Sobre la naturaleza de las trampas y lo deshonesto en educación

Actualidad18 de octubre de 2024
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Existe una gran preocupación en el mundo académico en general, particularmente vinculada con la disponibilidad prácticamente ubicua de la inteligencia artificial de cada vez mejor nivel en interfaces cada vez más sencillas, en torno al concepto del llamado «cheating«, habitualmente mal traducido al español como «copiar», pero que en realidad está reflejado mejor por la idea de «hacer trampas».

El término «academic dishonesty«, o «fraude académico», puede seguramente venir a reflejar mejor la naturaleza de esa conducta, por lo que tiene de multifactorial y de recoger categorías de comportamientos muy variadas, pero la tendencia de las instituciones académicas a convertirlo todo en reglamentaciones o sistemas de reglas rígidas hace que, en muchos casos, se convierta en un «cajon de sastre» en el que englobar cuestiones que no tiene ningún sentido sancionar.

El presidente de la institución académica en la que llevo treinta y cinco años trabajando, Santiago Íñiguez, ha escrito hace poco sobre el tema en LinkedIn con un enfoque interesante, aunque echo en falta algunos elementos acerca de la raíz del problema. Desde mi experiencia, creo que es fundamental definir el fraude académico como un problema mucho más de las instituciones que de los alumnos: en muchos sentidos, el comportamiento de los alumnos es, básicamente, el lógico y esperable ante unas instituciones que adoptan métricas completamente erróneas.

El problema de las métricas en la educación no es nada nuevo: tratar de medir el desempeño de un estudiante mediante una calificación, por muy promedio que sea, es de un reduccionismo demencial y completamente absurdo. Vivimos en un mundo en el que utilizamos gráficas multidimensionales de once ejes para evaluar de manera exhaustiva el rendimiento de un jugador de fútbol, pero resumimos el de un estudiante en un simple número al que llamamos GPA al que damos una importancia desmesurada cuando, en realidad, no proporciona ninguna información relevante, o que incluso falsea la realidad. Laszlo Bock, en los diez años que pasó como Senior VP of People Operations en Google, lo demostró claramente: la correlación entre la nota media de una persona y su desempeño profesional es completamente inexistente. Siglos de desarrollo de metodologías educativas nos han servido para terminar centrándolo todo de manera completamente obsesiva en generar una variable que es UNA BASURA, y que no indica nada.

La raíz del problema está en la conocida como Ley de Goodhart: «cuando una métrica se convierte en un objetivo, deja de ser una buena métrica». Si las instituciones y la sociedad se dedican a obsesionar a los alumnos con su nota media, los alumnos pasan automáticamente a que su objetivo no sea maximizar su aprendizaje, sino maximizar su nota media. Y el fraude académico es, para eso, el camino más corto.

El problema, por tanto, no debe ser enfocado en «cómo reducir el fraude académico», sino en «cómo hacer que deje de tener sentido». Y es razonablemente sencillo: construyendo un sistema que evalúe mejor a los alumnos, de manera menos simplista, y que permita de verdad su uso para predecir el rendimiento de una persona en un puesto de trabajo determinado. Como decía Einstein, que dejemos de evaluar a un pez por su habilidad para subirse a un árbol.

Sancionar a un alumno por utilizar inteligencia artificial para un ejercicio, y potencialmente destrozar sus posibilidades de ser aceptado en una institución competitiva es una soberana barbaridad. Sí, de acuerdo, había unas reglas, pero… ¿tienen sentido esas reglas? ¿De verdad se justifica tomar el rábano por las hojas y prohibir toda aproximación a una herramienta como la inteligencia artificial? ¿Es lo mismo utilizarla por genuina curiosidad – y tratar de comprobar su rendimiento convirtiendo el experimento en un entregable – que hacerlo por razones como la indolencia? ¿Hablamos de un estudiante no brillante que utiliza el fraude para tratar de engañar al sistema, o de uno muy brillante que simplemente cuestiona las reglas? ¿Vale la pena agarrarse al «las reglas son las reglas» en un caso así? Los sistemas de reglas tradicionales ya no sirven: para lidiar con el escenario actual, necesitamos una drástica revisión de los sistemas éticos que rigen la educación y el aprendizaje.

Las instituciones que prohiben el uso de inteligencia artificial están haciendo una soberana estupidez, porque privan a sus alumnos de la ventaja competitiva que supone saber utilizar bien esa herramienta. Lo que hay que hacer no es prohibir el uso de algoritmos generativos, sino desvincularse de si los han utilizado o no y evaluar en función de cómo lo han hecho: si los utilizan mal, preguntando de manera poco eficiente, copiando y pegando sin mayor elaboración o sin llevar a cabo un trabajo de verificación, merecen una nota baja. Pero si saben plantearse estrategias para maximizar el rendimiento de esa herramienta, construir utilizando su respuesta y verificar los resultados adecuadamente, estamos haciendo lo mismo que si los sancionamos por utilizar Google, o por acudir a una biblioteca. ¿Qué preferimos? ¿Que le pidan a un estudiante brillante en un país en vías de desarrollo que les escriba su trabajo?

Por supuesto que los alumnos van a utilizar algoritmos generativos, y si de ello depende una nota única en la que se juegan su futuro, más aún. Y como ocurre con toda nueva tecnología, los van a utilizar mal, haciendo preguntas simplistas, copiando y pegando sin más, a menos que les entrenemos en cómo hacerlo bien. Por tanto, el reto está no en que no los usen, sino en que sepan utilizarlos bien y en que su uso maximice las posibilidades de aprendizaje, que es un objetivo perfectamente compatible si se plantea bien. ¿De verdad alguien en su sano juicio cree que tiene sentido volver al papel y al lápiz para evitar que los alumnos recurran a la inteligencia artificial?

De hecho, estoy completamente seguro de que para la gran mayoría de las llamadas hard skills, los alumnos recurrirán cada vez más a asistentes de inteligencia artificial a los que pueden preguntar lo que quieran, las veces que quieran, 24×7 y sin interacción humana a una máquina que no les juzga y que se adapta a su estilo ideal de aprendizaje. La inteligencia artificial no ha venido a destruir la educación, sino a cambiarla… una educación que, además, necesitaba desesperadamente un cambio, porque seguía utilizando las mismas metodologías que hace más de 150 años. La inteligencia artificial es el futuro del aprendizaje, y no , no es necesariamente copiar ni un fraude.

Es el momento de replantear muchas cosas en educación. Y no hacerlo puede significar la pérdida de una gran oportunidad para reformar un sistema espantosamente caduco que, además, hace mucho tiempo que dejó de dar buenos resultados.

Nota: https://www.enriquedans.com/

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