La violencia como programa político en Argentina y el mundo

Actualidad - Internacional 19 de septiembre de 2022
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En el mismo mes del intento de magnicidio contra la vicepresidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner, un seguidor bolsonarista apuñaló y remató a machetazos a su compañero de trabajo, afecto a Lula, tras una discusión política en el Mato Grosso en Brasil. Dos meses antes, también en Brasil, otro seguidor de Bolsonaro mató de un disparo al tesorero del Partido de los Trabajadores de Foz do Iguaçu, durante su fiesta de cumpleaños decorada con emblemas del lulismo, al grito de “Aquí es Bolsonaro”. El 7 de julio Shinzo Abe, ex primer ministro de Japón, de tinte liberal fue baleado mientras pronunciaba un discurso de campaña en la ciudad de Nara por un desempleado que identificaba a Abe con la Iglesia de la Unificación, conocida como la “secta Moon”, que lo dejó en ruinas. 

¿Cuál es el hilo conductor de tales actos de violencia, más allá de las fronteras?

Los discursos de odio, que llevan y traen mensajes de supremacía de clase, racial y/o de género o extremismos religiosos, emanan de fracciones sociales, que logran captar el desencanto y la frustración, principalmente de jóvenes, que poco tienen para esperar del futuro que les ofrece este sistema. Se amasan a partir del fogoneo mediático sobre el rechazo rotundo a la diferencia que inexorablemente constituye la otredad, deslizando la posibilidad de aniquilar “lo distinto” por la amenaza que ese otro supone, entre otras cosas, para la propia estabilidad y prosperidad económica.

Se instalan así en los medios y en las redes a fuerza de repetición sin reflexión, en el marco de un contexto social y político en que se agudizan las contradicciones, e irrumpen en la escena a través de acciones que parecen fruto del absurdo o de una patología individual. Pero no lo son.

En Argentina, las investigaciones aún en desarrollo, siguen las pistas de la conexión entre el atacante de la vicepresidenta, su novia, con probada complicidad en el hecho, y el grupo Revolución Federal. Uno de sus líderes fabricó en su pequeña carpintería del conurbano bonaerense la guillotina utilizada en la marcha de las antorchas que organizó este colectivo de ultra derecha liberal para pedir pena de muerte para el kirchnerismo. Uno de los fundadores de la organización además, según se conoció en las últimas horas, recibió una importante suma de una firma que podría tener conexiones con el Grupo Caputo, un conglomerado empresarial que le pertenece el ex ministro macrista Luis Caputo. “Nuestro objetivo es que los kirchneristas tengan miedo de ser kirchneristas”, dijo Leonardo Sosa, fundador de Revolución Federal, en una entrevista con Anfibia.

El capítulo argentino de la Atom-Waffen, una organización neonazi liderada desde plataformas virtuales por un joven de 13 años de edad, acusada en Europa de ser responsable de al menos 8 asesinatos, junto con Nación de Despojados, son otras agrupaciones que han empujado la violencia que se nos aparece en la superficie de la escena política. Un multiverso complejo que excede fronteras. 

Hace escasos días conocimos en Argentina la existencia en la ciudad de La Plata de un Centro Cultural llamado Kyle Rittenhouse, que reivindica con su nombre a un estadounidense de 19 años que protagonizó una matanza en el condado de Kenosha. Desde este espacio se organizaron desde marchas anti cuarentena hasta actos vandálicos contra locales de partidos políticos. 

En Brasil el bolsonarismo se encargó de empujar la violencia social, la homofobia y  la misoginia. El presidente y su hijo, Flavio Bolsonaro, son férreos defensores de que la población se arme para “protegerse de la delincuencia”. Un artículo publicado por O Globo en julio puso en relieve la existencia de al menos 530 núcleos neonazis repartidos por todo Brasil, algunos de los cuales agrupan a unas 10 mil personas y llamó la atención sobre “el crecimiento exponencial”, ya que, según el medio, desde 2019 el número de seguidores de este movimiento se triplicó.  Paradójicamente, el propio Bolsonaro, antes de ser electo fue apuñalado en un acto de campaña por Adelio Bispo quien fue vinculado con sectores de izquierda y confesó que cumplía una misión divina en contra de un representante de la masonería. 

En una frecuencia similar, se inscribió el asalto al Capitolio, aunque en este caso no hubo intento de magnicidio, la violencia política fue encabezada por un conjunto de personas adeptas a Trump que repetía hasta el cansancio, ser víctima de un fraude electoral. El hecho irrumpió en la escena política del país que ostenta ser la vara con la que se miden todas las democracias y tuvo características que lo emparentaron con el absurdo. 

Un conjunto de personas vestidas con pieles y cascos con cuernos, intentaron legitimar por la violencia el desconocimiento de los resultados electorales, violaron las normas de seguridad del Capitolio, y promovieron desmanes que causaron 5 muertos. Pero, más cerca de un plan de violencia organizada que de un acto espontáneo de un conjunto de locos, las investigaciones revelaron, posteriormente, las plataformas virtuales que sirvieron para organizar el asalto, los mensajes y discursos, principalmente vinculados con la supremacía racial y la teoría de Qanon, repleta de adeptos, que lo azuzaron.

Ninguno de estos hechos es completamente novedoso en la historia y, por supuesto, en cada caso existe una complejidad que ameritaría un análisis particular. Sin embargo, es posible encontrar continuidades en cuanto a los actores que los impulsan, y establecer que detrás de los hechos de violencia aislados prevalece una estrategia de poder que traspasa el límite de lo admisible a nivel social y convierte en acción lo que hasta el momento solo era discurso.

La construcción mediática de los discursos de odio

Luego del atentado a la Vicepresidenta argentina, Transformación Digital publicó un informe según el cual en el período comprendido entre las 00:00 hs. del 31 de agosto y las 14:30 del 2 de septiembre se produjeron más de 708.000 tweets sobre el intento de magni-femicidio, en los que participaron 256.300 cuentas, pero entre las cuales las más influyentes fueron 4 (Infobae, CNN, TN y Clarín), quienes concentraron 272,2 millones de visualizaciones. Las emociones que priman en la conversación analizada son Enojo-Ira, y más del 60% plantearon que no creían en lo sucedido.

Es decir, las plataformas digitales permiten la construcción de un discurso que se capilariza en todo el tejido social, cuyo origen se concentra en un grupo pequeño de empresas como Facebook y Twitter, en las que el poder comunicacional oligopólico de escala global decide las conductas sociales, llamando a acciones que, muchas veces, se basan en el odio como motor.

En otro orden, en el marco de estas nuevas mediaciones y atravesadas por la mercantilización, este tipo de hechos no tardan en asumir los rasgos de un espectáculo. Despiertan el morbo de mirar sin ser mirado y hacen de la violencia y de la muerte un show. Así se vuelven difusos los límites entre lo ficticio y lo real y se ablandan las barreras del repudio. En las redes sociales, donde no hay cuerpos sino identidades, que pueden ser múltiples, todo vale. Allí los discursos violentos alcanzan extremos insospechados. Lo que tiene de show, no le quita sin embargo, lo disciplinante. 

En este sentido cobra centralidad la concentración en un puñado de manos, de los principales medios de comunicación y la construcción de discursos y de sentido: las plataformas de redes sociales que sirven de mediación de un vasto conjunto de relaciones sociales. En ellas, la construcción de la narrativa o “story telling” y la apelación a las emociones primarias constituyen factores decisivos en la imposición del “sentido común” para interpretar la realidad, pero también para actuar en función de esa interpretación.

La legitimación de la violencia como práctica política

Contra los augurios inocentes o que deliberadamente expresaban deseos más que un análisis certero de la realidad, sobre la reconfiguración de un mundo post pandemia en armonía y una sociedad empática, lo que se instaura es una polarización violenta de las sociedades, como estrategia de dominio politico e ideologico que enfrenta irracionalmente a fracciones de la clase trabajadora, cada vez más excluida. 

Así, en lugar de visualizar las verdaderas causas del malestar social, se abre la posibilidad de aniquilar al “otro” como salida, rompiendo las reglas democráticas mínimas para la convivencia en sociedad. Tal como expresó Cristina Fernández de Kirchner en su primera aparición pública luego del atentado, “lo más grave no fue lo que me pudo haber pasado a mí. Lo más grave fue haber roto un acuerdo social desde 1983, recuperar la democracia fue recuperar la vida. Lo del otro día fue una ruptura que tenemos que volver a reconstruir”. 

La legitimación de la violencia, pareciera ser el camino por el que se han decidido a avanzar las fracciones de poder más reaccionarias. Lo que no debemos perder de vista es que no se trata de individuos, sino de una eficaz estrategia de fragmentación y desorganización de las clases subalternas. Precisamente por la magnitud de la escalada, es que los llamados de paz quedan encerrados en un discurso vacío, si no van acompañados de la construcción de justicia social y fuerza popular organizada, que ofrezca otro sentido, otras prácticas, otro programa político, que confronte con aquel que intenta hacer de la violencia una práctica cotidiana de disciplinamiento social.

Por Matías Caciabue

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