Contra la filosofía de la crueldad
Alguien afirmó alguna vez que hay una suerte de atracción fatal entre la política y la palabra. Desde el mundo clásico de los griegos, el modo de resolución de los conflictos humano se configuró en torno a las palabras y, más aun, a las palabras con sentido. Y, si profundizamos un poco más, a las palabras con sentido articuladas en eso que llamamos narración, discurso.
De este modo, las narraciones –como se ha señalado más de una vez– oficiaron como creadoras de lazos, como mediadoras, no sólo entre el ser humano y las cosas; sino fundamentalmente, entre los seres humanos. Se puede decir que allí donde se narra, se intenta al menos suturar la herida abierta en toda contienda humana. Los griegos llamaron esto política: en búsqueda de armonía colectiva, el logos oficiaba como telón de fondo y como instrumento para la consecución del bien común o de la felicidad.
Desde luego que sin justicia social, es decir, sin una equitativa distribución de bienes materiales, espirituales y morales, no podemos hablar ni de bien común ni de felicidad de un pueblo. Entendida desde su aspecto universal, la justicia no es otra cosa que, en palabras de Aristóteles, la “suma de las virtudes morales”. Y ya sabemos que, para el filósofo, la virtud -cual músculo o habilidad con un instrumento musical- crece o se desarrolla con su ejercicio. Es decir: la virtud es un hábito.
“Si le das un plato de sopa a una persona que vive en la calle, lo acomodás en la pobreza”, moralizó hace unos días un alto funcionario porteño. “Si la gente no llegara a fin de mes, ya se habría muerto”, declaró hace un tiempo el Presidente de la Nación. Uno y otro, tanto el burócrata local como el jefe de estado nacional, adscriben a una “filosofía de la crueldad” sostenida según la perversa convicción de reza: la desigualdad socioeconómica es el eje dinámico de las sociedades. Naturalizar estas premisas, blindarnos contra el dolor, en definitiva, deshumanizar la palabra es quizás requisito fundamental para trastocar violencia en sumisión. Esperemos que los resortes de la comunidad organizada, que aún sobreviven en nuestra Patria, oficien de motor en despertar de la política (uno más, sí) que necesitamos para rehabilitar nuestras vidas. Pero, para que ello ocurra, como decía el General Perón, en uno de sus editoriales de la revista Mundo Peronista: “Primero vivir, después filosofar”. Por eso mismo, mejor que termine esta nota acá.
Por Julián Fava * Filósosfo y escritor. / La Tecl@ Eñe