





Los profesores de dibujo aconsejan a los principiantes entrecerrar los ojos para apreciar la distribución de luz y sombra en los modelos sobre los que trabajan. Esa abstracción deja ver un aspecto clave: la estructura y el volumen de los objetos. Un análisis de las elecciones en la provincia de Buenos Aires que siguiera esa instrucción, permitiría contemplar un episodio nítido y clásico de la historia política argentina: el enfrentamiento entre peronismo y antiperonismo. Fue una escena con más sombras que luces: cada uno con sus consignas, orientadas a descalificar al rival antes que a formular propuestas. Cada uno con su desprecio por el otro, acentuado en el antiperonismo, interpretado por Milei, cuyo discurso recurrió a imágenes fúnebres que no disimulaban el deseo de ver muerto al rival. Al estilo del “viva el cáncer”, cuando Eva Perón agonizaba. Este enfrentamiento arquetípico es la expresión de una contradicción honda y perdurable que para muchos analistas e historiadores está en el origen del estancamiento histórico de la Argentina.
Aunque las condiciones sean distintas, la repetición de los sucesos les permite conservar vigencia a explicaciones, hipótesis o metáforas planteadas hace décadas para tratar de entender el conflicto que habría impedido progresar al país al ritmo que su dotación de recursos y ventajas comparativas hubieran permitido. El triunfo de Kicillof sobre Milei repite una pauta: posee la capacidad de cuestionar un programa económico y un estilo político. Solo eso, sin que se descifre cómo podría revocárselo con un programa superador. Observando los más de cuarenta años de democracia ininterrumpida, se constata ese comportamiento en la disputa entre los que dicen defender al pueblo y los que se embanderan bajo la ortodoxia capitalista. Alfonsín fue vetado por Menem, quien recibió luego la objeción de los Kirchner, hasta que llegó Macri para revocar lo anterior. Pero fracasó, dando lugar a un nuevo regreso del peronismo cuyo final fue patético. Ahora Milei, desde una derecha furibunda, empieza a empantanarse. Todos iban a fundar un nuevo país, ninguno pudo sostener esa promesa desmesurada.
A fines de 1983 Marcelo Diamand, un industrial devenido lúcido economista, escribió, en un texto titulado “El péndulo argentino, ¿hasta cuándo?”: “Las últimas décadas de la Argentina se han caracterizado por cambios muy profundos y muy bruscos en la política económica que muestran una oscilación pendular entre dos corrientes antagónicas: la expansionista o popular y la ortodoxia o liberalismo económico”. Hasta qué punto rige aún ese antagonismo lo constatamos esta semana. Milei, el perdedor, reafirmó el rumbo inexorable de su política económica ortodoxa, mientras Kicillof, el ganador, dijo implícitamente sentirse orgulloso de haber estatizado YPF. Una distancia desoladora que augura un nuevo volantazo, si el peronismo ganara las elecciones presidenciales de 2027. Detrás de estas oscilaciones subyace otra discusión, que ya no involucra a dirigentes sino a economistas y politólogos: si la causa del estancamiento argentino es política o económica. Diamand se inclinaba por la economía, haciendo hincapié en “la estructura productiva desequilibrada” y el “estrangulamiento externo”. En el terreno económico otra discusión pendular lleva décadas: si la inflación se debe a razones estructurales o monetarias. La incógnita permanece abierta.
Enfocada en el plano político, otra explicación conserva frescura: el “empate hegemónico”, formulada en la década del setenta por Juan Carlos Portantiero, uno de los sociólogos más brillantes de su generación. Portantiero escribió que “La inestabilidad crónica de la Argentina, su condición de sociedad “ingobernable”, sólo podrá ser entendida a condición de penetrar más hondamente en el complejo de relaciones económicas, sociales y políticas que se va estructurando desde finales de la década de los cincuenta”. La conclusión de Portantiero fue que el país carecía de un orden político estable, con un Estado progresivamente aislado de la sociedad, en el contexto de “la lógica de un “empate” entre fuerzas, alternativamente capaces de vetar los proyectos de las otras, pero sin recursos suficientes para imponer, de manera perdurable, los propios”. Evidentemente, la recuperación de la democracia no pudo resolver el problema. A eso habría que agregar la descripción del modo destructivo con que se procesa ese empate en la Argentina, expuesto por Tulio Halperin Donghi: “la recíproca denegación de legitimidad de las fuerzas que en ella se enfrentan, agravada porque estas no coinciden ni aun en los criterios aplicables para reconocer esa legitimidad”.
Repitiendo la escena, Kicillof, aun victorioso, difícilmente desempate a su favor. El peronismo ya lo intentó en los largos años del kirchnerismo, concluidos con el rechazo de la sociedad, que descubrió la trampa del estatismo sin crecimiento y con alta inflación. Con el avance del siglo, los argentinos se desplazaron de la marcada preferencia por el Estado, disparada por la crisis de 2001, hacia un reconocimiento incipiente de la iniciativa privada, que vincularon con su progreso material. Ese sentimiento impulsó la llegada al gobierno de Mauricio Macri y, luego de un nuevo fracaso peronista, la de Javier Milei. Sin embargo, esa misma sociedad le puso límites a una política ortodoxa que nunca logró pasar del ajuste al crecimiento. Lo que alguna vez llamamos “la coalición de los que no pueden comprar con los que no pueden vender”, frustró los intentos de estabilización. Esta no es una coalición peronista, sino la articulación espontánea de amplias franjas de clase media y media baja con cuentapropistas, pequeños comerciantes y empresarios, todos ahogados por la recesión.
Milei puede remontar en octubre, pero está seriamente herido. Si fracasara, probablemente sobrevenga un período de orfandad e incertidumbre, con final impredecible. Orfandad porque si se quebrara el proyecto libertario no se avizora por ahora uno alternativo. E incertidumbre por un combo de factores adversos: falta de reservas, altas tasas de interés, recesión, huida de los inversores y un gobierno a la deriva, abandonado por la opinión pública que, en verdad, era su única ancla. El péndulo se habrá detenido entonces en el punto de equilibrio, hasta que recomience el movimiento que, si prevaleciera la frustración, podría llevarlo al otro extremo. Significaría la fatal repetición de la historia.
Sin embargo, aunque con un alto costo, podría no suceder así esta vez. La sociedad avanza a tientas, fijando límites. No quiere estatismo inflacionario ni ajuste salvaje. Demanda de los gobiernos una ecualización inteligente, una mediación política y económica indispensable. Tal vez se escuche esta solicitud, si bajo el rigor de una nueva crisis, que podría ser severísima, la clase dirigente abandona la oscilación entre los extremos y de-sanuda, mediante un acuerdo, el empate secular entre sus élites.
Por Eduardo Fidanza / Perfil





