Revolución democratica
Poder anticulturalista
La elaboración de una lengua común es condición para una convivencia mancomunada y civilizada. El fascista sigiloso del siglo XXI (en el sentido de que no se presenta como tal) es un in-civil en el sentido literal. Rompe la memoria de la lengua común y la barbariza; bárbaro, de hecho, es una onomatopeya que alude al tartamudeo. El fascista del siglo XXI reduce la lengua al improperio vulgar y a la narrativa economicista de forma y contenido incomprobable. De hecho, la experiencia libertaria de gobierno parece considerar la economía como su dominio exclusivo. En este sentido, elabora una lengua que de tan primitiva no admite réplica, puesto que es demasiado pobre para abrirse a un diálogo o conversación. Una conversación supone la construcción de una comunidad. Es un hecho comunicativo en el que alguien emite una palabra que es retomada por otrx que la hace propia y la devuelve modificada, matizada, ampliada. En una conversación lxs interlocutores colaboran en la construcción de un texto común que, socialmente, implica la organización de una comunidad reflexiva de hablantes estructurada alrededor de la palabra. En cambio, el huracán de palabras de la libertad de mercado trae consigo desconfianza, miedo, incomprensión, descomposición social. En esa lengua no hay nada de afecto (en el sentido arcaico de la palabra “afectar”: “unir”), amor, dulzura, calor, nunca aparece siquiera un chiste y en ningún momento se manifiesta una alusión cultural nacional. Y si se dijera que mencionan a Alberdi, ahí hay un puro uso demagógico.
Esta lengua devela que la relación entre fascismo y cultura es estridente porque el fascismo -tanto el arqueológico como el contemporáneo, que es sigiloso- es un poder anticulturalista. En la vertiente arqueológica, encontramos el anticulturalismo en las declaraciones acerca de la primacía de la acción por sobre el pensamiento o en la idea de que “vale más un escuadrista que un profesor” (N. Bobbio, Ensayos sobre el fascismo, UNQ, 2008, p. 145). Otro ejemplo: “el mérito principal del fascismo es el de ser la antidoctrina y la antifilosofía por definición”, como reseñara el poeta futurista y fascista, Mario Carli (Fascismo intransigente. Contributo alla fondazione di un regime, Firenze, 1926). La discordancia con la esfera de la cultura se verifica también hoy. El presidente Milei considera a la educación pública como un sistema de adoctrinamiento (carga esta palabra de honda negatividad cuando en realidad las instituciones educativas se dedican precisamente a eso, basta con un leve escrutinio de la palabra “docente”, docere) y no está de acuerdo con la educación universal y obligatoria. “Señaló que es como ponerles una pistola en la cabeza a los estudiantes. En su presentación de 27 de marzo de 2024, en el Foro Económico Internacional de las Américas, aseguró: ‘[La educación pública] Ha hecho mucho daño lavando el cerebro de mucha gente’” (C. Rozanski, De Hitler a Milei. Curiosidades de-mentes criminales, CICCUS, 2024, p. 96). El anticulturalismo antipedagógico se amplía con las consideraciones a favor del trabajo infantil de Alberto Benegas Lynch (h): “Libertad es que puedas no mandar a tu hijo a la escuela si lo necesitás en el taller”.
La lengua del fascismo sigiloso del siglo XXI es una serie constituida por agravios, violaciones y violencias. Y este huracán, lo sabemos, rompe menos las ciudades que las sociedades. Cuando la lengua que sostiene conductas políticas distópicas se proyecta sobre otrxs, expande cargas emocionales oscuras sobre la sociedad. Esas conductas tienen entonces responsabilidad en lo cognitivo colectivo y en la fragilización de los modos de vivir en común. De esto desciende que a menudo vemos gente que se apresura, indiferente a los grandes asuntos cotidianos del vivir en común, embargada por sus preocupaciones corrientes.
En la opresiva lengua de la reacción, la palabra libertad se usa para nominar el despotismo. Es una lengua despótica en la que vibra una monotonía mortífera de los “argumentos”, una estrechez fenomenal del horizonte cultural y una falta total de análisis concretos de situaciones reales. Es una lengua de palabras que se hablan a sí mismas, cuya función es crear cortinas de humo. Con el agravante de que mes tras mes el tono cada vez se exalta más, la retórica se vuelve progresivamente más pesada y las “ideas”, cada vez más vaporosas. Su lengua no es la nuestra… porque no hay uso de razón histórica. Y verificamos ese quiebre de la razón histórica por ejemplo en la fake news: un engaño que se propaga a través de la red social. Se trata de un engaño masivo. Su propósito consiste en lograr un estado de paroxismo indignado y la separación entre realidad y verdad. “En los regímenes totalitarios la verdad no tiene relevancia alguna. Lo que les importa a los tiranos es la versión de la verdad y de la realidad que ellos mismos generan y difunden” (Rozanski, p. 69). Las redes sociales reactivan vínculos rudimentarios y paternalistas que crean la ilusión de un lazo personal entre el/la usuario/a y el emisor de un mensaje político (reaccionario). Crean en el receptor la ilusión de “ser escuchado” por el mero hecho de apretar un corazoncito al pie de una publicación o un video, de “ser recibido” por el político reaccionario y ver satisfechas (rápida y eficazmente) las necesidades que se tienen con la misma rapidez de un like. Esto tal vez explique la compulsión del presidente por el megusteo y retuiteo: con cada uno de esos clics está “dialogando” con su audiencia.
Inflación
En la lengua despótica del fascismo sigiloso del siglo XXI hay una preocupación permanente por la velocidad de la inflación. En su corazón habita una retórica que expresa la predisposición del poder de gobierno para bajarla. Y por lo que dicen, la bajaron, pero con la “gente afuera”. Aminorar la velocidad de la inflación implica un declive de la economía que afecta el nivel de vida social de las clases trabajadoras. Bien visto, la inflación remite a la lucha de clases: “nunca es sólo un fenómeno monetario, del mismo modo que el dinero nunca es sólo un emblema del valor de cambio” (Y. Varoufakis, Tecno-feudalismo. El sigiloso sucesor del capitalismo, Ariel, 2024, pp. 143). Se puede considerar de este modo: cuando los precios de los bienes y servicios aumentan se activa un juego de poder y todo “el mundo intenta averiguar su capacidad de negociación” (Varoufakis, p. 144). El poder es una relación social, por ende es antropológicamente significativo. Puede ser imaginado como una fuerza cuyos propósitos se mensuran por sus efectos y como una probabilidad: de que un sujeto ubicado en una relación social imponga su voluntad a pesar de todo tipo de resistencia. En el juego de poder al que hace referencia Varoufakis, las empresas intentan descubrir hasta dónde pueden subir los precios de los bienes producidos o de los servicios ofrecidos. Los rentistas, homólogamente, sondean hasta dónde pueden subir la renta. Lxs trabajadores organizadxs sindicalmente luchan para conseguir mejoras salariales y organizan paros, huelgas, jornadas de protestas o movilizaciones masivas. Con las estampidas de precios los Estados suelen recaudar un mayor volumen de impuestos a través del IVA, entonces otro sujeto que interviene en la disputa es el gobierno. Este puede decidir destinar una fracción de lo recaudado a los sectores sociales más vulnerables, afectados por la miseria, el hambre o la indigencia; sería un gobierno de características populares. O puede optar por bancar a la empresa que debe pagar boletas más caras por el aumento de la energía; sería un gobierno procapitalista. O puede optar por no hacer nada y dejar que “regule el mercado”. En una disputa de esta índole, lo más importante es el poder que logra ejercerse. “Si el capital domina a la mano de obra, la inflación termina cuando los trabajadores aceptan una reducción permanente de la parte que representan los salarios en los ingresos totales. Si el gobierno domina al capital, como por ejemplo sucede en China, la inflación se desvanece cuando los capitalistas y los rentistas consienten que una parte de su botín se utilice para pagar una parte del déficit, las deudas o los gastos del Estado” (Varoufakis, p. 146). De esto desciende lo dicho más arriba: que la inflación es un emergente del recrudecimiento de la lucha de clases. Remite a la tensión o antagonismo que se crea en una sociedad por los intereses socioeconómicos contrapuestos entre clases diferentes. Nada de velocidad ni mejoras sociales, como nos quiere engrupir el presidente Milei.
Agustín Laje.
Atilas del mundo global
El comportamiento político del fascista sigiloso del siglo XXI revela plenamente la incapacidad de desarrollar un sentido de lo común y de compartir los derechos que son propios de la reciprocidad social. Si se acepta al fascista como un sujeto que organiza una lengua bárbara, entonces debe ser aceptado como un bárbaro de la vida política y de la vida social, o sea digamos, como alguien que está más allá de los confines sociales y políticos democráticos. Ese reconocimiento debe instarnos a luchar con medios extraordinarios, quiero decir, diferentes respecto de los métodos de lucha que empleamos usualmente ante otro sujeto democrático, con quien se comparte el mismo universo ético. La carnadura de ese carácter extraordinario debe ser debatida y precisada por el campo antagonista al poder fascista. El campo plebeyo, democrático y radical. Ese carácter al que me refiero debe ser necesariamente extraordinario porque el conflicto que propone el poder fascista es total, puesto que apunta a la anulación del otro. Su emergente más visible fue el intento de magnifemicidio contra la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, en el que convergieron el poder fascista y el poder mafioso, que también orquesta un conflicto total para aniquilar a su antagonista, que más que eso es un enemigo (F. Armao, Il sistema mafia. Dall’economia-mondo al dominio locale, Bollati Boringhieri, 2000). Esta cuestión es reconocida también por Rozanski: “Una vez determinado un enemigo, todas las medidas gubernamentales de los tiranos estarán dirigidas a su descalificación, demonización y, finalmente, destrucción total” (p. 94).
Agustín Laje -referente de la juventud libertaria- lo explicó sin vueltas en un tuit del 27/7/2024: “Si los cristianos no luchan, serán destruidos sin piedad. Si sus líderes los siguen educando en la cobardía y la sumisión, jamás lucharán. […] la agenda WOKE avanza, y pone sobre la mesa su voluntad política de destrucción. Si no la destruimos, nos destruyen. No existe una tercera vía. O asumimos que son enemigos (hostis, no inimicus), o perecemos” (@AgustinLaje, 14,42h). Recurrir a las palabras hostis e inimicus devela los imaginarios bibliográficos de referencia de Laje, pues deriva esos conceptos de Carl Schmitt, jurista y teórico político alemán que tuvo un compromiso espeso con el régimen nazi. En su texto El concepto de lo político dice que el inimicus (enemigo privado) implica odio y voluntad de aniquilación personal. El hostis en cambio indica una enemistad pública, que presupone una lucha encarnizada que afecta a la comunidad. Contra el pacifismo y las sagacidades negociadoras democráticas, el fascismo promueve la violencia. Los discursos de odio son propios del fascismo del siglo XXI -no provienen de otras fuerzas políticas (Ricardo Aronskind lo ha dicho con precisión)-, expresan odio a la disidencia, remiten a prácticas de anulación del otrx y son el complemento discursivo del declive de la economía real, que afecta el nivel de vida social de las capas medias y bajas.
En cuanto al conflicto total, allí tenemos un hecho diferencial entre el poder mafio-fascista -que organiza al otrx como enemigo absoluto, con quien no comparte ni lengua ni reglas ni autoridades- y el poder democrático. Este elabora un antagonismo que se puede subsumir en la afirmación de una relación de hegemonía, entre conductor/a y conducidx (M. Revelli, Le due destre. Bollati Boringhieri, 1996). En una sociedad democrática existe el consenso del sujeto ciudadano que elige más o menos libremente de qué parte estar, a qué partido o espacio o idea adherir. En un régimen totalitario como el fascismo existe un consenso de masas, del sujeto masa o masificado. Este consenso es emotivo (como el uso masivo del emoticón), está hecho de contacto físico, de una exaltación pasajera, de un entusiasmo efímero y en parte coartado (en el sentido de reducido). En la reunión de masa del fascismo arqueológico la participación era obligatoria, estaba prescripta (casi) militarmente, se debía concurrir uniformados y cualquier forma de disidencia estaba prohibida. “Los disidentes estaban bien escondidos en sus casas, cuando no eran arrestados en las grandes ocasiones en las que el consenso debía aparecer, como se decía, totalitario” (Bobbio, p. 93). No hay consenso posible donde el disenso no tiene expresividad, ni lugar ni cabida. “Se puede hablar de consenso sólo cuando el consenso es la consecuencia de una libre elección entre consenso y disenso. […] En ningún país libre del mundo el consenso puede ser unánime. Si el consenso es unánime quiere decir que no es libre” (Bobbio, p. 93). Todo esto está en la reunión de masa que retrata el Gran dictador de Chaplin en la que se representa a un sujeto uniforme masificado o en las grandes manifestaciones fascistas en Piazza Venezia (Roma) durante los discursos públicos del Duce. Hay en este sentido una profunda diferencia psicológica y sociológica entre la reunión masiva fascista y la gran movilización democrática popular. En la concentración o en la movilización democrática nunca hay consenso pleno y el sujeto ciudadano más o menos libre participa suelto, va con su grupete de amigas, en pareja, con hijxs, o en una columna que no es homóloga con la que está al lado o inmediatamente antes o mucho después. Esto es así porque el poder democrático es amplio, diseminado, reconocible en su diversidad. La aclamación de una multitud uniforme, en cambio, es propia del momento político fascista. Allí el sujeto de la aclamación es la propia multitud.
Otro punto de contacto entre el poder mafioso y el fascista consiste en que ambos son incapaces de cultivar el respeto -sea de otro ser humano, sea de la naturaleza- porque lo que los anima es la insaciabilidad predatoria del capital. El mafioso, como el fascista mata, viola, contamina, destruye. Son los Atilas del mundo global. En otro orden de cosas, el fascista, como el mafioso, suele presentar ese trastorno de la personalidad acuñado en la categoría de psicopatía, que está constituida por tres dimensiones: inmadurez afectiva, que esconde una puerilidad de fondo y provoca intolerancia ante las frustraciones, incapacidad para expresar sentimientos positivos (como la simpatía y la gratitud), vida sexo-afectiva impersonal y no comprometida; apatía moral que se manifiesta en la ausencia de sentimientos de remordimiento o de culpa, falta de responsabilidad, falsedad e insinceridad sistemáticas; conducta antisocial, que no es episódica ni impulsiva, sino constante y planificada, y a menudo conduce a conductas criminales llevadas a cabo con frialdad e indiferencia. En resumen, ni el fascista ni el mafioso desarrollan sentimientos sociales porque no les importan los otros seres humanos (U. Galimberti, Dizionario di psicología, UTET, 1992; U. Fornari, Trattato di psichiatria forense, UTET, 1997).
Revolución democrática
La paz es la víctima obvia del proceso que empezó en diciembre de 2023 en la Argentina. Desde ya, no es la única y lo sabemos si miramos las sedes tribunalicias que fragmentan su trabajo sin analizar la complejidad resultante de la tentativa de magnifemicidio. Esto se debe a la magnitud y la naturaleza del poder que ejerce un grupo muy pequeño de actores que empalman una racionalidad mafiosa con otra fascista y que se religan con el poder global imperialista. El fascismo es una tendencia posible constante del capitalismo porque implica la defensa de ese orden que se consolidó a través de la expansión de la economía capitalista. En el caso del fascismo arqueológico se trataba de la defensa de la economía correspondiente a la primera revolución industrial. El contemporáneo o silencioso implica la defensa de la economía capitalista de plataforma o financiera.
Elie Wiesel -escritor rumano de ascendencia judía, militante por los derechos humanos, sobreviviente del Holocausto y premio Nobel de la Paz en 1986- elaboró una oración notable: “Ante las atrocidades tenemos que tomar partido. La posición neutral ayuda siempre al opresor, nunca a la víctima. El silencio estimula al verdugo, no al que sufre”. Ante la opresión fascista del siglo XXI y la lucha de clases que despliega, la revolución democrática antifascista pasa a ser una etapa obligatoria irrenunciable de la liberación. Irrenunciable porque cualquier cosa que se parezca a una democracia real es cada vez más improbable. Este régimen que gobierna la Argentina empezará a vacilar antes de su implosión. En ese momento las fuerzas populares deberán restaurar la democracia y abrir un escrutinio amplio para desandar todas sus políticas de destrucción. ¿Cerraron el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad? Las fuerzas populares volverán a inaugurarlo. Homólogamente, la teratológica ley Bases será derogada. Y así, sucesivamente, con todas sus medidas. La fuerza política que puede hacer algo para limitar este poder espeso y mantener viva la esperanza de la democracia es aquella que sepa expresar una confluencia de las grandes tradiciones políticas emancipadoras: peronistas y de izquierdas. Una fuerza cookista. Sin embargo, la revolución democrática antifascista no deberá ser simple repetición mecánica de la democracia anterior a diciembre de 2023, sino reanudación y renovación. O para recurrir a una fórmula hegeliana: la restauración será negación de la negación. No podemos conformarnos con el antifascismo sino imaginar y poner en movimiento el postfascismo. Una pregunta que debería acompañarnos en este camino tal vez sea: ¿qué forma deberá tener esa nueva democracia?
Por Rocco Carbone * CONICET. / La Tecl@ Eñe