Trump como CEO de Estados Unidos: por qué convertir la Casa Blanca en una ventanilla de cobro es la peor de las ideas

Actualidad - Internacional17/08/2025
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Desde que Donald Trump recuperó la presidencia, ha redoblado el viejo mantra de «el país necesita un CEO», y cada día nos da más pruebas de por qué eso es una pésima idea. Si en la empresa el «éxito» se mide por el deal que cierra el jefe y por el trimestre siguiente, en un país, evidentemente, los objetivos deben ser otros: compatibilizar derechos, sostener bienes públicos y preservar el equilibrio entre poderes. Y cuando el presidente decide que la seguridad nacional o la política industrial son subastas en las que él fija la «comisión», lo que asoma ya no es eficiencia: es corrupción.

Ahí está el último episodio: tras exigir a Nvidia y AMD que entreguen el 15% de sus ventas de chips a China a las arcas federales a cambio de licencias de exportación, la Casa Blanca ha abierto la puerta a que el propio gobierno tome una participación en Intel, la empresa que más ha sufrido su deriva estratégica. El simple rumor disparó la cotización, pero el mensaje es otro: el Estado como banquero de inversión… siempre que el cliente se porte bien con el jefe. Eso no es política tecnológica: es convertir la política tecnológica en un pay-to-play.

El caso Intel lo resume todo: Trump primero pidió la cabeza del CEO, el tailandés de origen chino Lip-Bu Tan, por supuestos conflictos con China. Después, lo sentó en el despacho oval y, tras negociar, salió diciendo que tenía «una historia fascinante«. Acto seguido, ya no solo no había ningún conflicto, sino que iniciaron conversaciones para que el gobierno entre en el capital de Intel, con la coartada de acelerar fábricas en Ohio. ¿Se imaginan la «libertad empresarial» que queda cuando tu regulador es también tu accionista y tu cobrador? A un norteamericano votante de Trump puede que le parezca normal y hasta lógico, pero en cualquier democracia mínimamente madura, eso son las puertas giratorias elevadas a régimen político.

La misma lógica rige el pacto de los chips: el Ejecutivo levanta el veto a la exportación de los chips H20 a China a cambio de un diezmo del 15%, tras haber empezado a regatear en el 20%. Los expertos en seguridad nacional lo consideran un error estratégico y los juristas hablan de un impuesto a la exportación prohibido por la Constitución, pero el negocio sale, y eso, para el «CEO-en-jefe», es lo único que importa. Si mañana decide «rebajar» Blackwell para venderlo también, lo único negociable será el porcentaje.

Que nadie se engañe: esto no es nuevo. Trump lleva años presumiendo de que «América necesita un CEO». El problema es que su historial como tal es calamitoso. Sus empresas se declararon en bancarrota repetidas veces, incluidos varios casinos, donde teóricamente se supone que «siempre gana la banca», y su «universidad» cerró pagando 25 millones de dólares para evitar una oleada de juicios por fraude. Ese es el «modelo» que ahora pretende aplicar al presupuesto y a la ley. Si él es el CEO, los ciudadanos son su cajero automático.

Gobernar no es gestionar una cuenta de pérdidas y ganancias. El gran Henry Mintzberg lo explicó hace años: un país no se puede «dirigir como una empresa», porque su misión no es maximizar beneficios ni elegir clientes, sino servir a todos, incluidos los que no te votan. Los incentivos en democracia son deliberadamente más lentos y complejos, por eso existen contrapesos que un CEO jamás aceptaría. Si los dinamitas, lo que obtienes no es agilidad: es autoritarismo ineficiente.

Desde esa óptica, el «America First Antitrust» anunciado estos días es el colmo de la doble vara de medir: desmantelar la supervisión corporativa, neutralizar a los reguladores, indultar abusos… y venderlo como política de competencia. No es antimonopolio, es «barra libre para los amigos». Se trata simplemente de eliminar la independencia regulatoria y reescribir las reglas para los de siempre, o para pagar las deudas que contrajiste en tu apalancadísima campaña electoral.

¿Por qué tragan las tecnológicas? Porque han hecho números. Nvidia, AMD y hasta Apple han descubierto que «se puede pagar para salir del problema«: un porcentaje aquí, una exención arancelaria allá, y a cambio, un pase temporal para seguir vendiendo o ensamblando sin que se les mueva el EBITDA. Si el precio de evitar una guerra abierta de tarifas es un peaje al Tesoro, muchos directivos lo verán simplemente como un coste de hacer negocios. El daño, sin embargo, es brutalmente sistémico: normaliza la extorsión desde el poder.

No es solo pay-to-play, es pay-to-govern. Cuando el presidente exige un trozo de TikTok o deja en suspenso una ley aprobada casi por unanimidad por todo el Parlamento que obliga a su venta mientras bendice un consorcio afín, no está «pensando como empresario»: está usando a la Casa Blanca como palanca de negociación. Si hoy se pide un 50% de una plataforma para «proteger» la seguridad nacional, mañana se pedirá un porcentaje de cualquier fusión, sanción o licencia. Eso no es Estado emprendedor: es Estado recaudador al servicio del jefe.

Y ya la guinda son los conflictos de interés: el mismo presidente que decide sobre aranceles, exenciones y licencias mantiene posiciones en tecnológicas beneficiadas por esas políticas, o se enriquece invirtiendo en unas criptomonedas cuya cotización controla con decretos legislativos. Da igual que lo gestione un family trust: la apariencia de captura es obscena, y en cualquier democracia madura bastaría para inhabilitar a un responsable político. En los Estados Unidos de hoy, en cambio, se exhibe como una supuesta virtud de «alineación» con la industria. Para la mayoría de los países civilizados, la política norteamericana es ahora vista como algo sencillamente grotesco.

Este es el marco de fondo de lo que describí hace meses: la «eficiencia autoritaria» con la que las Big Tech y Trump han asaltado los contrapesos democráticos. Si el regulador se convierte en socio, si la tarifa sustituye a la norma y si la política se usa como palanca contra jueces y agencias, ya no hay mercado ni Estado que valga: solo hay poder. El resto es marketing.

Y no, la coartada de «pero es que así ganamos la guerra tecnológica» tampoco cuela. Los mismos expertos en seguridad que se han jugado el tipo en la primera administración advierten que licenciar chips debilitados a China por un diezmo no protege nada: al contrario, erosiona la superioridad tecnológica y regala tiempo al competidor. La diferencia entre estrategia y cambalache es sencilla: la primera ordena medios a fines; el segundo los subasta al mejor postor.

La buena política es la que se blinda contra los incentivos perversos, no la que los institucionaliza. Un presidente puede y debe hablar con empresas, pero no cobrarles por cumplir la ley. Una democracia puede invertir en una industria crítica, pero no dedicarse a comprar paquetes accionariales como moneda de chantaje. Y por supuesto puede usar los aranceles, pero no como ticket premium que se compra extendiendo un cheque. Llamar a eso «pensar como un CEO» es insultar a los buenos CEOs… y a los ciudadanos.

Si Trump se empeña en «actuar como un CEO» y su currículo real es el de quien quebró casinos y cerró una pseudo-universidad pagando por fraude, entonces Estados Unidos está en manos del peor gestor posible para un país. Un país no necesita un CEO: necesita leyes que nadie pueda alquilar, contrapesos que nadie pueda comprar y una integridad pública que no se subaste al mejor postor.

Nota:https://www.enriquedans.com/

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