Ante la Ley
No recuerdo bien dónde leí (creo que fue en un libro de Camus o, quizá, en un libro de Rabanal en el que lo citaba) que, para los chinos, los imperios que se están aproximando a su ruina crean una enorme cantidad de leyes con el casi siempre fallido propósito de consolidar su poder y postergar así lo inevitable. Esta afirmación, independientemente de su temeridad (y de lo impreciso de su fuente), suena bastante convincente, sobre todo si se tiene en cuenta que una civilización joven no necesita de una gran legislación para dar sus primeros pasos como sociedad, entre otras cosas, porque un corpus jurídico solo puede construirse a la luz de esa misma marcha civilizatoria, es decir, con cada necesidad, con cada nuevo desafío, con cada experiencia común que logre sentar un precedente. Si admitimos tamaño argumento, podríamos concluir en que las leyes de las sociedades jóvenes no le deben tanto a sus legisladores como sí al nunca del todo mensurable porvenir, incluso cuando este decide disfrazarse de presente.
El Gobierno de Milei, digno ejemplo de esto que glosamos, inició su mandato con un hecho inédito en nuestra joven e imperfecta democracia, me refiero al descomunal DNU 70/2023, que, pese a las muchas vestiduras que se rasgó la oposición en su momento, sigue tan vigente como el primer día. A este primer episodio podemos añadirle el intento de promulgar la famosa «ley ómnibus», un enorme paquete de leyes que pretendía hacer borrón y cuenta nueva con la mayoría de los derechos y deberes que, más o menos, nos mantenían cohesionados; vale decir que esta ley no se aprobó en su totalidad, pero sí consiguió un porcentaje mínimo de aceptación en ambas cámaras, el suficiente como para que terminara validándose, ya como Ley Bases, y entrara en vigencia hace unos días. Pero la cosa no termina aquí: mientras trabajo este texto, me llegan noticias de que Federico Sturzenegger (el hombre que se ocupó de redactar ambos bodoques) está preparando otro paquete de leyes que tiene como fin «desregular y transformar el Estado», que es una sofisticadísima manera de decir que van a continuar con su desguace.
Como señalaban los chinos, los imperios que se están aproximando a su ruina crean una enorme cantidad de leyes con el casi siempre fallido propósito de consolidar su poder y postergar así lo inevitable; sin embargo, por ahora, esas leyes tienen validez, y los ciudadanos de a pie, «los de abajo» (parafraseando a Azuela), no sabemos qué hacer ante semejante aluvión de inequidades.
Luego de releer todo lo expuesto hasta este párrafo, no puedo evitar que me venga a la mente «Ante la ley», esa inquietante parábola escrita por Franz Kafka, que algunas ediciones de El proceso la incluyen como apéndice. En ella, un hombre del campo se encuentra frente a una puerta que representa la ley. Aunque la puerta está abierta, un guardián le impide el paso. El hombre espera pacientemente, pero nunca obtiene el permiso para entrar. La historia nos invita a reflexionar sobre el acceso a la justicia y la frustración de no poder comprender ni superar las barreras legales, barreras que la mayoría de las veces se reducen a ratificar la autoridad de quienes las crean y, por consiguiente, a someter a la ciudadanía a la espera y la impotencia.
¿Acaso es ese nuestro destino como pueblo? ¿Millones de hombres y mujeres sometidos a la espera y la impotencia? ¿A la espera de qué? ¿De un héroe todopoderoso que venga a liberarnos? Me temo que la democracia y los héroes son incompatibles. No obstante, la democracia tuvo héroes en su fundación, y fue romántica, pero ahora se ha atascado, se ha obstruido, como una víctima más de la entropía. Esa ausencia de héroes ha sido sustituida por un sentimentalismo desbordado, lo que facilitó la aparición de falsos mesías, tan desbordados como la gente que, todavía hoy, los aviva y empodera. Ya no hay certezas. No hay piedras ni tierra, solo agua y viento. Lo sólido le ha dejado paso a lo líquido, como bien explicaba Zygmunt Bauman. Sí, esta es la edad del agua, que no tiene sabor ni solidez, y del viento, que no tiene rostro ni arrugas. La decadencia occidental tiene forma de río, de un río que, como aquellos que evocaba Manrique, va «a dar en la mar /, que es el morir».
Todo indica que la impotencia es lo único que queda. Sin embargo, prefiero pensar que el mundo no fue siempre de este modo ni tendrá por qué ser así hasta el fin de los tiempos. No, al menos, mientras perduren en algunas pocas almas la dignidad y la nobleza, el ánimo para luchar contra las mezquindades del espíritu, la tan justa como necesaria voluntad de resistencia.
Por Flavio Crescenzi * Escritor, docente, asesor lingüístico y literario / La Tecla Eñe