





«Quien camina una sola legua sin amor
camina amortajado a su propio funeral»
Walt Whitman
Han comenzado los funerales del peor gobierno desde 1983. Un podio que cuesta ganar, pero que este gobierno ha conquistado con holgura. Para bien de muchos y disgusto de pocos, el gobierno se encamina amortajado en su propia estulticia a su fin. Solo se requiere saber la fecha del desenlace, pero su atonía ha comenzado. Nada podrá hacer para recuperar su ilusorio poder, y bastó que un electorado hastiado y poco motivado fuese a votar para que todos señalen lo que todos sabíamos: el grotesco monigote que se supuso rey siempre estuvo desnudo.
Vendrán ahora los apurones de los deudos para no ser enterrados de cuerpo presente, y quienes entre sollozos arrepentidos señalarán los responsables del desquicio, que no serán ellos por supuesto. Y quienes se pondrán en la cola para ocupar el lugar vacante, aunque venga sin beneficio de inventario, que el Estado es una vaca siempre generosa y nunca niega un vaso de leche más que a necesitados e indigentes.
Aunque fuera cantado, este final sin ninguna gloria y a pleno bochorno, deja un sabor amargo. No hay victoria acá, solo alivio. Un alivio, además, entre comillas. Y no solo porque estamos apenas en el principio de un fin que todavía no avizoramos con claridad. Tampoco porque recuperarnos del estropicio propinado a la economía y a la sociedad llevará añares. Si solo se tratara de ahora en más de reconstruir y sanar, alcanzaría para sentirnos felices. Aunque sea con la felicidad que procura una tarea ardua.
El sinsabor proviene porque nos miramos entre nosotros y no nos gusta a quienes vemos. Siempre se ha afirmado que este presidente no es la causa de lo que nos pasa, sino el síntoma. Y ante la resaca de su desprestigio, volvemos a enfrentarnos a ese espejo. No somos Dorian Gray, somos el retrato corrupto.
En un sentido abstracto, la pareja gobernante no fue parida solo por sus padres, sino por una época. Sus disvalores, su profunda inmoralidad, su angurria egoísta, no son patrimonio exclusivo de un par de hermanos con el alma deformada a palos y desamor. Fueron moldeados por una sociedad sin rumbo y resentida, que se cocinó al fuego lento de la frustración y la incertidumbre.
Se me dirá que todos no somos así, que esta sociedad supo contener y empujar luchas y épicas ejemplares. Es cierto. Tanto como que hoy se cuentan por centenares, si no miles, los funcionarios que han hecho posible este desaguisado y han medrado con él. Que han ocupado funciones para las que no tenían formación ni experiencia, pero sí vocación para servirse de ellas para su provecho personal. Y se cuentan por decenas de miles los funcionarios, periodistas, opinólogos, empresarios y dirigentes de toda raza y pelaje que han mirado para otro lado, o mirado para sí, antes de cumplir con su responsabilidad social de señalar lo que sucedía.
Y esto para no hablar del poderoso, difuso y extendido dispositivo que llevó a este esperpento al poder de un modo tan imparable como deliberado. Como el caldo de cultivo donde se cocinó la vulgaridad y el cualunquismo que lo hizo digerible para tantos que bebieron de él.
El problema no solo es la actual corrupción desenfrenada, la falta de rumbo y la angurria bestial de las clases dirigentes. Con ser problemas determinantes de nuestra frustración, pueden proliferar y afincarse en un clima de época que los tolera y propicia. Un estado de anomia e insolidaridad que nos deja inermes ante el mal gobierno. Un gobierno que no es cuestión de uno, sino de muchos.
Quiero mencionar dos casos de crueldad protagonizados por personal de las fuerzas de seguridad. No porque estos episodios expliquen todo, sino porque ilustran lo que intento decir. En un caso, un grupo de agentes de la Policía de la Ciudad rodean y reducen en el subte a un supuesto ladronzuelo o quizás solo vendedor ambulante con mala suerte. Arrojado al piso, esposado, el muchacho se queja del trato. Para que deje de quejarse, una policía le dice con absoluto desprecio “¡Cerrá el orto!” mientras varios transeúntes la filman. En otro caso aberrante, un lisiado a quien le falta una pierna y que se traslada en muletas es interceptado, también por la policía de la Ciudad, por el posible delito de vender baratijas en la vía pública. Para contener su protesta, un uniformado no encuentra mejor solución que quitarle las muletas. Como el infeliz reclama que se las devuelva, saltando sobre una pierna, le pega un empujón que lo arroja al piso, ante la mirada impávida de los otros policías.
Menciono estos casos no porque sean únicos, sino por ilustrativos. Y no ilustrativos de la repugnante bajeza de los policías protagonistas, sino por la falta de reacción oficial ante estos episodios hechos públicos. Nadie en el Gobierno de la Ciudad consideró que debía dar una explicación, ni presentar una excusa ni mucho menos sentirse interpelado. Total normalidad. Lo que hicieron estos policías es lo que pueden y quizás deban hacer con cualquier ciudadano que no se resigna a que sus derechos y garantías sean pisoteados. Ningún funcionario público, de esos que tienen el deber de denunciar los delitos de los que toman conocimiento, ningún juez, fiscal o defensor oficial creyó ver en estos hechos que se quebrantara ley alguna.
De allí a la impunidad con que esas mismas fuerzas de seguridad apalean ancianos y discapacitados, manifestantes pacíficos y transeúntes, hay un paso y no es inocente. Todos sabemos que el poder reprime con impunidad, y no en nombre de la ley y el orden, sino en única razón de su fuerza y su prepotencia y en salvaguarda de ya sabemos qué intereses ajenos al bien común.
Como sociedad, hemos caminado una larga legua sin amor alguno por los otros. Y esto ha liberado monstruos morales y derribado barreras de convivencia. El trabajo de sanación institucional será tanto o más esforzado que la reparación económica y social que nos espera.
Por Miguel Gaya * Escritor, poeta y abogado defensor de Derechos Humanos / La Tecl@ Eñe





