La vida del almirante Guillermo Brown: el marino que derrotó a los brasileños en Quilmes y murió endeudado

Historia 03 de marzo de 2023
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Viniendo de Quilmes hacia el centro de la ciudad se debía pasar por una calle donde se levantaba una casa sencilla, de planta baja y primer piso. Tenía un pequeño balcón sobre la entrada, flanqueada por dos columnas, en la calle Martín García 584, antes llamada “calle del héroe Brown”. A cada costado, había un cañón clavado en la tierra y el perímetro estaba rodeado por una verja de hierro forjado, apoyada en pilares blancos. Los lugareños la reconocían como “la casa del cañón” y otros por su color, “casa amarilla”.

Pertenecía a Guillermo Brown, o don Bruno, como solía llamarlo Juan Manuel de Rosas. Los cañones, corroídos por años de humedad, eran un recuerdo de cuando derrotó a José Garibaldi y estaban ahí colocados para que las ruedas de las carretas no arruinasen el acceso a la casa.

Ese hombre de ojos azules, pelo blanco y patillas recortadas a la antigua y que vestía de oscuro, mucha de la gente joven que lo veía, ignoraba quién era. Caminaba ayudado con un bastón, ya que en el combate de El Buceo, librado entre el 14 y el 17 de mayo de 1814, se fracturó una pierna por el retroceso de un cañón y le había quedado una renguera de por vida.

Muchos de sus viejos oficiales lo visitaban semanalmente, más aún cuando su hijo Eduardo, de 38 años, falleció el primer día del año 1855.

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Podría decirse que su vida de aventuras comenzó cuando tenía 10 años. Nacido en el pueblo irlandés de Foxford el 22 de junio de 1777, había acompañado a su padre a Estados Unidos, en busca de nuevos horizontes. A la semana, estando en Filadelfia, su progenitor fue víctima de la epidemia de fiebre amarilla, y el niño quedó huérfano en un país desconocido. Un capitán lo empleó como grumete, y así comenzó una vida de aventuras, que tendría al mar como protagonista.

Cuando Napoleón Bonaparte comenzó a dominar Europa, él estaba al frente de un buque mercante de bandera inglesa, y fue capturado por un navío francés. Como escapó de la prisión de Metz, disfrazado con ropas de un oficial francés, fue capturado exhausto por un molinero que sospechó que era un evadido. Fue encerrado en la fortaleza de Verdún. No bajó los brazos y se dedicó a hacer un agujero en el piso de su celda, debajo de su cama. Dio con la de un coronel llamado Clutchwell y ambos idearon un plan de escape. Hicieron un boquete en el techo que disimularon con una bandera. Barrían los escombros con sus ropas y los disimulaban en los rincones. Con prendas que anudaron, lograron descolgarse del muro y alcanzaron la libertad. Llegaron a Alemania desde donde viajaron a Gran Bretaña.

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Volvió a la marina mercante inglesa. En 1809, el año que se casó en Londres con Elizabeth Chitty, una chica protestante diez años menor que él, de familia de marinos.

Los negocios lo trajeron al Río de la Plata en la fragata Belmond. Su hermano Juan había estado en esas tierras cuando integraba el ejército inglés invasor de 1806. Vivió en Montevideo, y se ganaba la vida con el comercio marítimo de cabotaje. Le había comprado a los herederos del poeta Lavardén un saladero en el que dedicó a producir tasajo al estilo irlandés.

Realizaba viajes a Gran Bretaña, donde nacieron Elisa, en 1810 y Guillermo, en 1812, sus dos primeros hijos. Se estableció en estas tierras, donde el negocio prosperó, adquirió algunos barcos y compró ocho hectáreas en la zona de lo que hoy es Parque Lezama. Sobre lo que es la avenida Martín García construyó su casa, Cannon House, en un terreno se lo compró al padre José Ramón Grela, por 1600 pesos fuertes.

Su experiencia de marino llevó a las autoridades de Buenos Aires a proponerle la creación de una escuadra, “en prueba de su valor y habilidad”. No defraudaría. Al mando de la fragata Hércules y al frente de algunos navíos ocupó la isla Martín García, venció a la escuadra española, bloqueó Montevideo y logró su rendición. San Martín expresó que la victoria de Brown fue “lo más importante hecho por la revolución americana hasta el momento”.

Asimismo, obtuvo una patente de corso y encaró una empresa de la que no salió bien parado, supuestamente por no haber cumplido con las órdenes establecidas, por partir sin el correspondiente permiso del gobierno y haber desobedecido órdenes durante su campaña por el Pacífico, en la que perdió la fragata Hércules. Cuando regresó a Buenos Aires debió defenderse de las acusaciones y recordaba esos tiempos con amargura.

Volvió a sus actividades comerciales, cultivó la tierra que poseía donde vivía, mientras su hijo Guillermo era tropero. Cuando estalló la guerra contra el Brasil fue nuevamente convocado. Era el único marino en la ciudad con la experiencia suficiente para hacerse cargo de la escuadra. Las victorias que cosechó en combates desiguales contra el poderío naval enemigo -como Los Pozos, Juncal, Monte Santiago o combate de los Quilmes- lo convirtieron en un verdadero ídolo popular. En Los Pozos, la batalla pudo ser observada desde los techos y terrazas de Buenos Aires. “Fuego rasante que el pueblo nos contempla”, arengó a sus hombres.

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Su hija Elisa, que noviaba con el escocés Francis Drummond, uno de sus oficiales, murió en el Riachuelo el año en que su novio pereciera en el combate de Monte Santiago, desarrollado entre el 7 y el 8 de abril de 1827. A la chica la encontraron ahogada y la leyenda que corrió fue que usaba su traje de novia.

Cuando Juan Lavalle derrocó y fusiló a Manuel Dorrego en diciembre de 1828, quedó a cargo interino de la gobernación, de la que fue relevado en mayo del año siguiente. Regresó a sus negocios. Viajaba permanentemente a Montevideo y a Colonia, donde tenía una casa que el gobierno de ese país le había obsequiado. Para entonces, habían llegado otros dos hijos, Martina y Eduardo.

Volvería a ser convocado por el gobierno, esta vez por Juan Manuel de Rosas, aún sabiendo que el irlandés se había negado en diciembre de 1832 a firmar el petitorio de extensión de sus facultades extraordinarias.

En 1841 y a sus 64 años, como comandante en jefe de la flotilla de la república, debió enfrentar a las fuerzas de Fructuoso Rivera con una escuadra. Le tocó pelear y derrotar al italiano José Garibaldi. Cuando una poderosa flota anglofrancesa bloqueó el Río de la Plata, no le quedó más remedio que entregar la escuadra a su mando.

Esa fue su última pelea.

Disfrutaba cabalgar por el camino nuevo (hoy la avenida que lleva su nombre) hasta el Arsenal de Marina, en el Puerto de los Tachos, hoy Vuelta de Rocha, o hacia el centro de la ciudad.

La nostalgia lo había hecho emprender en 1847 un viaje a Foxford, su pueblo natal, al que nunca había regresado. Volvió dos años después.

En sus últimos años se había concentrado en la redacción de sus memorias. “Quiero acabar este trabajo antes de emprender el gran viaje hacia los sombríos mares de la muerte”, escribió a Bartolomé Mitre. Esos recuerdos abarcan de 1814 a 1828 y describen sus operaciones navales.

Cuando en 1854 repatriaron los restos de Carlos María de Alvear, fallecido en Estados Unidos, se ofreció embarcarse en el Río Bamba, para traerlos a Buenos Aires desde Montevideo. Había peleado junto al oficial muerto en el sitio de Montevideo y en la guerra contra el Brasil.

A fin de enero de 1857 se sintió morir, a tal punto que hizo llamar a su amigo, el compatriota padre Antonio Fahy, para que le suministrase la extrema unción. Falleció en los primeros minutos del 3 de marzo. Lo acompañaba su compañero José Murature, a quien le dijo: “Comprendo que pronto cambiaremos de fondeadero, ya tengo práctico a bordo”.

A la noche de ese día su cuerpo, vestido con ropas blancas y con un sudario de seda fue depositado en un féretro de pino forrado, que a su vez fue colocado en uno de plomo y finalmente en uno de caoba, con herrajes de bronce. Tenía la leyenda: “Cenizas del Brigadier General Argentino don Guillermo Brown. Fallecido el 3 de marzo de 1857″. A la tarde del día siguiente fue inhumado en el sepulcro de José María Paz.

Su muerte fue sentida por todos. Eran tiempos en que el país estaba partido al medio, tanto la Confederación Argentina como el Estado de Buenos Aires le rindieron honores. A pesar de las honras fúnebres por los valiosos servicios prestados, su viuda debió ceder al Estado unas seis leguas de su propiedad para cancelar deudas y además debió malvender algunas de las pertenencias de su marido, como su catalejo.

Un día lo sorprendió con su visita el almirante Juan Pascual Grenfell, el jefe de la escuadra brasileña, contra el que se había batido en las costas de Quilmes, y donde había perdido su brazo derecho. Se saludaron con afecto. Brown vivía modestamente y ese día estaba atendiendo su quinta. “Si usted hubiera aceptado las propuestas del emperador Don Pedro, cuán distinta sería su suerte. Porque en verdad, las repúblicas son siempre ingratas con sus buenos servidores”, le dijo. El viejo marino le respondió: “Mi querido Grenfell, no me pesa haber sido útil a la patria de mis hijos. Considero superfluos los honores y las riquezas cuando bastan seis pies de tierra para descansar de tantas fatigas y dolores”.

Ese muchacho que había comenzado a los 10 años una vida de increíbles aventuras, conocía muy bien el rumbo hacia el fondeadero que lo llevaría a la eternidad.

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