







La oficina, tal y como la entendíamos hasta hace muy poco, parece estar en vías de extinción. No lo digo yo, lo dicen los propios empleados: un informe reciente afirma que más de la mitad considera que la inteligencia artificial hará obsoletos no solo muchos de sus puestos, sino también el propio espacio físico en el que trabajan.


La inteligencia artificial no se limita ya a sustituir tareas repetitivas o rutinarias: empieza a ocupar el papel del jefe, a decidir qué se hace y cómo se hace, y a convertirse en un sustituto de eso que antes llamábamos «la cultura corporativa». El escritorio, la oficina o incluso la misión de la compañía se diluyen en un nuevo contexto donde el algoritmo manda.
Es un cambio profundo, y no hablamos de ciencia ficción. Cada vez son más las compañías trasladan a sistemas de inteligencia artificial funciones tradicionalmente humanas: asignación de proyectos, evaluación del rendimiento, recomendaciones de carrera, gestión de calendarios, e incluso el propio sentido del propósito de un equipo. ¿Qué pasa cuando el liderazgo deja de ser una cualidad humana y pasa a ser una propiedad emergente de un sistema entrenado con millones de parámetros? ¿Qué ocurre con la lealtad a una empresa si ya no existe un espacio común, ni un jefe de carne y hueso, ni siquiera un relato compartido?
En este nuevo escenario, el teletrabajo no es una excepción coyuntural, sino que se convierte en la norma definitiva. La inteligencia artificial se convierte en la interfaz entre trabajador y organización, en el «jefe» al que rendimos cuentas sin verle la cara y sin saber si sus criterios son justos, sesgados o sencillamente arbitrarios. Apple anuncia que Siri dejará de ser un asistente limitado y pasará a ser un buscador con inteligencia artificial generativa capaz de responder a cualquier pregunta, como si fuese la enciclopedia definitiva. OpenAI busca una valoración de quinientos mil millones de dólares
mientras su propio CEO habla de burbuja. Meta reorganiza a marchas forzadas su cúpula directiva
para sobrevivir a la fiebre de la inteligencia artificial. Todo esto no son piezas aisladas: son síntomas de un cambio estructural en el que la tecnología deja de ser una herramienta y se convierte en la propia infraestructura del trabajo.
Cada vez más voces dentro del propio sector anticipan que este cambio no solo acabará con la oficina, sino también con la idea misma de empleo estable. El CEO de Fiverr, Micha Kaufman, envió recientemente un mensaje a sus empleados advirtiendo que la inteligencia artificial «viene a por nuestros trabajos, incluido el mío», y que quienes no se conviertan en talentos excepcionales se verán obligados a replantearse su carrera en cuestión de meses. En paralelo, el Financial Times ha descrito el auge de startups diminutas o incluso unipersonales, capaces de generar millones en ingresos gracias al uso intensivo de herramientas de inteligencia artificial, en un contexto en el que el 35% de los norteamericanos ya trabajan como freelancers. Y el propio Sam Altman afirma que ya no se necesita una plantilla a tiempo completo, sino simplemente el problema adecuado y la combinación correcta de inteligencia artificial y talento freelance.
El problema, claro, es que estamos dejando que estas transformaciones empiecen a tener lugar sin siquiera preguntarnos qué implican para nosotros como sociedad. Si ya no hay oficina, ni cultura compartida, ni líderes humanos visibles, ¿qué queda de la experiencia de trabajar en una empresa? El trabajo, en ese caso, se reduce a una sucesión de tareas mediadas por un sistema opaco que no inspira lealtad, ni transmite valores, ni fomenta comunidad. El trabajador se convierte en una pieza deslocalizada y prescindible de un engranaje global gobernado por algoritmos.
Esa es la gran pregunta que deberíamos hacernos hoy: si la oficina desaparece y el escritorio ya no existe, ¿qué es lo que nos une de verdad a una organización? Tal vez la respuesta esté en reconstruir el propósito, en recuperar el sentido de pertenencia trascendiendo el espacio físico, y en exigir que la inteligencia artificial no se convierta simplemente en un jefe frío e impersonal, sino en una herramienta al servicio de valores humanos. De lo contrario, corremos el riesgo de que la tecnología no solo nos quite el escritorio, sino también el sentido mismo del trabajo.
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