Mujeres en llamas, puertas cerradas y dos mil muertos: el trágico incendio provocado por 2.200 velas en una iglesia

Historia 08 de abril de 2023
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Chile, a mediados del siglo XIX, había concluido la etapa de organización republicana, sentando las bases del desarrollo económico que determinaron un período de acelerado crecimiento en aspectos relevantes como la cultura, el comercio y las comunicaciones.

Para 1863, en Santiago, su capital, habitaban un poco más de cien mil personas. La presidencia, desde 1861, la ocupaba José Joaquín Pérez, aunque es considerado un gobierno de transición.

Pueblo devotamente católico, los aires liberales estaban bastante lejos del común de la población y solo unos pocos mantenían encendidas discusiones al respecto.

Una de las congregaciones más influyentes eran los Jesuitas. En 1593 construyeron una primera capilla provisoria en el lugar donde hoy se encuentra el jardín del antiguo palacio del Congreso de la Nación, a una cuadra al poniente de la Plaza de Armas de Santiago. En 1631 se debió construir un templo mejor y más grande, dado que el lugar se convirtió en el centro de la propaganda católica de Santiago. Prelados y miembros del cabildo eclesiástico exponían, en encendidas homilías, el lugar que la Iglesia debía tener en la sociedad civil. No solo era importante por eso, el reloj de su torre supo ser casi la hora oficial de la ciudad de Santiago. De esta última escribió una detallada descripción el jesuita, nacido en Santiago, padre Alonso de Ovalle:

“Es toda de piedra blanca y la fachada de la puerta principal muy lúcida y airosa, con sus pilastras, molduras y pirámides… todo de admirable arquitectura... el retablo del altar mayor y el tabernáculo del Santísimo Sacramento se aprecian en gran cantidad de dinero, por su arquitectura, grandeza y proporción... que a la primera vista cuando se entra por la puerta de la iglesia, parece todo él una lámina de oro”.

En 1647 y 1730, la ciudad de Santiago se vio sacudida por fuertes terremotos que dañaron al edificio del templo de la Compañía, pero se reconstruyó. El 31 de mayo de 1841 el edificio se incendió y se volvió a construir, pero esta vez más grande, más amplio y con más altares y retablos. Sin duda era una de las joyas de la arquitectura santiaguina.

En 1860, al templo se le agregó una cúpula de 60 metros. Era el adorno más bello de la Iglesia, divisándose desde larga distancia. Todas las ventanas que había en la nave principal eran de vidrios de colores. Las pinturas del presbiterio y de la parte interior de la media naranja producían un gran efecto de imponencia. En los altares laterales se colocaron cuadros, al mejor estilo italiano y tomando como base el templo romano de Jesús, lugar de la casa madre de la Compañía fundada en ese lugar por San Ignacio de Loyola. El retablo mayor también era imponente, de madera, con estuco y con grandes cuadros. Del centro de la cúpula pendía una gran lámpara que podía ser utilizada con aceite o con velas. Muchas familias acaudaladas habían trasladado los restos de sus familiares al templo, por lo que rodeando muchos de los altares laterales se observaban imponentes monumentos fúnebres, con un importante arte tanatológico.

Al lado del templo se comenzó a construir el edificio del Congreso de la Nación, proyectado durante el gobierno de Manuel Montt con el diseño creado por el arquitecto francés Claude-François Brunet Debaines.

El padre Juan Bautista Ugarte fundó en 1856, en Santiago, el grupo devocional llamado “Las Hijas de María” cuya sede era la iglesia de la Compañía y llegó a tener siete mil socias. El mes de diciembre (el “Mes de María”) tenía su culminación con la gran fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen. Todos los 8 de diciembre, al templo se movilizaba casi media ciudad.
Quizá hoy no podamos llegar a comprender lo que significaban esos eventos religiosos para las personas de aquella época. En las ciudades de Latinoamérica la vida se movía a golpes de las campanas de las iglesias. Los salones de los conventos y monasterios donde se reunían los cofrades eran el “club house” de esos años, donde se charlaba sobre los acontecimientos que ocurrían en Europa. Los miembros de estas cofradías eran hombres, dado que las mujeres podían participar pero solo en las cuestiones de la liturgia.

El “mes de María” fue focal para los habitantes de Santiago y para la iglesia de la Compañía. A medida que llegaba el 8, se aproximaba gente de todas las ciudades vecinas, que acampaban en las afueras de la ciudad.

El 8 de diciembre de 1863, extrañamente, el clima estaba fresco por demás. Por lo tanto, las mujeres concurrían con abrigo a los oficios litúrgicos.

En aquella época, las damas usaban el vestido con miriñaque. Y mientras más grande fuera, más amplitud en las faldas tuviera, demostraban su pertenencia a la clase social más encumbrada. Se sumaban los sombreros, las bolsas (que se utilizaban en lugar de carteras) y demás accesorios.

Por la mañana tuvo lugar la solemne comunión de las Hijas de María, a la que concurrieron más de dos mil personas de uno y otro sexo. El interior del templo resplandecía como nunca. El altar mayor se veía deslumbrante con ricos candelabros de bronce, de mármol y de alabastro, innumerables ramilletes de flores naturales y artificiales, numerosas arañas de cristal y de bronce, algunas gasas transparentes de diferentes colores que también caían simétricamente de los grandes arcos de la cúpula, formando vistosos pabellones. El presbiterio estaba en buena parte ocupado por grandes maceteros de flores y árboles con velas de estearina. Nunca en Santiago de Chile se había iluminado un recinto con tal profusión. La gran araña central poseía 80 lámparas de estearina y 16 de parafina.

El Tabernáculo del altar mayor, donde se hacía la exposición del Santísimo Sacramento, ocupaba la parte central del altar. Lo cubría un gran velo de terciopelo bordado. Al pie de este Tabernáculo se había colocado pocos días antes una media luna de tres metros de largo, que contenía 50 lámparas de parafina líquida.Para ocultar los bordes de la medialuna se habían creado, muy a la ligera por cierto, unos ramos de flores de papel muy grandes.

Las cornisas del templo también poseían velas de vidrio con parafina líquida. En total en el templo, y según relata el Rdo. P. Ugarte, había más de dos mil doscientas velas de estearina y parafina, algunas de forma líquida.

El último oficio de la mañana terminó a las 12:00 en punto, horario en el cual se cerraron las puertas del templo para preparar la gran misa solemne.

Alrededor de las 15:00 ya había bastante gente en la puerta principal del templo. A las 17:00 se abrieron las puertas principales y las laterales. Cabe recordar que los hombres se sentaban en lugares diferentes que las mujeres, y que en esa época no había muchos bancos en los templos, sino más bien casi ninguno. Los hombres permanecían de pie y las mujeres, de acuerdo a su clase social, o bien llevaban algún almohadón o una simple esterilla. Las damas de las familias acomodadas eran las que estaban más cerca del comulgatorio del presbiterio. Ellas no llevaban sus almohadones de brocado y seda que utilizaban para arrodillarse, sino que lo hacía alguna sirvienta. Naturalmente concurrían todas de riguroso negro, con imponentes mantilla negra y miriñaque, lo cual hacia que muy pocas pudiera estar delante de la balaustrada marmórea, dada la dimensión de su vestidos.

La misa principal debía comenzar a las 19:00. A las 17:00, en el templo no entraba ya más nadie. Afuera, las calles linderas también estaban ocupadas.

El sol comenzaba a ponerse en esa extraña tarde fresca de diciembre en Santiago. Alrededor de las 18:00, y faltando todavía una hora para la misa, solo se escuchaban cánticos a la Virgen y rezos del Santo Rosario en latín. Las campanas del improvisado campanario tocaban a fiesta, inundaban toda la ciudad con sus sonidos. A las 18:45 repicaron nuevamente las campanas.

En el templo seguían los rezos y los cánticos. En ese momento se inició la tragedia. Uno de los sacristanes debía encender las velas ubicadas por encima de la medialuna de vidrio. Por descuido, tropezó con una de las velas de la medialuna y se comenzaron a incendiar los adornos de papel que la rodeaban.

La gran mayoría no se percató del incidente y continuó rezando. Las puertas del templo habían sido cerradas para que nadie más ingresara, dado que no había más lugar. Repentinamente, en el retablo mayor las velas de estearina líquida comenzaron a estallar. Ahí los rezos dieron lugar a un silencio apabullante: el retablo mayor ardía en llamas por la cantidad de estearina que fluía sobre el mismo como ríos de fuego.

Los hombres, que se encontraban cerca del presbiterio o la sacristía, salieron rápidamente, dado que tenían las puertas más cerca. Creían que sus esposas, madres e hijas harían lo mismo por las otras. Pensaron erróneamente.

El pánico cobró vida dentro del templo. Sobre los gigantes miriñaques cayeron gotas de aceite encendido de las lámparas que están explotando, convirtiendo a las mujeres de la alta sociedad en teas humanas, que al intentar moverse, prendían fuego a las otras damas.

El fuego buscó oxígeno, y lo encontró en las ventanas del tambor de la cúpula del templo, no sin antes hacer estallar la imponente lámpara de velas, que cayó estrepitosamente sobre la cabeza de los fieles hecha una bola de fuego,incendiando las mantillas de las señoras.

Fuera del templo comenzaron a oír gritos sordos, y fueron las personas que estaban ubicadas en la plaza de Armas las primeras que vieron el fuego que salía del interior del templo por las ventanas de la cúpula.

Las lámparas de las cornisas y los cuadros de los altares comenzaron a arder también. Los gritos y la desesperación fueron totales. Todos se abalanzaron hacia las puertas gigantes. Trampa mortal: las puertas se abrían hacia dentro. Las personas que estaban adentro luchaban por abrirlas y las que estaban afuera empujaban en sentido contrario. Pero era imposible. La presión de las personas no permitía abrirlas.

Una marea humana de gente fue aplastada, una sobre otra, frente a las puertas. Otras se convertían en antorchas vivas. Todo se cubrió de humo y fuego, lo que hizo imposible cualquier salvataje.

De pronto los gritos cesaron. Solo se oía el crepitar de las llamas por toda la ciudad de Santiago de Chile. A las 20:30 el incendio era total. La ciudad, para colmo, carecía de cuerpo de bomberos. A las 22:00 se derrumbó el campanario. El sonido de las campanas, al caer, fue tan fuerte que rompió los vidrios de las casas vecinas. Fue el último grito del horror.

De las 3.325 personas que estaban en el templo, unas 2000 mujeres y 25 hombres murieron.Debajo de los arcos de la nave lateral que quedaban cerca de la puerta, se veían murallas de dos metros y medio de altura de cadáveres carbonizados. La imagen era dantesca; madres abrazando a sus hijas; ancianas que en sus manos tenían aún sus rosarios y sus libros de oraciones calcinados junto con ellas. Ante el horror que se mostraba frente a ellos, los hombres no pudieron dar el primer paso para quitar los cuerpos por horas.

Martina Barros de Orrego en el libro “Recuerdos de mi vida” relata: “…allí pereció una buena parte de la sociedad más aristocrática de Santiago, como luego comenzó a saberse... Casi no quedó familia rica o pobre que no contase alguna o muchas víctimas. Dos días después se pudieron extraer los cadáveres hacinados entre las ruinas del templo y el Intendente comenzó a trasladarlos al Cementerio General. No había carros fúnebres en que hacerlo de modo que hubo que recurrir a los simples carretones que cubrían como se podía, hasta con pasto y hasta el pasto se acabó; el olor a carne quemada se expandió por todos los alrededores de la ciudad hasta hacerse insoportable [...]; las listas de desaparecidos que publicaron los diarios eran interminables.”

Fueron 146 los carretones llenos de cadáveres y rociados de cal y pasto que abarrotaron la fosa común cavada por más de 200 hombres. Cuatro días demoró el entierro. Pasada una semana de la catástrofe, se pronunciaron las exequias en la catedral Metropolitana.

Este trágico evento conmovió a la ciudadanía y a las autoridades e hizo tomar medidas para prevenir este tipo de desdichas, como la obligatoriedad de las bisagras dobles en las puertas de todas las iglesias del país y la creación del Cuerpo de Bomberos.

En el “Archivo Nacional de Chile” se cuenta: “Los meses posteriores generaron un enconado debate en el seno de la sociedad chilena. La Iglesia Católica fue responsabilizada por mantener prácticas religiosas anticuadas, (se criticó los contenidos barrocos del culto que se desarrollaba en la Iglesia de la Compañía por la cofradía de las Hijas de María), que su influencia sobre las mujeres era perniciosa. Incluso, algunos sostuvieron que en las misas nocturnas, se desarrollaban prácticas inmorales con las que había que terminar de una vez. Por su parte, los órganos oficiales de la Iglesia Católica, como la Revista Católica, atribuían el incendio a un designio de Dios, que los fallecidos eran personas dignas de imitar por su religiosidad, humanidad y bondad. Por cierto, no en la línea de la crítica ética de los sectores liberales, más radicales hacia la jerarquía eclesiástica, pero que representó los cambios que se avecinaban, el Concejo Municipal de la Municipalidad de Santiago los días 12 y 14 de diciembre de 1863, junto con manifestar su solidaridad con los familiares de los fallecidos y entregar las condolencias del caso, emitió un decreto prohibiendo la realización de misas en horarios nocturnos para evitar riesgos, enfermedades y peligros…”

El lugar del templo fue saneado y las paredes que quedaron fueron demolidas. En su lugar se construyó el jardín del antiguo palacio del Congreso de la Nación, con una columna y escultura en memoria de los miles de fallecidos en ese lugar. La obra en bronce del escultor francés Albert-Ernest Carrier-Belleuse, denominada “La dolorosa”, fue inaugurado el 8 de diciembre de 1873 con una inscripción: “A la memoria de las víctimas inmoladas por el fuego el VIII de diciembre de MDCCLXIII. El amor y el duelo inextinguibles del pueblo de Santiago. Diciembre VIII de MDCCCLXXIII.” Y otra que se lee: “A las víctimas del incendio de la iglesia de la Compañía. 8 de diciembre de 1863″.

Años más tarde, dicho monumento fue trasladado al ingreso del Cementerio General de Santiago. Muchos creen que es plaza de ingreso, pero es la fosa en la que están los fallecidos en el incendio de la iglesia. En su lugar se puso un recordatorio más sencillo, una obra en mármol llamada «La Purísima», del escultor chileno José Miguel Blanco Gavilán, de acuerdo al diseño “Madonna e quattro angeli” del artista italiano Ignazio Jacometti.

Un dato curioso es que en la provincia de Buenos Aires se encuentra la otra escultura que había realizado el escultor Albert-Ernest Carrier-Belleuse gemela a la que se encuentra en el cementerio General de Santiago y está en el ingreso al templo de Ntra. Sra. del Líbano, ubicado en Villa Lynch, partido de Gral. San Martin. Templo declarado monumento histórico y artístico provincial, el cual vale la pena visitar.

Las campanas del templo también sufrieron un periplo. En el periodo 1871-1875, con la cooperación del presidente Federico Errázuriz Zañartu, una de ellas fue devuelta a los jesuitas, quienes la fundieron y crearon dos de las tres campanas de la actual iglesia de San Ignacio.

El resto se vendió como chatarra al comerciante galés Graham Vivian. Su hermano mayor, el anticuario Henry H. Vivian, supo apreciar el valor de las campanas y propuso colocarlas en el campanario de la Iglesia de “All Saints” en Oystermouth, condado de Swansea, templo perteneciente a la comunión anglicana de la diócesis de Swansea y Brecon, Gales del Sur. Con ocasión del bicentenario de la independencia de Chile fueron devueltas a la ciudad de Santiago, donde se levantó un memorial a las víctimas en la Plaza de la Constitución.

A partir de marzo de 2011, las campanas han repicado al mediodía en los jardines del exCongreso Nacional, en reemplazo del cañonazo de las 12 del cerro Santa Lucía.

Nota:infobae.com

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