







La líder espiritual del cristinismo, Cristina Kirchner, lidera el operativo clamor que pretende instalarla a ella misma en la presidencia del Partido Justicialista. Ese mismo partido que tanto ella como Néstor Kirchner despreciaron y relegaron a la irrelevancia durante todo el siglo XXI. El operativo clamor suena, también, a operativo retorno: Cristina quiere volver a un lugar del que se fue hace mucho tiempo, si es que estuvo allí alguna vez. También podría ser un operativo rescate: rescatar al kirchnerismo, al cristinismo y a ella misma. Lo cierto es que todo este movimiento de roscas y proclamas es toda una novedad: tras dos décadas de ninguneo, con algunos episodios de sepultura, el kirchnerismo en su fase cristinista quiere controlar el PJ. Y ahora lo quiere precisamente porque encuentra valor en todo lo que alguna vez le negó: sus símbolos, su legitimidad y su capacidad de funcionar como herramienta político-electoral.


Breve historia del PJ kirchnerista
Entre 1983 y 2002, una de las grandes novedades de la política pos dictadura fue que el Partido Justicialista, creado como tal a principios de los 70, se convirtió en la institución que representó al peronismo. El movimiento de Juan Perón, una organización desorganizada que desconfiaba de la «partidocracia» y venía de una larga proscripción, finalmente tenía un partido en serio. Comenzó derrotado por Raúl Alfonsín, luego se dividió entre ortodoxos y renovadores, y tras la histórica interna de 1988 fue liderado durante más de una década por su triunfador, Carlos Menem, que presidió al partido entre 1990 y 2003.
Desde la perspectiva de hoy, podemos decir que el riojano fue el principal protagonista de la era «pejotista», por no decir el único. Peronista de la primera hora, preso de los dos golpes antiperonistas (1955 y 1976), fallido precandidato presidencial justicialista de las elecciones que nunca se realizaron (1977), Menem ganó por los votos el liderazgo del peronismo pos Perón en 1988, y luego se apoyó en el PJ para ejercer la jefatura del movimiento. En las ocho elecciones nacionales que tuvieron lugar entre 1989 y 2001, PJ y peronismo eran sinónimos.
Esta asociación del PJ con Menem fue tan fuerte que sus adversarios necesitaron tumbar el partido para ganarle. El ascenso de Néstor Kirchner en 2003 puede definirse como una despejotización del peronismo para lograr su desmenemización.
El arquitecto de esta jugada despejotizadora fue el propio Eduardo Duhalde, entonces presidente transitorio de la Argentina. Se acercaban las presidenciales de 2003, había que definir el candidato del justicialismo, Menem quería volver y pedía internas, y Duhalde sabía que el riojano tenía muchas chances de ganarlas. Entonces convocó al Congreso del PJ –que dominaba Duhalde, pese a que Menem seguía siendo formalmente el titular partidario– y lo hizo tomar una singular decisión: que el partido se abstuviera de participar en las elecciones presidenciales. Había tres candidatos peronistas, Menem, Kirchner y Rodríguez Saá, y cada uno debió competir con sus propios sellos. El PJ había sido puesto en suspenso como condición para su renovación.
Uno de los logros menos comentados de Unión por la Patria después de su derrota en las elecciones del año pasado ha sido su unidad «a pesar de todo»
Pero el ganador de esa batalla, Néstor Kirchner, no quiso sacar al PJ del freezer una vez que llegó al poder. Para empezar, a Kirchner no le alcanzaba con anular a Menem, ahora también quería desplazar a Duhalde, y Duhalde tenía al PJ en sus manos. En las elecciones de 2005 Kirchner consolidó el sello que había importado de Santa Cruz, el Frente para la Victoria (FPV), convertido en la nueva denominación de la coalición electoral oficialista, y enfrentó al PJ, aún duhaldista. Cristina se impuso sobre Chiche Duhalde. Para darle forma jurídica al nuevo frente oficialista, Kirchner creó un nuevo sello nacional, el Partido de la Victoria (PV), que originalmente presidió la entonces muy kirchnerista Graciela Ocaña. El PV era el centinela de los Frentes para la Victoria de las provincias.
Para las elecciones presidenciales de 2007, donde el FPV postuló a la presidencia a Cristina Kirchner por primera vez, ya el oficialismo kirchnerista había recuperado el control del PJ en la mayoría de las provincias, pero no en todas, por lo que no era el sello del frente oficialista a nivel nacional; era, por así decirlo, un miembro más del FPV, que en muchos distritos estaba embarcado en la ampliación hacia la izquierda de su base de dirigentes y candidatos. Desde entonces, y hasta la elección de Alberto Fernández como su titular a principios del año 2021, el PJ osciló entre intervenciones judiciales, jefaturas interinas y algunos intentos poco creíbles de alinearlo con el kirchnerismo.
En resumen: el PJ funcionó bien en la etapa menemista, pero fue relegado a la intrascendencia por el kirchnerismo. Cabe agregar que Cristina Kirchner fue una empedernida impulsora de estructuras alternativas al PJ para darle formato al cristinismo. Unidos y Organizados, Unidad Ciudadana, La Cámpora o el Instituto Patria fueron sus más notorias creaciones, pero no las únicas. ¿Por qué, veinte años después de descartarlo, Cristina ahora estaría intentando volver al PJ? ¿O, mejor dicho, ir a él por primera vez?
Entre la nostalgia simbólica y las técnicas de poder
Las dos décadas de lucha del kirchnerismo contra el pejotismo tuvieron la marca de la innovación. El PJ era lo viejo; el kirchnerismo, lo nuevo que venía a reemplazarlo. Es indudable que algo de eso hubo, y duró varios años. Y es por eso que esta reciente vocación kirchnerista por el PJ, primero expresada por Máximo Kirchner al asumir como presidente del partido en la provincia de Buenos Aires, y ahora por Cristina a nivel nacional, tiene aroma a claudicación. Cuando lo nuevo son los libertarios y las derechas radicalizadas, pareciera que el kirchnerismo reclama para sí los símbolos del consenso alfonsinista. Algo de ello se vio en la campaña de Sergio Massa, en las cartas de Cristina y en las marchas universitarias de 2024: frente a las novedades arrolladoras del mileísmo, resistiremos con los recuerdos de la Argentina de los años 80.
Esto vale como explicación general. Pero a ello podríamos agregarle algunos objetivos específicos que explican la decisión. Para Cristina el PJ, además de un símbolo de la democracia de los partidos, el PJ podría ser una herramienta para reconstruir su poder debilitado.
Uno de los logros menos comentados de Unión por la Patria después de su derrota en las elecciones del año pasado ha sido su unidad «a pesar de todo». Hay pocos antecedentes de homogeneidad peronista con posterioridad a una derrota electoral. Esto puede ser mérito de Milei, que los abroquela, o de una buena gestión política por parte del rosarino Germán Martínez, el jefe de bloque designado por Alberto Fernández que conservó el cargo por mérito propio. Es probable que Cristina quiera para sí esta medalla, que hoy no tiene un espacio de conducción formal, más allá del despacho de Martínez.
Una señal de ello la dio el cristinista Mariano Recalde en una entrevista reciente. Consultado por la colaboración de diputados peronistas tucumanos y catamarqueños con el mileísmo, Recalde anticipó que van a ser desafiliados del PJ «una vez que se formalice la nueva conducción». Esto nunca ocurrió, ni pudo haber ocurrido nunca en el pejotismo líquido de la era kirchnerista, pero ahora pareciera que el kirchnerismo quiere utilizar al partido como garrote disciplinador.
Si Cristina quiere al PJ para liderar desde allí a los bloques de diputados y senadores, y contabilizar como propios a aquellos que “son afiliados al PJ y votan como tales”, estaría reconociendo la centralidad del Congreso en la Argentina de Milei, y su vocación de utilizarlo políticamente. Sucede que Milei, como sabemos, gobierna con bloques exiguos y precarios, y se juega la gobernabilidad en cada votación legislativa. Por eso, saber quién es quién no puede ser solo una habilidad de los periodistas acreditados en el Congreso: se necesitan lealtades explícitas. En este marco, el control partidario de los bloques, tal como anuncia Recalde, implicaría una nueva definición del bloque opositor, que ya no se definiría por el “poroteo” nominal en el recinto, sino por identidad partidaria. Si “los que votan con Milei no son peronistas” y si “los que votan como ordena el partido sí lo son”, estaríamos ante una nueva movida de ordenamiento ideológico del sistema partidario. En la línea que propone Milei, pero desde la oposición.
Ahora bien, ejercer ese rol disciplinador del peronismo legislativo tiene consecuencias identitarias. En principio, Cristina debería contar con una gran legitimidad peronista para ejercer ese rol, pero ella misma la estuvo esquivando ese lugar durante veinte años. En algunos temas tal vez los términos estén más claros: por ejemplo, en los temas relativos al derecho laboral y el rol del sindicalismo. Pero en el resto de las cuestiones, ¿con qué autoridad ese hipotético PJ orientador de la ideología peronista va a fijar los términos de quien está adentro y quien afuera?
Si ese fuera el plan, el riesgo de una presidencia del PJ en manos de Cristina –al menos en los términos que anuncia Recalde– podría ser un achicamiento partidario. Desde hace varios años, el kirchnerismo y la propia Cristina tienen una presencia secundaria en el interior del país, aunque conservan influencia en la provincia de Buenos Aires. Y allí está el otro peligro: si Cristina utiliza su nuevo rol partidario nacional para intervenir en la interna bonaerense, puede precipitar una confrontación aún mayor. El peronismo no kirchnerista, que gana adeptos, podría verlo incluso como una oportunidad para tomar más distancia, y darle forma a la tercera vía con la que muchos sueñan.
Retorno o ingreso
El operativo retorno –u operativo ingreso– de Cristina a las oficinas del PJ en la calle Matheu es un experimento fascinante para la peronología. Un fenómeno de aceleración de todas las tensiones y contradicciones que el peronismo ha cocinado a fuego lento durante dos décadas. La identidad peronista –y kirchnerista– entrarían en un proceso de reescritura, y también los roles del peronismo territorial, legislativo y gremial. Sacudiría a la oposición de su letargo, y activaría muchos debates. No podemos anticipar si ella logrará gestionar eficazmente la unidad o si precipitará la fragmentación. En cualquier caso, si algo hemos aprendido los analistas políticos en las últimas décadas es no subestimar la capacidad de construcción política de CFK, que es muy superior a su eficacia de gestión.
Por Julio Burdman * Politólogo. / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur







