al régimen mileísta de fascista fundamentalmente porque no ha establecido un Estado totalitario en el que se concreta e institucionaliza la ideología fascista, según expresiones no sólo en los textos citados y otros de tradición marxiana, sino en los de los propios teóricos del fascismo clásico. El régimen mileísta no constituye una dictadura terrorista abierta con asiento en un Estado totalitario, factor decisivo que impide adjetivarlo como fascista. Habrá que ver qué pasa en el futuro, y estar particularmente alerta si el mileísmo obtuviera un holgado triunfo en las elecciones de este año.
Me inclino por caracterizarlo como un autoritarismo reaccionario y cipayo. Hago así referencia a sus aspectos esenciales: a) la ruptura de derechos conquistados democráticamente; b) su carácter de clase que impone una matriz neoliberal radicalizada, y c) su deriva antinacional en línea con la tradicional sumisión de la oligarquía y burguesía criollas.
Sin embargo, insisto en la transitoriedad de esta caracterización: debe entenderse en el marco de una dinámica que implica la potencialidad de un proceso de fascistización, que da entidad a vocablos como “neofascismo” o “postfascismo” en la medida en que den cuenta de esa posibilidad.
En términos de estrategia política, es clave que el movimiento popular y democrático tome conciencia del peligro que representa el mileísmo: no es lo mismo enfrentar a los adversarios tradicionales de los trabajadores que a una organización empeñada en eliminar toda conquista democrática y desintegrar la entidad nacional.
El régimen mileísta como forma de dominación
Esta forma de la dominación permite acelerar el alcance de una serie de objetivos hasta entonces obstruidos por un determinado nivel de la lucha de clases: concretamente, apurar y profundizar hasta el límite una acumulación de capital basada en la remuneración de la fuerza de trabajo muy por debajo de su valor histórico, un proceso en el que la acumulación pasa a gravitar sobre la pauperización absoluta de los trabajadores.
Por otra parte, el mileísmo, con su militancia anti-nacional, precipita el proceso de transnacionalización de nuestra economía, no sólo en lo que hace a la propiedad, sino también en la esfera de la producción propiamente dicha, que pasa a insertarse claramente dentro de una nueva división internacional del trabajo, en un acentuado rol de país dependiente. Así destruye toda forma de industrialización, genera la quiebra de miles de empresas y bloquea avances tecnológicos fundamentales. Además, genera una recomposición del bloque dominante, pero no en los términos del fascismo clásico que alcanzaba cierta autonomía político-estatal en torno a una burguesía burocrática, sino fortaleciendo el poder de ciertas fracciones burguesas nativas y oligopólicas y sus aliadas extranjeras: otra vez sopa.
Ha avanzado en garantizar a grandes capitales la libre disponibilidad de los recursos naturales, es decir, en la ruptura de cualquier atisbo de soberanía nacional que se convierta en obstáculo para su apropiación: para eso está el mentado RIGI; y podría lograr un alto triunfo simbólico para el capitalismo de cuño occidental que desde hace 50 años se expresa en la modalidad conocida como neoliberalismo, si consiguiera dar continuidad al sometimiento político-ideológico de un país con una larga tradición igualitaria y sindical, que además es referencia insoslayable en materia de derechos humanos: para quebrar estos atributos están la batalla cultural y la represión. El mileismo parece escoger la cultura como campo de batalla principal, no la política, en una aparente aplicación de la teoría de Gramsci.
Sin embargo, conviene observar que el Presidente y sus ideólogos mencionan la noción gramsciana de hegemonía sin entenderla: en los hechos responden a los principios schmittianos de autoridad: decisión y definición de un enemigo a enfrentar —Milei llamó a “arrasar con el kirchnerismo” y su aliado Macri respondió “vayamos juntos y arrasemos al kirchnerismo”—; para lo cual cuentan con la violencia deliberadamente inducida que permea prácticamente todas las capas sociales. En esta línea de razonamiento, no puede omitirse la clara influencia de la retórica mileísta en los ejecutores del intento de magnicidio contra Cristina Fernández de Kirchner; y puede explicarse que, después de doblegar al Parlamento, se esté consumando una ofensiva desembozada contra el movimiento de derechos humanos, la política de memoria, verdad y justicia y los sindicatos.
Finalmente, el mileísmo reorganiza el mercado interno, no sólo concentrándolo hacia arriba, sino también redefiniendo los patrones de consumo de los sectores populares, afectando fuertemente sus condiciones de salud, educación, vivienda, etc. Miles de compatriotas no pueden “alimentarse” sin recurrir a lo que otros desechan.
No obstante, aquellas cualidades atacadas que atesora el país son las que podrían poner un límite a partir del cual se inicie un proceso —uno más— de rescate nacional y social.
[1] La ofensiva del fascismo y las tareas de la internacional en la lucha por la unidad de la clase obrera contra el fascismo. En Selección de trabajos. Ed. Estudio, Buenos Aires, 1972, pp. 182-83.
[2] Op. cit., p. 183.
[3] Marx, Glosas marginales al programa del Partido Obrero Alemán. En Obras escogidas. Ed. Progreso, Moscú 1980, tomo 3, p. 9.
Por Mario de Cases