Universidades alérgicas a la inteligencia artificial

Actualidad31/07/2025
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Mi columna de esta semana en Invertia se titula «El triste espejismo de las universidades occidentales frente al empuje chino», y trata sobre el sorprendente contraste entre un sistema universitario chino que incorpora la inteligencia artificial como una extensión natural del aprendizaje, frente a unas instituciones occidentales emperradas en convertirla en pecado.

A partir de un buen reportaje de MIT Technology Review que describe cómo Tsinghua y otras universidades chinas suministran a cada estudiante un «compañero de aprendizaje» generativo, reflexiono sobre el desfase que separa esa realidad: asumir que la inteligencia artificial es competencia básica, de la obsesión de muchos campus europeos y norteamericanos por desplegar detectores y abrir expedientes disciplinarios.

Mi artículo recoge la narrativa oficial china: el Ministerio de Educación ve la inteligencia artificial como una palanca fundamental para formar pensadores autónomos y creativos, y ha lanzado un plan para que, de aquí a 2035, impregna libros de texto, exámenes y aulas en todos los niveles. Los ecos resonaban ya en la prensa local, que ilustraba cómo asistentes generativos proponen ejercicios a medida o corrigen deberes en remoto, liberando al profesor para tareas de mayor valor añadido. Más aún, el propio gobierno ha oficializado la estrategia: la reforma educativa anunciada en abril detalla la integración obligatoria de aplicaciones de inteligencia artificial para fomentar competencias como el pensamiento crítico y la resolución de problemas. Lo básico: ante un cambio tan dimensional como la inteligencia artificial, lo que hay que hacer es adaptar la educación, en lugar de dedicarse absurdamente a defender el modelo que había (como si, además, fuese bueno) y tratar de mantenerlo aislado de la inteligencia artificial. Ese cambio de modelo configura un país decidido a que su juventud dialogue con algoritmos con la misma naturalidad con la que aprende un idioma extranjero.

En ese espejo, la mayoría de las universidades occidentales quedan malparadas. Mientras Beijing entrena a sus estudiantes en prompts y verificación, Oxford, Harvard o buena parte de la Russell Group siguen midiéndose la pureza textual con el absurdo y desfasado Turnitin, y amenazando con suspensos ejemplares. El negocio de la «detección de IA», nacido para combatir un supuesto tsunami de plagio, ya despierta recelos: el despliegue de Turnitin Originality ha generado críticas por su opacidad metodológica y su altísimo índice de falsos positivos. Pero en la mayor parte de los casos, la ortodoxia, el isomorfismo y el continuismo se defienden de esas críticas y evidencias mediante su herramienta favorita: ignorarlas, no hacer nada y que todo siga igual.

No es un problema meramente técnico: es convertir la clase en un juego del gato y el ratón que estropea la confianza y desperdicia horas que podrían dedicarse a enseñar, a contrastar y a pensar. El resultado es un clima en el que estudiantes inocentes ven su expediente manchado por «frases sospechosas» y profesores cansados de perseguir fantasmas absurdos y de cumplir reglas mal diseñadas recurren a un software que promete certezas imposibles.

Frente a ese inmovilismo, cito el ejemplo cercano que más conozco: el de una IE University en la que llevo trabajado treinta y cinco años. En 2023, definimos un marco que permitía al profesor elegir si autorizaba herramientas generativas, pero animaba a la mayoría a integrarlas y a rediseñar sus sistemas de enseñanza, sus sistemas de evaluación y sus exámenes. Simplemente, aceptamos que la inteligencia artificial no iba a destruir la educación, sino a cambiarla. Para mejor, además. Dos años después, dimos otro salto: un acuerdo con OpenAI que facilitaba a todos los alumnos el acceso a ChatGPT Edu, junto con cursos obligatorios de «AI  for  Productivity» y una certificación de competencia digital. La experiencia demuestra que, cuando la inteligencia artificial se normaliza y se evalúa el criterio, no la mera producción de texto, el nivel de reflexión sube y la creatividad florece. Lejos de diluir el rigor académico, la inteligencia artificial bien gestionada lo desplaza hacia cotas más altas: enseña a verificar, a confrontar y a multiplicar perspectivas. El modelo actual de inteligencia artificial generativa no será seguramente el que nos lleve a una inteligencia artificial general, pero es bueno a la hora de utilizarlo como palanca para mejorar la educación.

Seguir preocupados porque «la inteligencia artificial nos va a volver estúpidos» es una barbaridad: la inteligencia artificial nos volverá estúpidos si nos empeñamos en seguir midiendo la educación con los mismos baremos que la medíamos antes, es decir, con absurdas pruebas que no valoran la comprensión de nada, sino únicamente la memorización absurda de todo.

Mi columna propone abandonar una absurda «caza de brujas algorítmica» que no funciona, y asumir que el aprendizaje de hoy es necesariamente híbrido: personas y modelos trabajando mano a mano. Mientras Occidente se empeñe en seguir poniendo puertas al algoritmo, el riesgo es que la próxima generación de talento global termine saliendo de universidades donde la inteligencia artificial no es tabú, sino lingua franca.

Nota:https://www.enriquedans.com/

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