





Geoffrey Hinton, considerado el padre de las redes neuronales modernas y reciente premio Nobel de Física, lo ha dicho sin rodeos: las grandes tecnológicas sólo podrán justificar las inversiones masivas que están realizando en inteligencia artificial si sustituyen trabajadores por algoritmos. «Están gastando 420,000 millones de dólares en inteligencia artificial. Ese dinero solo tiene sentido si despiden gente», declaró en Bloomberg TV, según comenta este artículo de Medium.
Dario Amodei, CEO de Anthropic, sostiene tesis similares: «el 80% de los empleos podría transformarse radicalmente o desaparecer en la próxima década«, recordando que la velocidad de esta disrupción no tiene precedentes. Ambos mensajes suenan apocalípticos, pero en realidad revelan un patrón histórico: toda gran revolución tecnológica comienza destruyendo trabajo, y termina creándolo.
Durante la Primera Revolución Industrial, las máquinas de vapor arrasaron con los oficios artesanales y los talleres familiares. Según las leyendas de la época, los luditas quemaron telares por miedo a perder su trabajo y su sustento. Pero unas décadas después, el empleo total no solo se había recuperado: se había multiplicado. Los nuevos trabajos eran distintos, más urbanos, más técnicos y más especializados, pero también mejor pagados y más estables.
La electrificación repitió el proceso, y lo mismo ocurrió con los ordenadores en los años ’70, y con Internet en los ’90. En todos los casos, la tecnología no destruyó el trabajo humano, sino el trabajo mecánico, liberando tiempo y capacidad para tareas más complejas y creativas. El problema no fue nunca la máquina, sino el periodo de transición.
La diferencia ahora es la velocidad. La inteligencia artificial no requiere construir fábricas ni transportar materias primas: es pura infraestructura digital, con la única fricción de la construcción de más y más data centers, lo que implica que su impacto esté siendo más rápido y visible. Pero incluso así, pensar que el resultado final será un mundo sin trabajo es tan reduccionista como suponer que el automóvil destruyó los empleos de los carruajes sin generar nuevas industrias a su alrededor.
La evidencia económica reciente sugiere que estamos viviendo una etapa temprana de lo que algunos analistas denominan un «shock tecnológico«. Según un estudio del Banco Central Europeo, la adopción de inteligencia artificial entre empresas europeas está creciendo con fuerza, aunque su uso regular sigue siendo bajo y sus efectos aún no se reflejan plenamente en la productividad agregada. Algo similar observan los economistas del National Bureau of Economic Research (NBER) en su informe «Artificial intelligence and the modern productivity paradox« : las promesas de eficiencia son reales, pero tardan en materializarse. Un tercio de mi tesis doctoral utiliza la paradoja de productividad profusamente y la invalida en el caso de las empresas pequeñas y medianas, y puedo dar fe de que eso es exactamente lo que ocurre: las ganancias de productividad no son fáciles de medir, pero existen.
En el ámbito microeconómico, el MIT ha mostrado que la adopción de inteligencia artificial en empresas industriales suele provocar primero una caída temporal de productividad, seguida de un repunte significativo cuando las organizaciones aprenden a integrarla de manera estructural. Y un informe reciente de la OCDE concluye que los beneficios macroeconómicos serán graduales y dependerán de factores como la calidad institucional, la inversión en capital humano y la capacidad de adaptación del tejido productivo.
En otras palabras, estamos de nuevo ante la historia que se repite. Primero llega la disrupción, luego el reajuste, y finalmente, la expansión. La eficiencia no es el enemigo del trabajo, sino su evolución. Cada salto tecnológico ha desplazado oficios, sí, pero también ha ampliado los límites de lo que entendemos por trabajo. Si en 1850 fabricar una camisa requería ocho horas, hoy esa misma energía humana se destina a diseñar moda, coordinar cadenas globales o desarrollar software que predice tendencias.
La ansiedad que genera la inteligencia artificial es comprensible y se produjo también con cada una de las disrupciones anteriores, pero olvidar la lección de la historia sería un error. La tecnología destruye empleos, pero no empleo. Envía al paro a determinados profesionales a nivel individual, pero genera un incremento de empleo y de riqueza en el agregado. Lo que cambia son las competencias necesarias y la velocidad del cambio. En lugar de temer a la automatización, deberíamos preocuparnos por cómo preparar a las personas para lo que viene, o a la sociedad para que les proporcione formas de sobrevivir y de mantenerse por encima del umbral de la pobreza.
Geoffrey Hinton y Dario Amodei pueden tener razón en una cosa: los cambios van a ser radicales y afectar a muchos profesionales. Lo estamos viendo ya. Pero eso, aunque sea poco consuelo para los que pierden su trabajo, no convierte la llegada y la adopción de la inteligencia artificial en una tragedia inevitable para la Humanidad: es sólo la repetición de un ciclo que lleva dos siglos, sino más, transformando la expresión de nuestra productividad. Y si algo demuestra la historia económica es que la innovación nunca ha dejado a la humanidad con menos trabajo: solo le ha exigido un nivel superior de inteligencia.
Nota: https://www.enriquedans.com/
























