







De París a Madrid y de Roma a Berlín, un fantasma medieval con un buzo con capucha atormenta a la izquierda europea: el fantasma del “tecnofeudalismo”. Por un lado, Jean-Luc Mélenchon reclama un impuesto a las ganancias para nuestros nuevos “señores de la tecnología digital”; por el otro, escribe que la inteligencia artificial (IA) “no es externa a la realidad capitalista: se inscribe en un tecnofeudalismo en el que unos pocos captan la renta”. ¿Las ganancias o la renta? ¿Capitalismo o feudalismo?


La viceprimera ministra española, Yolanda Díaz, también se subleva contra “el tecnofeudalismo del magnate Elon Musk”. Los multimillonarios de la tecnología, advierte, pretenden transformar “las democracias en monarquías sometidas a las grandes empresas”. El diputado italiano Angelo Bonelli acusa al mismo multimillonario de instaurar “un neofeudalismo autocrático” y exige que su país elija entre “Musk o la democracia”.
En mayo, Donald Trump volvió de su gira por el Golfo Pérsico con la promesa de inversiones pantagruélicas a destinarse esencialmente a la infraestructura de la IA provenientes de países de ese golfo y Japón. El año pasado, cuando Sam Altman, fundador de OpenAI, declaró que quería recaudar 7 mil millones de dólares, creímos que era una broma. Actualmente, parece una falta de ambición.
El tsunami de inversiones inundó a la Big Tech: este año Meta, Microsoft, Alphabet y Amazon inyectaron 320 mil millones de dólares en la infraestructura de IA, contra 246 en el 2024. La start up Thinking Machines Lab recaudó 2 mil millones de dólares sin siquiera proveer una versión beta. ¡Qué tiempos para los expertos –o estafadores– de la IA!
El frenesí capitalista alcanzó su punto máximo con xAI, de Musk: la empresa, que cosechó 17 mil millones de dólares en sólo dos años de existencia y quema mil millones por mes, gastó de 3 a 4 mil millones de dólares para construir la supercomputadora Colossus, en 122 días.
En la guerra de todos contra todos que constituye la competencia capitalista, los mastodontes de la IA construyen alianzas inverosímiles entre ellos, firman cheques a los enemigos mortales, y apenas se dan vuelta afilan los cuchillos. Proyectos conjuntos entre empresas como Microsoft, OpenAI, Oracle, BlackRock y xAI muestran que, en esta carrera por el dominio de la IA, cualquier pacto es posible… así como cualquier traición. ¿Microsoft es uno de los principales inversores de OpenAI? No importa, el ambiente está a punto de estallar entre las dos empresas.
Frente al desafío de semejante concentración de capital –y de ganancias por venir–, nada es sagrado. El atesoramiento de datos, las fortalezas algorítmicas y las patentes protegen de la competencia tanto como un paraguas ante un monzón: el monopolista de hoy será el ejemplo típico de la impericia mañana. Así, Wall Street reclama la cabeza de Tim Cook, culpable de no haber sabido dirigir la estrategia de Apple en materia de IA.
La guerra de precios, que causa estragos, demuestra las poderosas turbulencias provocadas por esta lucha. La primera en activar la granada fue xAI, al fijar tarifas inferiores a las de los pesos pesados del mercado. Luego, la empresa china DeepSeek, al anunciar que había creado una IA superior a la de OpenAI por un costo irrisorio, provocó una caída histórica en la Bolsa estadounidense: en cuestión de horas, Nvidia perdió miles de millones en valorización bursátil –que recuperó días después–. Le siguió una masacre: ofreciendo grandes descuentos, como un comercio en liquidación (incluido un recorte suicida del 80% en su modelo estrella), OpenAI arrastró al sector en una espiral deflacionista de la cual algunos no podrían salir.
¿Por qué el personal político europeo recurre a metáforas medievales para describir la culminación del capitalismo en todo su esplendor: la destrucción creadora llevada hasta el paroxismo?
¿Muerte del capitalismo?
La izquierda está fascinada con una idea en la cual se puede adivinar el encanto del charlatanismo: la industria de la tecnología estaría matando al capitalismo. La crítica del tecnofeudalismo constituye su nicho editorial de mayor expansión, y los diagnósticos apocalípticos se multiplican aun más rápido que las start ups de Silicon Valley. La ensayista McKenzie Wark encendió las alarmas desde el 2019: ¿no terminó el capital por empacharse con la economía de la información? Nuestros nuevos señores, a quienes bautiza “vectoralistas” porque ya no controlan la producción, sino los vectores de la información hacen del mero smartphone un “sandwich mineral” repleto de datos (1).
A partir de ahí, los pájaros de mal agüero se lanzaron en estrecha formación sobre las estanterías de las librerías. En el 2020, Cédric Durand expuso en Techno-féodalisme el análisis más minucioso de esos síntomas feudales. Los planes de rescate adoptados a raíz de la crisis de 2008 impulsaron el juego del desposeimiento y del parasitismo. ¿Su diagnóstico? Los activos intangibles (datos, algoritmos) concentrados en puntos estratégicos de la cadena de valor causaron la aparición de una nueva forma de renta, que permite a los gigantes de la tecnología acaparar la plusvalía sin tener que producir nada (2).
La última contribución al género, Capital’s Grave [La tumba del capital] de Jodi Dean (3), publicado este año, explica cómo los propios principios del régimen económico se convirtieron en caníbales. Hoy, la inversión, la competencia y el progreso se alimentan del acaparamiento, de la depredación y de la destrucción. En este nuevo feudalismo, ya no vendemos solamente nuestra fuerza de trabajo: pagamos para tener el privilegio de hacernos explotar.
La voz más fuerte del folklore tecnofeudal no es otra que la del ex ministro de Finanzas griego, Yanis Varoufakis. Su góspel es frío como el granito: el capitalismo murió en el 2008; no nos hemos dado cuenta de ello porque estábamos cautivados por las pantallas (4).
Los “cloudalists”
La teoría de Varoufakis brilla por su claridad. En el capitalismo, explica, las empresas compiten en mercados ágiles, fluidos y descentralizados, para sacar provecho de las mercaderías que fabrican. Mientras más eficaces resulten, mayores las ganancias y las ventajas competitivas. Por eso, todos estamos equipados con dispositivos más baratos, pero más sofisticados. Ahora bien, la economía digital habría quebrado dos pilares: los mercados y las ganancias. La ganancia (fruto de la competencia y de la producción) habría sido reemplazada por la renta (fruto del control). Los capitalistas fabricaban productos; los señores digitales se conforman con monetizar en Internet los recursos que dominan. Las plataformas –Amazon, eBay, AliBaba, pero también Facebook y Google Marketplace– concentran “el poder de poner en relación compradores y vendedores –es decir, exactamente lo contrario de lo que se supone que un mercado tiene que ser: descentralizado–”. Son “feudos de la cloud [nube]”, zonas comerciales digitales y centralizadas donde la extorsión feudal reemplazó a la competencia mercantil.
Los “cloudalists”, neologismo con que la pluma de Varoufakis designa a los señores de la tecnología, redujeron a los buenos viejos capitalistas al estatus de vasallos obligados a mendigar acceso a las plataformas. Adiós violencia bruta del feudalismo; bienvenidos al “terror tecnológico aséptico”. Actualmente, la eliminación de un vínculo del motor de búsqueda Google puede “hacer desaparecer pura y simplemente cualquier empresa del mundo de Internet”. Los trabajadores digitales a destajo, esos “proles de la cloud”, corren como hámsteres en ruedas optimizadas por algoritmos. Y todos, como usuarios, contribuimos gratuitamente a los campos digitales de Marc Zuckerberg.
Un elemento central de la tesis es que nuestros nuevos señores no destinan sus productos a la venta. Los resultados de búsqueda son gratuitos, al igual que las respuestas de Alexa, y las redes sociales no exigen que sus usuarios paguen. Esos servicios tienen por misión “captar y alterar nuestra atención”. Incluso cuando las empresas cobran (una suscripción a ChatGPT) o comercializan (Alexa), “no los venden en tanto mercaderías”, sino como medios para “acceder a nuestro hogar y, así, tener mayor atención de nuestra parte”.
El ex ministro recuerda las transformaciones del sistema: antes, el capital construía fábricas y máquinas e inventaba subterfugios para extraer valor de los trabajadores. Luego desarrolló formas de extorsión más astutas. Primero, los managers: expertos en rendimiento, provistos de cronómetro y blocs de notas, transformaron los lugares de trabajo, desde los talleres hasta Wall Street, en cadenas de montaje. Mientras tanto, los publicistas de Madison Avenue construían su propio imperio: cosechaban la atención de los televidentes para venderle al mejor postor. No vendían sólo productos; fabricaban necesidades y convertían las inquietudes de la clase media en listas de compras. Estas industrias gemelas otorgaron a las empresas el poder de controlar a los trabajadores de 9 a 17 horas y de explotarlos como consumidores el resto del día.
El tecnofeudalismo es un cuento de hadas que oculta la verdadera historia: la dominación de las Big Tech.
Los algoritmos de Silicon Valley, en cambio, supervisan la productividad de manera más eficaz y menos costosa que un ejército de capataces. Los motores de recomendación le ganan por paliza a Don Draper (5) sin pagar por su salario ni su consumo de whisky. Trabajan y modifican nuestro comportamiento permanentemente. Así nace la nueva fuerza extractiva –“cloudalist”, como la llama Varoufakis–, que transforma a cualquiera que toque una pantalla en un siervo digital y reduce a los pequeños empresarios a vasallos que deben pagar una renta. La máquina se autoalimenta: acumulación de datos, modificación de comportamientos, concentración de poder, incremento de renta, perfeccionamiento de algoritmos. Como suprema paradoja, el capitalismo se suicida por su propio éxito. O, como escribe Varoufakis, “se extingue debido al desarrollo de la actividad capitalista”.
¿Feudalismo o capitalismo?
¿Qué hacer con esta provocadora teoría? A primera vista, parece a prueba de todo, acorazada con esos intimidantes anexos que usan los universitarios para perseguir a los escépticos. En eso se parece a la teoría expuesta por Shoshana Zuboff en L’Âge du capitalisme de surveillance (6). Por lo demás, ambos parecen convencidos de haber escrito El Capital de nuestro siglo. A fuerza de querer imitar a Karl Marx, terminan por copiar a Charles Dickens, con un melodrama victoriano disfrazado de teoría social: la teoría, abstracta pero fundamentada empíricamente, cede el lugar a la descripción elocuente de un sistema inhumano, que tritura a los usuarios, los consumidores, los trabajadores precarios. Podrán ponerse allí tantos conceptos como se quiera; mil historias lacrimógenas no conformarán una teoría sólida.
Sin embargo, estos dos autores, preocupados por llegar a un conjunto amplio de lectores, dejan de lado una serie de tediosos aspectos técnicos: por ejemplo, las relaciones entre Estado y capital, la producción o las transacciones entre empresas. Por tanto, les resulta más fácil concluir que los gigantes de la tecnología tienen por vocación aceitar los engranajes del consumo, primero ayudando a las otras empresas a vender sus productos, ya sea directamente (Amazon) o indirectamente (la publicidad en Google y Facebook).Los números cuentan otra historia. Los gigantes de la tecnología también ayudan a esas empresas a producir. Amazon Web Services, la plataforma cloud de Jeff Bezos, trabaja para dos millones de organizaciones y superó, en el 2024, la barrera de los 100 mil millones de dólares de ingresos. Cuando Netflix le paga su factura anual no paga un tributo feudal sino que compra la maquinaria digital indispensable para su funcionamiento.
¿Amazon construyó sus servicios absorbiendo los datos personales transmitidos por su ejército de aparatos equipados con Alexa, como sugiere Varoufakis? Para nada. Lo hizo según las buenas viejas reglas del capitalismo, invirtiendo en infraestructura, donde inyectó cientos de miles de millones de dólares desde el 2014. Hoy, Amazon Web Services genera el 58% de su resultado de explotación, mientras que esa rama no representa más que el 17% de sus ingresos totales. En verdad, es gracias a ello que la multinacional gana dinero.
¿Perezosa extracción de renta? Todo lo contrario, uno de los despliegues de capitales más agresivos de la historia. Solamente en el año 2025, Amazon prevé invertir 100 mil millones de dólares, exclusivamente en infraestructura de IA. Debido a su amplitud, ese proceso se encuentra en las antípodas de la lógica feudal. Nadie acusaría al feudalismo si una empresa inyectara sumas inmensas en una cosechadora que permite a los agricultores mejorar sus rendimientos.
Si bien la IA se nutre indiscutiblemente del hipnótico scrolleo de imágenes en las redes sociales son libros escritos por seres humanos bajo contrato con editores los que las propulsan. Silicon Valley aparece entonces como lo que es: una banda de ladrones. Meta copió 82 teraoctetos de datos de la biblioteca pirata Library Genesis; en cuanto a OpenAI, entrenó a GPT-3 con la colección de datos “Books2”, constituida muy probablemente a partir del acervo más dudoso de la web. Un buen día, los abogados de las editoriales fueron a tocarles la puerta. Y entonces los cleptómanos conectados tuvieron que sacar la chequera y pagar compensaciones millonarias. Hordas de editores esperan decisiones de la Justicia; los autores no paran de descubrir que su valioso trabajo se ahoga en una sopa de metadatos. Mientras tanto, los gigantes de la tecnología digital se regodean de un “uso equitativo”. Meta todavía no pagó un céntimo como compensación por el considerable botín que acumuló gracias al programa para compartir archivos BitTorrent.
Todo eso era perfectamente previsible. Una IA encuentra sus verdaderos nutrientes, no en el infinito parloteo de las redes sociales, sino en contenidos de creación profesional. Esa es la razón por la que las empresas de la tecnología –Google a la cabeza– fueron pirateadas antes, obligadas y forzadas a convertirse en mecenas. Este es el diseño del modelo capitalista: expropiar a diestra y siniestra; negociar cuando alguien más fuerte aparece con un bate de béisbol; innovar en el ámbito de la justificación.
Volvamos a Amazon. Más allá de sus algoritmos manipuladores y del trato precario a sus empleados, es sobre todo un coloso industrial: más de 600 depósitos en Estados Unidos, cientos más en el resto del mundo y expansión constante de centros logísticos. Nada de virtual: los nuevos señores recaudan su renta a fuerza de cemento y camiones.
En efecto, los vendedores que recurren a sus servicios deben pagar gastos significativos: como regla general, el 15%, sin contar el almacenamiento y el envío. Algunos incluso dicen pagar el 40% de sus ingresos a Amazon. ¿Pero qué compran exactamente? El acceso a una infraestructura que les costaría miles de millones si tuvieran que construir la propia: depósitos automatizados donde los robots afrontan la mayor parte de las cargas pesadas, una flota de entrega más importante que la mayoría de los servicios postales, la capacidad de enviar una mercadería en el día; ciencia ficción hace tan sólo diez años.
¿De dónde saca Amazon su potencia? ¿De las inversiones en capital fijo, de las economías de escala, de los efectos de red? ¿O bien de la acumulación de datos, de una extorsión de renta sobre el modelo feudal? En el primer caso, se mantendría en el marco del capitalismo, dado que genera ganancias acumulando capital. En el segundo, señor infecundo, se conformaría con recaudar un tributo. Ahora bien, dado que la empresa es capaz de invertir 100 mil millones de dólares en un año para proponer un servicio que no tiene mucho que ver con el saqueo de datos de usuarios, la respuesta se impone por sí misma.
Nostalgia de un capitalismo “bueno”
Varoufakis se define como un “marxista errático” con inclinaciones libertarias. Pero tiene una formación de economista neoclásico: para él, los negocios se asemejan más a una serie de ecuaciones que a una partida de caza. Tal vez a eso se deba su emotiva fe en un capitalismo tradicional disciplinado por la competencia, pero ignora que la estrategia siempre fue cautivar consumidores y construir carteles, como hacen hoy las plataformas.
Comparte esta nostalgia enceguecedora con Shoshana Zuboff, aun cuando la ensayista concibe de modo distinto la edad dorada del capitalismo: antes de la era digital, la economía funcionaba de maravillas gracias a las innovaciones en materia de organización del trabajo. Ella tampoco puede concebir que las multinacionales estadounidenses hayan podido prosperar gracias a los contratos con el Pentágono, las intervenciones de las agencias de inteligencia y la envergadura mundial de Wall Street.
Varoufakis lo recalca: las empresas de tecnología no tienen que “producir mercaderías más baratas y de mejor calidad” y se dejan llevar por prácticas depredadoras porque se liberaron de la disciplina que imponía la competencia. Así, la red social TikTok no está realmente en competencia con Facebook, sino que “constituye un nuevo feudo digital destinado a nuevos siervos que buscan migrar hacia otra experiencia en Internet”.
Varoufakis cree haber descubierto ahí una verdad profunda del capitalismo moderno, pero no hace más que describir el eterno funcionamiento de ese sistema. Por supuesto, no existe una verdadera competencia entre las plataformas, pero la competencia nunca se basó exclusivamente en la calidad y el precio de los productos (7). Las empresas siempre intentaron tener cautivos a los consumidores, fabricar bienes exclusivos, construir redes propietarias y sacar provecho de todas las ventajas de las que disponían. La única diferencia es que hoy esas ventajas –en general temporales, salvo que estén garantizadas por los Estados– revisten una forma digital, más que física.
El libertario Varoufakis no ve que la competencia es en sí misma una forma de poder coercitivo. Como buen marxista, admitirá que los capitalistas ejercen una coerción sobre los trabajadores, pero no irá tan lejos como para conceder que el mercado ejerce una coerción sobre los primeros. Marx, por su parte, lo había entendido bien: el capital se dirige allí donde se presentan las mejores oportunidades de ganancia y recurre a veces a la innovación, a veces a la depredación –dialéctica tan vieja como el capitalismo–. Ese movimiento perpetuo arrastra a los capitalistas a una guerra de todos contra todos de la cual ya no pueden salir.
Por más poderosa que sea, incluso la multinacional Apple responde a un amo: el capital mundial. Por mucho que la empresa recaude, tal como un guardabarrera de la Edad Media, del 15 al 30% de las aplicaciones propuestas en la App Store, se siente amenazada por su retraso en materia de inteligencia artificial, que le valió la tormenta de Wall Street y mañana, tal vez, la huida de los usuarios en provecho de otros sistemas operativos como Android y HarmonyOS de Huawei (que destronó al suyo, iOS, en China). Al reemplazar a su número dos para apaciguar a los escépticos, Apple reveló la triste verdad: el control autoritario que ejerce sobre los desarrolladores de aplicaciones no es nada frente a los dictados de los mercados de capitales.
Esta enseñanza escapa a Varoufakis: en el drama en desarrollo, si existe un señor feudal, es el capital en sí mismo. No era distinto en la época de Marx. La expresión “capitalismo democrático” tiene algo de oxímoron, porque, en el capitalismo, solamente decide el ejército de analistas de Wall Street. Si estos exigieran la integración de la IA en su smartphone, podemos estar seguros de que Apple se pondrá manos a la obra.
Cómodo en el examen de los micromercados, Varoufakis no puede comprender la guerra sistémica que destroza a los capitalistas –sin embargo, ese era su terreno de juego cuando era ministro de Finanzas de Grecia–. Error fatal, el árbol le tapa el bosque: en lugar de buscar comprender la lógica del régimen económico en su totalidad, se concentra en algunos de sus componentes, tal como si un mecánico fuera incapaz de explicar el funcionamiento de un motor.
El tecnofeudalismo es un cuento de hadas que oculta la verdadera historia: la dominación sin reparto de las Big Tech es el remate de un proceso que comenzó hace setenta años (8). En conjunto, Wall Street, Silicon Valley, el Pentágono y la CIA sistemáticamente quebraron a los países no alineados que aspiraban a una auténtica soberanía tecnológica y económica. Por una amarga ironía del destino, los Estados actuales compran lo que algunos investigadores ya están llamando “la soberanía como servicio”: no hay que preocuparse, los Microsoft y los Palantir sabrán responder a todas sus necesidades por un precio razonable.
Eso es lo que torna tan seductora –y tan peligrosa– la teoría del tecnofeudalismo: se basa en malvados de dibujos animados (“¡Bezos!”, “¡Musk!”, “¡Zuckerberg!”) y en soluciones del mismo género (“¡Formemos cooperativas!”, “¡Pidamos a los Bancos Centrales que emitan divisas digitales!”, “¡Autoricemos la portabilidad de los datos!”). Nos permitió creer que luchamos contra señores medievales, pero el adversario es de una magnitud totalmente distinta. Es tiempo de llamar al capitalismo por su verdadero nombre. No lo venceremos poniéndole el ropaje de la Edad Media.
1. McKenzie Wark, Capital is dead: is this something worse?, Verso, Londres, 2019.
2. Cédric Durand, Techno-féodalisme. Critique de l’économie numérique, La Découverte, París, 2020. El autor continúa con una reflexión comenzada en Le Capital fictif. Comment la finance s’approprie notre avenir, Les Prairies ordinaires, París, 2014.
3. Jodi Dean, Capital’s Grave: Neofeudalism and the New Class Struggle, Verso, Londres, 2025.
4. Yanis Varoufakis, Technofeudalism: What killed capitalism, The Bodley Head, Londres, 2023, publicado como Tecnofeudalismo. El sigiloso sucesor del capitalismo, Ariel, 2024.
5. De la serie Mad Men.
6. Shoshana Zuboff, “Un capitalisme de surveillance”, Le Monde diplomatique, París, enero de 2019.
7. Anwar Shaikh, Capitalism : Competition, Conflict, Crises, Oxford University Press, 2016.
8. Evgeny Morozov, “Guerra Fría 2.0”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, mayo de 2023.
Por Evgeny Morozov * Escritor e investigador sobre las implicancias políticas y sociales de la tecnología. Autor del podcast “A sense of rebellion”.
Traducción: Micaela Houston
Fuente: El Diplo







