Necesidad, desconfianza, miopía
La universidad argentina es una caja de resonancia de los diferentes momentos políticos de nuestra historia (1). La universidad colonial, en estrecha relación con la Iglesia y el Estado, mostró sus limitaciones con la llegada de la modernidad y los avances científicos. La Reforma de 1918 reflejó esa tensión en un proceso de secularización que coincidió con el ascenso de las clases medias a la vida política y universitaria. La reforma de los planes de estudio, el fin de los cargos docentes vitalicios, la apertura de la universidad a la sociedad mediante la extensión y la democratización del gobierno universitario simbolizaron esa renovación generacional, que también implicaba una transformación política y social.
Sin embargo, los sectores populares tardaron algunas décadas más en acceder a los claustros. Durante el peronismo, la universidad reflejó las tensiones de un gobierno que, mientras facilitaba el bienestar y el acceso de la clase trabajadora a la vida política, desafiaba los mecanismos de la democracia liberal vigente. La universidad abría sus puertas a nuevos grupos sociales mediante la gratuidad y la formación profesional, pero también se impusieron cambios que restringieron la autonomía universitaria y alteraron el cogobierno reformista, influenciados por un ideario nacionalista católico. Esto dio lugar a una resistencia intelectual que desde la universidad, y fuera de ella, cuestionó las ideas dominantes.
Tras el derrocamiento de Perón en 1955 y bajo un gobierno de facto que proscribió políticamente a un amplio sector de la sociedad, la universidad aprovechó el momento de tensión para impulsar cambios que recuperaron, en cierta medida, algunos principios del reformismo. Transformaciones curriculares y renovación del profesorado mediante concursos con dedicación exclusiva para la docencia y la investigación coexistieron con la disputa “Laica o libre” y el surgimiento de universidades privadas autorizadas a otorgar títulos. El golpe de 1966, marcado por “La noche de los bastones largos”, desmanteló los equipos de investigación más calificados y reconfiguró el sistema universitario tradicional.
Las tensiones continuaron en las etapas posteriores. La universidad nacional y popular, surgida con la Ley Taiana de 1973, bajo el gobierno de Héctor Cámpora, buscó abrirse al pueblo y fue sostenida por masivas designaciones docentes alineadas con las ideas de cambio. Sin embargo, pronto enfrentó la intervención estatal de 1974, el cierre de carreras y una escalada de represión que incluyó asesinatos, como los de Rodolfo Ortega Peña y Silvio Frondizi, que reflejaron la creciente violencia política y la división interna del peronismo.
Durante la dictadura iniciada en 1976, la universidad fue vista como una amenaza central, convirtiéndose en blanco de cesantías, restricciones a la libertad de cátedra, imposición de aranceles, cupos y exámenes de ingreso. Según el informe de la CONADEP, el 21% de los desaparecidos eran estudiantes. En ese contexto, la universidad dejó de ser un espacio de desarrollo científico y cultural, aunque poco a poco fue generando una resistencia, al tiempo que las debilidades del régimen militar comenzaban a aflorar.
Universidad y democracia
La apertura democrática liderada por Raúl Alfonsín convirtió a la universidad en un espacio central de respuesta a las expectativas de una sociedad que vio en la democracia la solución a los problemas heredados de la dictadura. La normalización universitaria, la democratización del currículo y el ingreso irrestricto se alinearon con la adquisición de derechos en diversos ámbitos. Sin embargo, la masividad del alumnado no pudo ser atendida por docentes con alta dedicación, y las limitaciones en la expansión planificada del sistema universitario se dieron en paralelo a las crecientes dificultades económicas del país.
La reforma del Estado durante el gobierno de Carlos Menem trajo nuevas reglas para las universidades. La Ley de Educación Superior, que aún se mantiene, buscó dotar de eficiencia y calidad a un sistema universitario en expansión, basado en un modelo diferente al de las instituciones tradicionales, con nuevas universidades –en el Conurbano y las provincias– creadas por demanda de los gobiernos locales. Mientras Domingo Cavallo instaba a los científicos a “lavar los platos”, se conformó un sistema de ciencia y tecnología regido por parámetros meritocráticos y de rendición de resultados.
Luego de la crisis del 2001, el kirchnerismo promovió la creación de universidades en áreas accesibles para los estudiantes de los sectores más desfavorecidos, que recibieron becas y apoyos. El mapa universitario, una vez más, se reconfiguró según el proceso político, mostrando nuevas contradicciones: un impulso de inclusión que posibilitó el acceso a la universidad de nuevos sectores sociales, pero sin garantías de permanencia y graduación. Durante el gobierno de Mauricio Macri, la universidad se convirtió nuevamente en un campo de tensiones y luchas, con reclamos por derechos y conquistas en peligro, en un contexto de restricción económica.
Modernización con elitismo, democratización con intervención, crecimiento sin planificación, inclusión sin graduación, planificación con ajuste… No cabe duda de que la relación entre los procesos políticos y la vida universitaria, con sus tensiones y contradicciones, se repite en la “era Milei”. Aunque el tema podrá analizarse en mayor profundidad en el futuro, se pueden identificar algunos rasgos emergentes. Desde la campaña electoral que lo llevó a la Presidencia, Milei planteó un objetivo claro: reducir el déficit fiscal mediante el achicamiento del Estado, bajo la premisa de que el mercado puede asumir muchas de sus funciones. En este contexto, sus críticas se han dirigido hacia numerosos sectores, pero ha puesto especial énfasis en confrontar al sistema universitario. Tres factores parecen explicar esta postura: necesidad, desconfianza y miopía.
Necesidad
Milei llegó al poder con 56% de apoyo en la segunda vuelta, pero sin contar con una base legislativa ni territorial, lo que ha dificultado la implementación de políticas clave para reducir el gasto público. Su propuesta inicial, la llamada “Ley Ómnibus” con más de 600 artículos, incluía algunas medidas que buscaban reformar el sistema universitario, pero fue rechazada y retirada de la Cámara de Diputados. Finalmente, las reformas universitarias quedaron excluidas de la versión aprobada por el Congreso.
La ausencia de una Ley de Presupuesto 2024, acordada entre el gobierno saliente y el entrante, presentó enormes desafíos para el funcionamiento de la administración pública en general, incluyendo las universidades. Durante los primeros meses, el país se manejó con el presupuesto de 2023 “reconducido”, es decir con valores de fines de 2022, en un contexto de inflación cercana a 300%, lo que a su vez le dio al gobierno un amplio margen de maniobra para cubrir aquellos baches que consideraba urgentes.
En este escenario, hacia el mes de mayo las universidades se quedaron sin fondos para operar. Esto desató la Marcha Federal Universitaria del 23 de abril, la primera gran protesta social contra Milei. Tras la movilización, el gobierno asignó de manera temporal recursos para los gastos de funcionamiento, pero a mediados de año se hizo evidente el desfasaje salarial del personal universitario, cuyos sueldos no sólo quedaron por debajo de la inflación, sino también detrás de los de otros empleados estatales. De acuerdo con un estudio de las Universidades Nacionales de San Martín y de Río Negro, mientras que los aumentos acumulados entre noviembre de 2023 y julio de 2024 fueron del 57%, la inflación en el mismo período fue del 134% (2).
A pesar de las restricciones presupuestarias, las universidades lograron asegurar sus funciones durante el primer semestre académico. Sin embargo, la situación salarial se agravó de tal forma que el Congreso aprobó recientemente, con amplia mayoría, una ley de financiamiento para cubrir las necesidades de 2024 en materia de salarios y gastos de universidades, hospitales universitarios y fondos de ciencia y técnica. Esta medida supone un esfuerzo fiscal de sólo el 0,14% del PBI, para llegar a fin de año en condiciones más o menos niveladas con otros sectores, y afrontar un 2025 que también será complejo. No obstante, Milei anunció que vetará esta ley, tal como hizo con la Ley de Movilidad Jubilatoria, argumentando su compromiso con el déficit cero.
El proyecto de Presupuesto 2025 enviado por el gobierno a mediados de septiembre profundiza el ajuste en el sistema universitario: establece una asignación de 3,8 billones de pesos, la mitad de lo solicitado por el Consejo Interuniversitario Nacional, y deja pendientes las deudas salariales y de funcionamiento de 2024. Además, se suspenden para 2025 las leyes que fijan pisos mínimos de inversión en educación (6% del PBI), ciencia y tecnología (0,45 del PBI) y educación técnico profesional (0,2 del PBI).
Desconfianza
Más allá de la necesidad fiscal, el trato del gobierno hacia las universidades refleja una profunda desconfianza. El presidente y su vice, Victoria Villarruel, han reiterado críticas hacia la universidad pública, acusándola de ser un espacio de “adoctrinamiento” y de promover un “pensamiento único”, incluso señalando –incorrectamente– que las carreras de Economía no enseñan autores libertarios.
Esto explica por qué desde la llegada de Milei al poder no se crearon ámbitos de trabajo conjunto en materia de política universitaria, donde los distintos actores que conforman el sistema pudieran acercar posiciones y buscar fuentes alternativas de recursos, para así enfrentar al nuevo año fiscal desde una base razonable, y no desde un salario que perderá cerca del 50% de su poder adquisitivo.
Además de contra las universidades, Milei arremetió contra los organismos de ciencia y tecnología, acusándolos de estar politizados y anunciando su intención de revisar o cerrar aquellos que no demuestren objetivos claros o resultados tangibles. Aunque el Congreso frenó en la primera discusión de la Ley de Bases la posibilidad de disolver ciertas agencias estatales, la desconfianza persiste. Esta postura quedó evidenciada cuando Milei sugirió a los investigadores que salieran “al mercado”, cuestionando por qué la sociedad debería financiar la investigación científica.
Si bien es cierto que muchos organismos estatales, incluyendo los de ciencia y tecnología y las universidades, podrían beneficiarse de reformas producto de debates y reflexiones pendientes, es indiscutible que ambos sistemas gozan de gran reconocimiento internacional. Despreciar el papel del financiamiento público en la investigación, bajo la lógica de que el mercado puede sustituirlo, implica ignorar el modo en que funcionan los sistemas de conocimiento y su importancia para el desarrollo nacional. Incluso los acuerdos anunciados por el gobierno con figuras como Elon Musk y empresas como Google u OpenAI dependen, para su concreción, de un capital humano que requiere de universidades e investigación básica y aplicada, principalmente sostenidas con fondos públicos.
Miopía
El gobierno parece no percibir el valor estratégico de las universidades para el desarrollo argentino. En primer lugar, el crecimiento de una nación requiere de conocimiento y recursos humanos altamente capacitados, que derraman en la sociedad de múltiples maneras –incluyendo la posibilidad de que el mercado haga uso de ellos–. En países emergentes como Argentina, la inversión en educación superior es crucial para resolver problemas sociales, sanitarios y económicos que el mercado por sí solo no abordará.
Por otro lado, el impacto profundo del desfinanciamiento universitario no se resolverá en uno o dos años si mejora la economía –en caso de que el ajuste sea una cuestión transitoria–. El éxodo de talento, el desmantelamiento de los equipos de investigación y la interrupción de cooperaciones internacionales generan pérdidas difíciles de revertir.
El gobierno no advierte que la universidad sigue siendo una de las instituciones más valoradas por la sociedad, sin importar afiliaciones políticas ni sectores sociales. Más de 2 millones de estudiantes y 300 mil empleados, entre docentes y no docentes, forman parte del sistema de universidades públicas. Una gran mayoría son jóvenes, muchos de los cuales votaron a Milei.
El déficit cero no debería ser una meta en sí mismo, sino el primer paso hacia un proyecto más duradero de desarrollo, en el que las universidades desempeñen un rol estratégico. El país necesita una agenda de desarrollo que aproveche el potencial de las universidades como actores clave, capaces de contribuir a un patrón de crecimiento regional diversificado y enriquecedor, basado en el conocimiento.
El gobierno no advierte que la universidad sigue siendo una de las instituciones más valoradas por la sociedad, sin importar afiliaciones políticas ni sectores sociales.
El ideario libertario, sin embargo, parece no contemplar planes de desarrollo, ni comprender que la educación superior es una herramienta liberadora del individuo, supuestamente un principio central de su propia ideología. Y es aquí donde parecen surgir algunas contradicciones y tensiones de la época. Hasta ahora, la gestión de Milei no sigue un dogma libertario puro. Combina ideología con pragmatismo, y evidencia la necesidad de apartarse de algunas ideas para lograr objetivos clave del gobierno.
En este marco, quizá exista algún margen para que, desde diferentes fuerzas políticas, se introduzca, más allá del déficit cero, una agenda de desarrollo medianamente planificada, basada en el conocimiento y con la universidad como protagonista. Una vez más, la clave estará en mostrar al espacio universitario no como un campo de conquista, sino como el ámbito del genuino pensamiento crítico y del debate de ideas y propuestas plurales. Las universidades deberán insistir en dar la discusión sobre su rol, aprovechando la necesidad, desmontando la desconfianza y ofreciendo una nueva perspectiva sobre un futuro compartido del que todos podamos ser parte.
1. Mónica Marquina, “Vidas paralelas. El sistema universitario y la política argentina”, disponible en www.eldiplo.org
2. https://www.cin.edu.ar/emergencia-salarial-de-las-y-los-trabajadores-de-las-universidades/
* Dra. en Educación Superior. Prof. Política Educacional y Educación Comparada UBA. Investigadora Independiente CONICET/ UNTREF
Por Mónica Marquina / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur