El capital concentrado perdió la noción de vivir en sociedad

Actualidad 07 de febrero de 2024
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Se escucha frecuentemente, entre quienes se oponen a las propuestas de Javier Milei, la expresión “vienen los grandes intereses, saquean todo y se van”. Con eso se trata de graficar una hipótesis: que el actual Presidente tendría la función de un mero fusible, una tapadera que usarán los “grandes intereses” para disfrutar de unos meses de intenso saqueo.

Es un error conceptual. Los grandes intereses no vienen por un botín fijo que se termina, por una cantidad determinada de riqueza que ahora está pero que mañana, en unos meses, se la llevarán y no quedará nada. No es así. Esa forma de ver las cosas sería apta para explicar la anterior acción de Luis Caputo como ministro de Economía de Macri, que posibilitó, junto con Sturzenegger, el ingreso y posterior egreso de una masa de recursos financieros que dejaron en estado de postración a las finanzas públicas argentinas. Pero lo que se juega en la Ley Ómnibus es de otra índole.

La realidad es que la economía argentina todo el tiempo genera riqueza nueva, no es que la generó en algún momento y ya se terminó, o se está por terminar. El hecho de que la riqueza sea un flujo constante, y no un stock que se acumuló de una vez y para siempre, es fundamental para entender cuál es la pelea política actual.

Lo que los grandes grupos económicos locales e internacionales vienen pidiendo hace rato son las medidas que fueron compiladas por Sturzenegger y que fueron transmutadas en el DNU y la posterior Ley Ómnibus presentadas por el oficialismo. Son aspiraciones a apropiarse de nuevas posiciones permanentes en la estructura económica nacional, que por cierto existen, son muchas y muy rentables.

No otra cosa pasó en los ’90, con las privatizaciones por ejemplo. Una privatización no es meramente quedarse con un activo que pertenecía al Estado –aunque sea a precio vil– sino apropiarse de una fuente de rentas constante y permanente, ligada a necesidades elementales de la población y del tejido productivo. Cuanto más monopólica sea esa actividad, mejor, y cuanto menos controlada por el estado o los entes regulatorios, mejor.

Lo que está en juego hoy, recubierto de infinitos discursos que hasta sus protagonistas parecen creer, es la captura de las grandes fuentes de renta de nuestro país, en forma permanente durante las próximas décadas, para lo cual no sólo hay que sacar estas leyes sino crear condiciones de perdurabilidad de esos “derechos adquiridos” que ahora intereses corporativos muy concretos están luchando por adquirir.

No son leyes generales, sino hechas a medida. Son concesiones que se le arrancarán al conjunto del país, mediante el expediente de una presión inmensa realizada en nombre de cosas de sentido común como “no poner palos en la rueda” y de que “hay que dejar que el gobierno pueda hacer su política, ya que nunca gobernaron”. 

Como estas concesiones al capital se están tratando de instrumentar en el marco de la “democracia representativa”, a la gente se le terminará diciendo, en años futuros, que “ustedes lo votaron”. No importa que todo el proceso de debate de la ley sea una farsa desde su comienzo, que las normas no hayan sido elaboradas en organismos estatales, que no se conozcan y varíen constantemente, que no se hayan tratado en las comisiones parlamentarias correspondientes, que se negocien los cambios en oscuros pasillos privados, que se debata en el recinto del Congreso sobre confusos textos que no reflejan lo aceptado por las comisiones parlamentarias, etc. Nada de eso importa, porque la urgencia, la verdadera urgencia, es la del poder corporativo frente al cual se prosterna una parte importante de la política argentina.

Pero las condiciones de perdurabilidad de los nuevos “derechos adquiridos” no están garantizadas. Será necesario colonizar aún más el sistema institucional y político del país, y profundizar la pauperización ideológica y cultural de la sociedad argentina. Como se hizo en los ‘90, y como está contemplado en las disposiciones de la Ley Ómnibus, habrá que vincular estos “derechos adquiridos” a los grandes intereses globales, con leyes y tratados internacionales que funcionen como cerrojo para impedir los “retrocesos”. Los garantes de los derechos adquiridos por el gran capital serán las grandes potencias occidentales y sus tribunales, para impedir la alteración de las leyes y arreglos contractuales que se establezcan en estos meses.

La construcción de un régimen político que custodie eficazmente –hegemónicamente– los derechos adquiridos que están por conseguir es parte de lo que la derecha argentina no supo o no pudo hacer en los últimos 40 años. Las sucesivas “revoluciones capitalistas” que ha vivido la Argentina, desde Martínez de Hoz hasta hoy, nunca terminan de entregar el producto popular que ofrecen. Pero son sobresalientes en echarle la culpa a otro. Quién sino el “populismo”. 

Ultra puja distributiva

La llegada del actual gobierno marcó un nuevo nivel en la ofensiva general de los sectores propietarios sobre el resto del país. Festival de remarcaciones, tarifazos, alquilerazos, cuotazas y todo tipo de calamidades en materia de egresos se abaten hoy sobre la mayoría de la población argentina. Nuevamente podemos ver con claridad el abuso sobre la ingenuidad política de los votantes: “no hay plata”, “hay que sacrificarse un tiempo”, se les dice.

En un documento del staff del FMI sobre la Argentina se sostuvo: “La inflación se acelerará en el corto plazo a medida que los desajustes de precios relativos y otros controles de precios se eliminen”. Ejemplo perfecto del uso de jerga económica para encubrir los intereses de los sectores más poderosos, lo que estamos presenciado no es un sistema de precios que busca su equilibrio en base a mecanismos impersonales, sino una catarata interminable de remarcaciones caprichosas y arbitrarias, cuyo límite lo establecen los sectores con poder de mercado, que están en condiciones de fijar sus precios de acuerdo a la rentabilidad deseada en dólares.

En un comentario “experto” citado en un diario financiero se lee la siguiente reflexión sobre la coyuntura: “Hoy la economía está depurando el Plan Platita, por lo que el PBI caerá aún más”. Se refiere a las mejoras en los ingresos populares que supo lograr en el último tramo de su gestión el ministro Sergio Massa. Bautizado “plan platita” por una derecha especializada en denostar cualquier mejora progresiva de ingresos, muchos financistas piensan que las leves mejoras de fines de 2023 deben ser revertidas –hasta niveles hoy desconocidos– para que la economía se “depure”. Nuevamente, una especie de explicación casi médica, para encubrir convicciones ideológicas: la ya mala distribución del ingreso del gobierno del Frente de Todos le resultaba inaceptable a una fracción muy influyente del capital local. Ahora, gracias a Milei, los precios son libres, se sinceran y depuran.

Sin embargo, la pelea distributiva, a pesar de la contundente victoria del alto empresariado sobre asalariados, jubilados y sectores sociales pauperizados, se siguió expresando con toda su fuerza en el tratamiento de la Ley Ómnibus. La distribución del ingreso no abarca sólo el conflicto capital-trabajo, sino que también incluye al choque entre el capital local y el extranjero, entre el capital más concentrado y miles de pymes, entre diversas provincias y regiones, entre exportadores e importadores, entre productores e importadores, entre eslabones de una misma cadena productiva con diferentes rentabilidades, entre incluidos y excluidos del sistema productivo. Todas estas tensiones se están reflejando en las medidas fiscales que fueron puestas sobre la mesa por la actual gestión.

El gobierno había diseñado un conjunto de recortes de gastos y aumentos de ingresos tributarios para eliminar el déficit fiscal y lograr una situación de déficit cero, que tendría un impacto favorable en las expectativas de los prestamistas locales e internacionales sobre las finanzas argentinas. Esta propuesta fiscal fue incluida dentro de la gran cantidad de disposiciones desplegadas en el mega-paquete de leyes. Era su denominado “capítulo fiscal”.

Entre el lanzamiento de la Ley Ómnibus y el momento actual ocurrieron dos episodios de distinta índole:

  • la importante movilización que encabezó la CGT, y que permitió expresar la preocupación de intereses mucho más vastos que los de los trabajadores sindicalizados por el daño que ya están sintiendo sobre su nivel de vida y la amenaza a sus derechos elementales; y
  • la intervención en todos los pasillos del poder de otros grupos sociales con intereses sectoriales propios, a través de gobernadores y partidos que oficiaron de intermediarios frente a las autoridades, para combatir otros aspectos de la ley.

Este segundo aspecto de la reacción social frente al ajuste fiscal muestra la grotesca hipocresía de fracciones de la clase dominante argentina en torno al tema del déficit fiscal.

Toda medida que reduzca directa o indirectamente el nivel de vida de las mayorías, como los cortes de subsidios a la energía, al transporte, la eliminación de transferencias a provincias necesitadas o a empresas públicas útiles, es apoyada entusiastamente. “Hay que sufrir”, “todo sea para sanear la economía y las cuentas públicas”.

Pero cuando se trata de aumentos de aportes propios de alguna índole, como las retenciones –apoyadas por el FMI–, surge el rechazo a través de gobernadores amigos y partidos satélites. La permanente resistencia a pagar más impuestos también se está expresando en este gobierno, incluso después de la gran devaluación de diciembre. La síntesis del discurso fiscal de los sectores más ricos de la Argentina sería: sí al déficit cero –e incluso al superávit fiscal– pero no a costa de nuestras ganancias y nuestro nivel de vida que son sagrados.

Esa es la explicación de que por qué el ministro Caputo debió extirpar el capítulo fiscal del resto del corpus legislativo enviado, y que incluso partidos amigos del gobierno le hayan planteado que estarían dispuestos a delegar facultades legislativas amplias al Poder Ejecutivo, pero no en materia fiscal.

En el paquete fiscal finalmente abandonado se podía observar la marca inconfundible de la pobreza intelectual de los financistas que lo diseñaron. Por ejemplo, el Estado renunciaba a recursos ya existentes, achicando ingresos fiscales provenientes de impuestos personales, cosa completamente innecesaria. Se ponían retenciones a actividades exportadoras de valor estratégico, como las de la industria y las economías regionales, lo que debilita una salida exportadora diversificada e implica volver a caer en el embudo eterno del “campo”. Se castigaban, dentro de un mismo sector productivo como el agropecuario, a las actividades que exportan con mayor valor agregado frente a actividades exportadoras más primitivas, lo que refuerza la primarización de la producción argentina.

Es evidente que en la gente que confeccionó el “capítulo fiscal” de la Ley Ómnibus –por no decir en todo el gobierno– no existe mirada estratégica alguna, ni comprensión de las dinámicas económicas de largo plazo, sino puro cortoplacismo ajustador.

Pero incluso esa pobre perspectiva fiscalista chocó contra los actores reales, algunos de los cuales se especializan en predicar el ajuste a los sectores sociales subordinados. Las autoridades no pudieron ignorar al músculo popular, todavía pobremente expresado, pero sintieron aún más el gran despliegue exitoso de diversos lobbies empresariales, que quieren que el ajuste lo paguen sólo los de abajo. Lobbies que comandan y orientan a buena parte de los legisladores existentes, de los cuales carece La Libertad Avanza.

En estos días se va a ir definiendo cuántos “derechos adquiridos” consiguen las corporaciones en la Argentina, y qué grado de legitimidad tendrá esa piñata de negocios en el conjunto de la sociedad.

Milei comanda a un reducido núcleo de personal propio, que no pensaba llegar a la presidencia de la Nación y que no contaba con un programa económico en serio, salvo las tonterías y antiguallas apolilladas que repite el Presidente twittero como si hubiera descubierto o encarnara algo “nuevo” en la historia mundial.

Lo cierto es que llegó, pero carece de una infraestructura de poder propio: ni grandes apoyos corporativos, ni grandes embajadas, ni grandes medios, ni muchos jueces. Adopta, para suplir tantas carencias, la compilación de demandas corporativas que ya estaba previamente cocinada y a disposición de quien fuera.

El alto empresariado se encontró con un personaje de popularidad inesperada, nuevo y dispuesto a la inmolación, que les cayó del cielo. La otra opción de la derecha, Patricia Bullrich, no concitaba la fantasía popular que logró movilizar Milei. ¿Cómo no apoyarlo, aun cuando carezca de las más elementales capacidades políticas y desconozca las realidades sociales que deberá manejar? Que el muchacho empuje con bríos para la aprobación de nuestros derechos adquiridos, y después vemos.

Para toda persona seria es claro que no se está hablando de la “libertad de los argentinos”, sino de las mega-ganancias corporativas futuras que en estos días podrían encontrar su refrendación parlamentaria.

Una parte del sistema político está arrodillado. No frente a Milei, sino frente a las demandas corporativas que él ha decidido canalizar, jugando en eso su gestión.

Su marca particular, la propia de Milei, es la dolarización.

Parte de lo que se está haciendo en este momento en materia monetaria y cambiaria, y promoviendo el hundimiento de los ahorros e ingresos de la población, tiene que ver con ese sueño del actual Presidente. Conseguir dólares de todos lados –del comercio exterior, de la venta de acciones y empresas públicas, de las ventas forzadas de ahorros de los sectores medios– para crear con esos fondos verdes la base de divisas necesaria para la dolarización.

Al final de cuentas, Cavallo pudo lanzar la Convertibilidad que le daría fama de genio porque en el año previo a que asumiera el cargo de Ministro de Economía se acumularon en el Banco Central los dólares necesarios para establecer una paridad cambiaria viable entre el viejo austral y la moneda norteamericana. La gente aguantó hasta ese momento (abril de 1991), porque la gestión Alfonsín había terminado muy mal (hiperinflación), y la gestión menemista nació con mucha expectativa popular, pero también con fuerte respaldo corporativo. No parecen ser iguales ambos momentos, ni tampoco los líderes y partidos que los encabezan.

Desde el punto de vista nacional, la dolarización implica auto despojarse de un instrumento económico fundamental como es la moneda propia, para usar la moneda de Estados Unidos. Seguramente los que viven en el mundo de las teorías arcaicas ignoran que la propia moneda norteamericana está en discusión, tanto en la economía global en donde va siendo reemplazada por otras monedas, como por parte de los propios analistas serios norteamericanos, que ven en el grave déficit fiscal norteamericano una amenaza concreta al valor y la credibilidad del dólar.

Por supuesto que nuestro signo monetario debe ser restaurado en su vigencia y credibilidad, para lo cual se deben tomar un conjunto de medidas muy específicas, pero que no tienen relación alguna con la obsesión auto-destructiva del actual mandatario.

Si se lograra la dolarización, el resto de la economía dependería –como ha señalado Milei en Davos– de lo que hagan los monopolios locales y globales a los cuales piensa liberar en su actual gestión de las cadenas del Estado, o sea de la sociedad. El cuento económico liberal para niños es que al enriquecerse los monopolios, el gran capital, nos enriquecerán a todos.

Lo cierto es que en el cortísimo plazo lo único que hay son malas noticias para tres cuartos de la población. Incluso si saliera bien la actual operación de “adquisición de derechos” por parte del capital concentrado, toda esa implementación no es tan rápida como la violencia económica actualmente descargada sobre la gente común. Son tiempos y etapas distintos.

El gobierno, y todos los que lo apoyan veladamente, deberían agradecer que en estos días de deliberación parlamentaria para sancionar los nuevos derechos adquiridos de las corporaciones, la mayoría de los agredidos aún no advirtió la magnitud y extensión del daño económico que se les está haciendo, y que se profundizará en los próximos meses.

El capital concentrado local, que vive en el microclima construido por su propio poder, escuchando a sus propios comunicadores, socializando en sus propios barrios y circuitos sociales, y consumiendo ideas en sus estrechos ámbitos intelectuales, perdió la noción de que vive en sociedad.

Pero vive en sociedad. Y el derecho a ignorar esta realidad no se puede adquirir.

 

Por Ricardo Aronskind

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