





10 de septiembre de 2025 (x @JMilei)
A los economistas se les suele pedir que funcionen como una suerte de oráculos. De hecho, los consultores, que son los economistas que más dinero ganan, se dedican precisamente a proyectar escenarios macroeconómicos futuros, en todos los plazos, para que el capital tome decisiones de inversión más o menos informadas. Por supuesto, el capital no paga solo por las predicciones, sino también por otra de las funciones esenciales de la economía y de los economistas: construir ideología, que es la que legitima la distribución del ingreso, un punto que aquí nos conformaremos con mencionar. Hasta hace no mucho, a los consultores que tenían algún acierto con sus predicciones se los llamaba “gurúes”. Algunos hasta se presentan como “Fulanito, el economista que predijo la crisis X”. Futurismo y economía siempre fueron de la mano, y quizá por ello la primera pregunta que surgió tras el baldazo de agua fría que recibió el oficialismo en las recientes elecciones bonaerenses del 7 de septiembre fue ¿hasta cuándo aguanta el programa económico?
Lo primero que puede decirse es que el economista local que prediga una crisis tiene altas chances de acertar, pero el desafío reside en la precisión temporal, en la exactitud del cuándo. La primera respuesta provisoria, entonces, es que el futuro no puede predecirse con exactitud. Si alguien es capaz de hacerlo habrá descubierto, para bien de su patrimonio, la piedra filosofal. Sin embargo, lo que sí es posibles es establecer las relaciones causa-efecto de las políticas económicas. Lo que siempre puede saberse es la dirección de las variables. Y esto, adelantando el final de esta nota, permite anticipar una respuesta general a la pregunta: el experimento económico libertario, tal como está formulado, tiene los días contados, está condenado al fracaso y es altamente probable que ello ocurra más o menos pronto.
El contexto en el que llegó Milei
Aquí aparecen los matices. La precisión de esta predicción depende también de factores exógenos al programa económico. Concretamente, el plan podría “comprar” sobrevida si se lo continúa sosteniendo con ingreso de capitales y más endeudamiento. Recordando la historia, todas las crisis recientes más resonantes, desde el fin de la convertibilidad en 2001 a la explosión del endeudamiento macrista en 2018, sobrevinieron cuando el crédito externo se cortó, lo que suele ser precedido por una carrera del capital local para hacerse con todos los dólares que conserve el sector público, sean los de las reservas del Banco Central o los magros depósitos del Tesoro. No hablamos de nada nuevo, sino de hechos históricos conocidos y que, abominando de aquello de tropezar varias veces con la misma piedra, tienden a repetirse.
El experimento económico libertario, tal como está formulado, tiene los días contados, está condenado al fracaso y es altamente probable que ello ocurra más o menos pronto.
El spoiler “la crisis inminente del modelo libertario” también debe ser explicado por la evolución de las variables que conducen al presente. Como por algún lado hay que empezar, es posible situar un punto de partida a mediados del gobierno del Frente de Todos, esto es, a grandes rasgos, en la pos pandemia. Luego de la expansión del gasto durante la pandemia, era necesario volver a buscar algún equilibrio de las cuentas fiscales. No se trataba de vulgar fiscalismo, sino del balance externo de la economía. Decimos esto porque cuando la economía crece presiona sobre las cuentas externas. El límite fáctico para el crecimiento impulsado por el gasto es la disponibilidad de divisas. La estabilidad macroeconómica pasa por no tener déficit externo: el interno está subordinado, es una herramienta para la conducción del ciclo económico. En aquel momento, en la pos pandemia de 2022, la renegociación del inmenso endeudamiento macrista con el FMI y los tenedores privados consiguió un período de gracia, lo que significaba una oportunidad para reordenarse sin la espada de Damocles de los compromisos externos. Las disputas al interior del gobierno, en paralelo con las indefiniciones presidenciales, postergaron la toma de decisiones, a punto tal que no se consiguió siquiera corregir los subsidios a la energía en un contexto de aumento de los precios internacionales por el inicio de la conflagración en Ucrania.
Así, llegamos a 2023 en el peor de los escenarios, con la continuidad del rojo fiscal, aunque todavía sin una situación externa tan comprometida. El cisne negro fue la gran sequía de ese año, que produjo una caída de las exportaciones y redujo la oferta interna de divisas. Como nadie en aquel gobierno estaba dispuesto a hacer un ajuste en el año electoral, el gasto continuó a pesar de la escasez de dólares: el resultado fue el aumento de la inflación, lo que finalizaría con la eyección del gobierno de la peor manera, es decir, siendo reemplazado por un inesperado outsider de ultraderecha sin ninguna experiencia política. Visto desde la estratósfera analítica, si tal cosa sucede es porque todo salió mal, pero lo cierto es que, una vez conocidos los resultados de la primera vuelta electoral, la gran burguesía local, siempre deseosa de ajustar el Estado que les cobra impuestos, se encolumnó detrás del candidato libertario. La ilustración de este apoyo fue la visita de Javier Milei a Mauricio Macri en la que se acordó el respaldo del extinto cambiemismo en la segunda vuelta. Tras el triunfo en el ballotage, sus nuevos sponsors encerraron a Milei en un hotel, le transfundieron todo lo que pudieron del programa ya preparado y lo nutrieron de los “cuadros técnicos” más indispensables.
En el gobierno
La nueva administración tenía -y tiene- un diagnóstico absolutamente primitivo de los problemas estructurales heredados: la idea principal es que las dificultades eran exclusivamente fiscales, por lo que un fuerte ajuste presupuestario que eliminara de raíz el déficit terminaría con la inflación y permitiría arribar rápidamente a la estabilidad. Nunca hubo más que eso; el resto era compensar el “déficit de represión” de las movilizaciones sociales y librar la batalla cultural ultramontana, detalles. La sociedad, sin detenernos aquí en las causas, parecía dispuesta a aceptar las penurias que se le proponían. Quizá no entendía muy bien la propuesta -“son cosas que dice, pero no las va a hacer”-, pero sentía que necesitaba “un cambio”. Las crisis, o mejor dicho la persistencia de la alta inflación, provocan en quienes perciben ingresos fijos y no pueden defenderse una constante sensación de pérdida. El sueño húmedo de la ortodoxia económica parecía cumplirse una vez más, lo que dio pie a la construcción del primer gran mito libertario, el del ajuste con apoyo social.
El nuevo gobierno comenzó entonces con una fuerte devaluación y un ajuste de shock sobre las cuentas públicas. El trabajo sucio se hizo rápido, y el ajuste cayó sobre los jubilados, la salud, la educación, la ciencia, las políticas para la discapacidad, la infraestructura y los trabajadores estatales. En paralelo se bajaban impuestos a los más ricos. La doble vara fiscal fue notable. Se era “degenerado fiscal” si se reclamaba por recortes de gastos esenciales, como el mantenimiento de rutas y universidades o el apoyo a discapacitados y enfermos de cáncer, pero no si se reducía por ejemplo el impuesto a los bienes personales. El carácter clasista de la nueva administración se hacía evidente.
Durante los primeros meses todo pareció “funcionar acorde al plan”. El gobierno comenzó incluso a acumular reservas internacionales, es decir dólares en el Banco Central (las reservas netas salieron del negativo heredado). Sin embargo, luego del ajuste de partida y tras el shock devaluatorio, comenzó un lento proceso de revaluación del peso. La teoría monetarista más ramplona, el cantito “la inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario”, se dejó de lado, y comenzó a utilizarse un recurso estabilizador clásico de todas las épocas: el dólar como ancla antiinflacionaria, una herramienta adictiva porque tiene la virtud de tener como contraparte un efecto positivo sobre los ingresos. Si el dólar se abarata, aumentan los salarios medidos en divisas. Pero lamentablemente para la construcción de un mundo feliz, los efectos no son solo de ingresos, sino también la presión sobre el sector externo, sobre todo si la medida, como sucedió, se combinaba con apertura importadora. Para abaratar el dólar hacían falta dólares que la economía, en principio, no tenía. Decimos “en principio” porque si bien no se generaban suficientes dólares por el lado de las exportaciones, si aparecieron los dólares financieros y algo más.
Desde el comienzo del gobierno libertario los mercados financieros vivieron una fiesta revaluatoria de bonos, títulos y acciones que se retroalimentó con la puesta en marcha del carry trade, es decir con el sostenimiento de una tasa de interés súper positiva en divisas para alentar el ingreso de capitales financieros. Pensando en los dólares no financieros, también se logró aprobar el RIGI, un régimen ultrafavorable para las grandes inversiones destinadas a la explotación de los recursos naturales que, se esperaba, generarían los dólares futuros. Hasta el presente, sin embargo, el resultado del RIGI fue bastante magro, quizá porque falte una comprensión más profunda de “por qué invierten los inversores”. Pero el punto fuerte en materia de ingresos de divisas, el que aportó los dólares contantes y sonantes, fue el permisivo blanqueo de capitales, que se tradujo en la entrada de más de 23 mil millones de dólares que despejaron el frente externo durante todo 2024.
Durante 2025 la fiesta revaluatoria continuó, tanto que hasta se bajó “la tablita” de la devaluación oficial a la mitad, siempre bien por debajo de la inflación. Los efectos del dólar barato suelen ser, además de positivos para el ingreso, rápidos. Se produjo también el progresivo reemplazo de producción propia por importada y otro clásico local, la importación de servicios turísticos: los viajes al exterior. Reapareció así la fiesta del “empleado medio” que sobre el final del segundo gobierno kirchnerista se compraba “celulares y plasmas” y se iba de vacaciones al exterior. El economista que por aquellos años decía estas cosas (“Les hicieron creer que podían viajar al exterior”) fue muy criticado por el tufillo clasista de la descripción, pero tenía razón en el sentido de que son tendencias típicas y predecibles que suceden cuando el tipo de cambio no refleja la verdadera productividad de la economía.
Hasta aquí, el relato del modelo era que Argentina desarrollaría las exportaciones de sus abundantes recursos naturales y que ello proveería la holgura externa que sostendría el crecimiento del PIB. El resultado sería dólar barato para siempre y el comienzo de la primera década de mileísmo. Pero la economía se almorzó la cena o, dicho en forma de caricatura, el aumento de las exportaciones de Vaca Muerta se gastó en viajes por el mundo. Así, en el primer trimestre de 2025 el exceso del consumo de dólares era ya evidente, y recrudecieron las presiones cambiarias. Fueron meses de tensión, pero en abril apareció el segundo salvavidas. Si el primero había sido el blanqueo, el segundo llegó de afuera. El alineamiento con Estados Unidos dio sus frutos, y el FMI desembolsó 12 mil millones de dólares de nueva deuda (en el marco de un acuerdo por 20 mil). Envalentonado y en una nueva muestra de ideologismo, tres días después el gobierno “levantó el cepo”, es decir eliminó las restricciones cambiarias, para las personas humanas, abriendo una nueva fuente de demanda de divisas, e inició el sistema -todavía vigente aunque probablemente no por mucho tiempo más- de las bandas cambiarias.
El aumento de las exportaciones de Vaca Muerta se gastó en viajes por el mundo.
Note el lector que hasta aquí no enfatizamos en cifras ni en instrumentos aislados. El objetivo es entender el proceso largo, el hecho de que el modelo macroeconómico libertario se basa esencialmente en mantener un dólar bajo que funcione como ancla antiinflacionaria, pero que este instrumento demanda una constante entrada de capitales, sea financieros o por nuevo endeudamiento, en la medida en que no se produjo un boom exportador. La dimensión fiscal es un instrumento con otros dos objetivos: redistribuir ingresos y destruir funciones del Estado, incluso las más esenciales. Ya antes de las elecciones del 7 de septiembre en la provincia de Buenos Aires, el modelo había dado nuevas señales de agotamiento. Ante la ausencia de nuevos ingresos de capitales para mantener planchado el dólar, el gobierno volvió a recurrir a instrumentos cortoplacistas para patear la pelota para adelante, entre ellos regalar dinero en los contratos de dólar futuro, aumentar desmedidamente las tasas de interés de referencia y la suba estrambótica de los encajes bancarios “para que el exceso de pesos no se vaya a la compra de dólares”. Por ahora los instrumentos funcionaron: el dólar no se disparó, pero ya toca el techo de la banda. Pero hay dos problemas: los cartuchos se están terminando y la economía entró en recesión.
Escenarios
Más allá de los aportes que puedan hacer el resto de las ciencias sociales, lo que primó en las recientes elecciones fue la ruptura económica del pacto tácito entre electores y gobierno. El intercambio se basaba en la aceptación del sacrificio inicial, el ajuste, pero con la esperanza de una mejora. Completada casi la mitad del mandato, un tiempo prudencial y nada ansioso, la sociedad siente que está peor. Este malestar se expresó en el resultado electoral de la provincia de Buenos Aires y seguramente vuelva a expresarse en las elecciones nacionales de medio término del próximo 26 de octubre, aunque obviamente se desconoce en qué magnitud.
El discurso oficial fue remanido: si el gobierno ganaba las elecciones o el resultado no era tan malo, se produciría un shock de confianza que se traduciría en nuevos ingresos de capitales, una visión voluntarista también signada por el exceso de ideología. De nuevo, por el desconocimiento de “por qué invierten los inversores”. Fue quizá por esta visión que se cometió el error táctico de nacionalizar las perdidosas elecciones provinciales.
El futuro cercano no parece sencillo. El 26 de octubre, cuando se realicen las elecciones nacionales, está a años luz. Los dólares siguen siendo escasos. La recesión, y con ella el descontento social, continuarán profundizándose. Luego, cualquiera sea el resultado electoral, no cambiará el escaso nivel de reservas internacionales, es decir el poder de fuego para sostener el precio del dólar. A ello se sumarán los vencimientos de deuda, 6.900 millones de dólares en el próximo medio año, más la imparable demanda de divisas escasas de un cepo que sigue abierto. Todo esto con reservas netas que hoy se encuentran por debajo de los 8.000 millones y con un riesgo país en niveles de default, es decir más de 1.000 puntos, lo que no garantiza una refinanciación razonable de los vencimientos.
La conclusión general es que el escenario más optimista es un salto devaluatorio, lo que podría ocurrir tanto antes como después de las elecciones; el pesimista es una devaluación más default. Ambos escenarios no cambiarán por los resultados electorales que, a lo sumo, acelerarán o retardarán los tiempos. Los problemas son estructurales y económicos, no de política coyuntural. El resultado de la devaluación derribará el segundo mito que sostiene al oficialismo: el de la estabilidad macroeconómica. La pregunta es si la población, luego de haberse sacrificado por una mejora futura, estará mansamente dispuesta a volver a sacrificarse por un modelo que solo sigue prometiéndole más de lo mismo.
Por Claudio Scaletta * Economista. / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur





