





¿Qué relación hay entre el ver y el creer? En su último libro, Christoph Menke recupera la tesis de Michael Walzer acerca de la historia del Éxodo del pueblo de Israel como la narración fundamental de la difícil experiencia de la liberación en la modernidad. En su descripción fenomenológica de lo sagrado, Menke comienza con la escena de la zarza ardiendo en el monte Horeb. ¿Cómo entender lo que Moisés ve y aquello que cree ver? Se trata de un curioso objeto: una zarza que arde en fuego y que sin embargo no se consume. Lo que Moisés denomina “maravilla” consiste en la aparición momentánea de ese ardor cuyo fuego no disuelve el objeto. La zarza persiste, y en esa persistencia aparece un mensajero: “Y se le apareció el ángel del Señor en una llama de fuego” (Ex 3:2).


Cuando conversamos con votantes de La Libertad Avanza (LLA) en distintos grupos de discusión diferenciados por edad, apareció un recurso retórico reiterado que llamó nuestra atención y que requiere de mayor análisis. Muchas de las personas que eligieron votar LLA en las PASO sostuvieron un cuidadoso trabajo de distinción argumental: el candidato presidencial no es apoyado en bloque, sino que presenta en su oferta electoral diversos temas y propuestas, entre los cuales el votante cree poder elegir.
Por lo tanto, en esta libertad del votante se expresaba la posibilidad no sólo de elegir entre candidatos, sino también al interior del discurso de una misma fuerza: de allí que algunos eligieran acompañar con su voto la dolarización, otros expresaran sus preferencias por la impugnación de la casta política, algunos sintieran que el estilo impertinente le daba el carácter no sólo para expresar un malestar nacido de una realidad decepcionante sino para confrontarlo, y otros encontraran atractivo en el recién llegado el atributo de lo todavía no corrompido. Lo cierto es que emergía de allí la operación de una fragmentación selectiva que, lejos de dañar la imagen de Javier Milei, permitía sostener la adhesión del votante.
Del conjunto de votantes, una porción menor se identificaba con el negacionismo, la destructividad o la violencia verbal destinada a los más vulnerables. Una primera conclusión, acaso la más real y a la vez promisoria, es que al interior del 30% de quienes votaron LLA no aparecen sólo votantes ideologizados. En efecto, como se ha destacado recientemente, sería no sólo un acto de pereza intelectual, sino una regresión política identificar a los votantes de Milei, especialmente su segmento joven, como individuos enceguecidos por los delirios de una palingénesis neoliberal.
Y aun así persiste la pregunta, ¿cuáles son los mecanismos que facilitan este cuidadoso acto de separación? Más allá de las reflexiones en torno a la racionalidad práctica del votante (las compensaciones, justificaciones, elisiones, lealtades), lo relevante es identificar cómo ciertas diferencias, lejos de conducir a un rechazo sustantivo, fortalecen, en el caso de LLA, la creencia en la promesa libertaria de “una revolución que volverá a hacer de Argentina una potencia mundial en treinta o cincuenta años”. ¿Qué actos simbólicos se ocupan de desplazar aquello que no se desea sin que la persistencia de lo rechazado ponga en riesgo la estabilidad interna del votante?
De verdad y mentira
La historia política del neoliberalismo constitucional en Argentina encuentra dos grandes hitos de conjunción entre verdad y mentira en un sentido extra-moral. Antes de los indultos a los comandantes y el desmantelamiento del Estado, antes de la convertibilidad y el endeudamiento externo, la campaña electoral Menem-Duhalde estuvo diseñada en base a un discurso que recogía de los acervos culturales de la memoria histórica del peronismo los atractivos de una convocatoria destinada a los golpeados por la hiperinflación.
Ante la percepción del caos monetario y frente al temor de un empobrecimiento sin fin, las imprecaciones con las que Menem se dirigía al electorado se proyectaban como luces esperanzadoras abiertas al futuro: “arremánguense”, “síganme”, “salariazo”, “revolución productiva”, el “pan en todas las mesas”. No podría leerse de otra forma el masivo apoyo electoral con el que en 1989 el candidato peronista llegó al gobierno sin subrayar la pregnancia que tuvo en el imaginario popular ese dispositivo discursivo que permitía imaginar un futuro en base a la rememoración de los hitos del 45.
Hace algunos años el neoliberalismo criollo volvió a tener, de la mano de la dupla Macri-Michetti, la oportunidad de escenificar sus promesas de cara a un proceso electoral nacional. En los discursos de la campaña de 2015 de Juntos por el Cambio era clara la estrategia de confrontación con el kirchnerismo, y aún así persistía en sus candidatos el intento de ofrecer una visión positiva de futuro, tal como lo expresan los lemas “se viene la revolución de la alegría”, “seamos felices”, y el sempiterno “sí se puede”. Pasados doce años de una forma de ejercer el poder estatal articulada desde la impugnación conjunta del pasado menemista-aliancista, es decir de una discursividad pos neoliberal que había forjado sus núcleos simbólicos en la experiencia traumática del 2001, la plasticidad de la imaginería macrista permitió adoptar determinadas consignas asociadas a la cultura nacional estatalista.
El candidato presidencial no es apoyado en bloque, sino que presenta en su oferta electoral diversos temas y propuestas, entre los cuales el votante cree poder elegir.
A medida que avanzaba la campaña de 2015, Macri enfatizaba cada vez más sus apreciaciones de lo público: ya no se presentaba como el heredero de una fortuna, ni como un reivindicador de Menem, sino como un líder que sostenía el valor de la escuela pública y que se negaba a reprivatizar Aerolíneas Argentinas. Finalmente, la promesa de “pobreza cero” coronó el progresivo corrimiento discursivo desde la recuperación del pasado neoliberal hacia el equilibrio racional de un gobierno pos kirchnerista que, al tiempo que “criticaba lo malo”, se dedicaba a “resaltar lo bueno”.
En ambas estrategias, con Menem y con Macri, el neoliberalismo local pudo resolver la difícil cuestión de seducir a un público más amplio que aquellos electores que les prometían lealtad en base a sus creencias políticas. Perforar la brecha ideológica implicaba transfigurar el propio discurso con los ropajes del discurso ajeno, articulando así madejas híbridas capaces de atraer el apoyo de personas procedentes de distintos estratos sociales y tradiciones políticas originalmente antagónicas.
A la vista del desarrollo efectivo de las gestiones de Menem/Alianza (1989-2001) y Macri (2015-2019), podemos entender estas manipulaciones discursivas como estrategias electorales ancladas en una dinámica de mimetismo, transfiguración y ocultamiento. La sociedad no podía hacerse responsable de las medidas en su contra desplegadas por quienes habían traicionado el pacto electoral.
La llegada de Milei al balotaje nos acerca al tipo de preguntas que despertó el triunfo de Menem en su reelección en 1995, cuando ya habían transcurrido seis años de gestión neoliberal. ¿Qué tipo de estructura de conciencia explica la seducción de imágenes-palabras que ya no actúan conforme a la táctica del velo y el enmascaramiento, sino que encuentra su valor en la exhibición desinhibida ante la audiencia? Si, como sostuvo Silvia Schwazböck, “la explicitud siempre es más eficaz que la clandestinidad”, lo que requiere ser interpretado es el tipo de operación subjetiva que facilita el paradójico apoyo a fuerzas políticas que declaran en sus programas de gobierno medidas de destrucción masiva y retroceso democrático. De la misma manera en que la ostentación de lo no político de la política recubrió como una película brillosa la figura de Menem, hoy también aparece una dimensión paradojal de lo visible, que actúa a contramarcha de las opiniones sostenidas en base a motivaciones racionales.
En la banalización menemista de lo político se trataba de explotar el cinismo de una Argentina sometida sin peros a los dictados externos. En el regreso de la guerra como clave de interpretación de los conflictos políticos a escala global –sedimentada quizás durante la pandemia–, se trata de desplegar la dialéctica de lo explícito a los fines de entender las torsiones en la imagen. En esas torsiones se encuentra la llave para comprender las condiciones de posibilidad de la expansión del discurso capitalista en tiempos de crisis neoliberal.
Denegacionismo desde abajo
En el primer debate presidencial, Milei dejó pocas dudas acerca de aquello que hasta ahora se había escuchado solo en la voz de su compañera de fórmula. Sostuvo que los crímenes de lesa humanidad fueron meros “excesos” y se dedicó a negar las políticas de Memoria, Verdad y Justicia, así como el número de desaparecidos durante la dictadura, sosteniendo que hay una versión “tuerta” de la historia, en donde se desconoce que se trató de una “guerra” y no de terrorismo de Estado. Su discurso terminó asociando a los derechos humanos, a las políticas de Estado y a los organismos, con un “curro”. En el segundo debate, ante la posibilidad de revertir esta posición negacionista, Milei decidió rechazar la acusación de otro “negacionismo”, esta vez relativo al cambio climático, a través de un rodeo que no haría más que confirmar su posición.
En dos ocasiones queda refrendada la posición negacionista, lo cual implica un conjunto de operaciones enrevesadas. En primer lugar, negar las condiciones de terror y violencia histórica que terminaron en la tortura, el asesinato, la desaparición y sustracción de hijos aún no recuperados. En segundo lugar, esta posición negacionista revictimiza a quienes padecieron esa violencia al obturar su derecho al duelo, al objetar la tramitación pública del trauma, imprescindible para la construcción social de la memoria. En tercer lugar, como ha subrayado recientemente Donatella Di Cesare, los negacionismos suelen estar asociados a otros elementos ideológico-políticos que no sólo deniegan ese horror histórico sino que buscan instalar en el presente la intriga y la sospecha sobre esos mismos grupos (o sobre otros) revitalizando mitos sobre un presunto “complot” y teorías conspirativas que podrían habilitar –promover, incitar, legitimar– prácticas violentas hacia esos otros depreciados.
Estas operaciones van más allá de la justificación de la violencia pasada. Al cuestionarla, fragilizan los pactos elementales sobre los que se funda y sostiene la vida democrática, afectando las relaciones sociales del presente. En un escenario público en el que la negación se ha vuelto no sólo decible sino defendible, la violencia -y las distintas modalidades de discursividades violentas- tiene un camino abierto para expandirse.
Negación hegeliana
Si volvemos a las conversaciones que hemos mantenido con adherentes o simpatizantes de la LLA podemos recordar cuán relevante era la capacidad de distinguir en sus propuestas de campaña entre aquellas promesas que conectan con experiencias de vulneración, en particular en jóvenes, como las que se asocian a la pauperización fruto de la inflación, o a la dificultad para planificar el futuro. Detrás de estas argumentaciones se esgrimen los motivos dramáticos de quienes expresan su descontento con el modo en que el sistema político institucional ha tramitado la crisis. Ya no se trata del 2001 sino de la serie de crisis que se asocian al 2008 y se exacerban a partir de la pandemia.
Sin embargo, ante la confrontación con los discursos negacionistas de Milei, la respuesta desideologizada consiste en manifestar un tipo de rechazo particular; uno que, al modo de una astucia hegeliana, hace que la negación de la negación conduzca a una forma no modificada de la afirmación.
El acto del rechazo se expresa entonces como elusión, denegando el estatuto de verdad y liberándose de las cadenas de la responsabilidad que supone actuar conforme a la autonomía de una voluntad política. El argumento es que no creen que Milei diga eso que dice. Al hacerlo, quien sostiene que “no cree” aquello que ve y oye no concluye que deba seguirse un cambio en su forma de comportamiento. Paradójicamente, es en esta ausencia de creencia en donde se fortalece su apoyo enceguecido.
De la misma manera que de los votantes de Menem en 1995, de los votantes de Milei no se puede ya sostener que no deban hacerse responsables de las eventuales mayorías electorales, puesto que en ambos casos la lógica de la interpelación se sostiene en el valor de exhibición de la imagen. Sin embargo, a diferencia del cinismo noventista, aquí actúa otra motivación que cabría entender en los términos de un “denegacionismo desde abajo”. Una dinámica de evasión en la que el sujeto hace de su fuerza de rechazo (de aquello que escucha y ve) la condición de la profundización de su opresión. Ver-para-no-creer/No-creer-para-ver. He aquí las dinámicas en las que la des-responsabilización pública ante lo ominoso operan como fuentes de politización autoritaria.
Si bien esta lógica ha puesto en crisis la idea de racionalidad práctica para interpretar los comportamientos políticos, especialmente cuando ellos se reducen al análisis electoral, en su dinámica se repite la paradoja de la liberación de la escena de la zarza ardiente. La contemplación de la imagen imposible era para Moisés la transmutación de la imagen hacia la palabra, de la contemplación de lo maravilloso hacia el reconocimiento obediente ante el llamado del Señor (“Heme aquí”). Del mismo modo, la incredulidad ante las promesas destructivas del negacionismo de Milei actúa como antesala de la radicalización de la sumisión ante el poder. O expresan un deseo profundo e inconfesado en aquello que fatalmente sucede luego de que Moisés releva la palabra divina: la consumación de la zarza en el ardor de las llamas. Qué todo arda es otra traducción posible de esa racionalidad práctica para la que el negacionismo no representa ya un escollo ético-político.
Por Micaela Cuesta y Agustín L. Prestifillippo / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur







