Resentimiento

Actualidad09/06/2025
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Cuando Carmen conoció a Julián, tenía veintidós años y acababa de empezar a dar clases de matemáticas en un instituto. Él era tres años mayor y preparaba las oposiciones para la policía local. Vivían en un piso pequeño, con paredes de gotelé y muebles de Ikea.

Carmen corregía exámenes en la cocina mientras Julián hacía tablas de entrenamiento en el salón. A menudo, en el sofá o en la mesa, estaba también Laura, la amiga íntima de Carmen, que parecía haber encontrado en Julián una complicidad que ella celebraba. Los tres compartían la pasión por el deporte: corrían por las mañanas, hacían senderismo los fines de semana y esquiaban cada invierno. A Carmen le gustaba aquella convivencia: dos personas queridas compartiendo el mismo sofá.

La traición fue como esas enfermedades sin fiebre que solo se revelan cuando ya es tarde. Carmen empezó a notarlo en los silencios, en las respuestas demasiado rápidas de Julián, en las confidencias que Laura dejaba de compartir. Un susurro creció en los márgenes de las conversaciones, hasta que la grieta se convirtió en un abismo.

Una tarde de febrero, Carmen llegó antes de lo previsto. La llave giró en la cerradura con un sonido hueco y, al abrir la puerta, los encontró en su cama, la colcha a medio caer, la piel de ambos aún temblando. Se quedó inmóvil. No hubo gritos ni portazos: solo un silencio sucio y largo que lo explicó todo. Carmen tomó sus cosas y se fue, como quien se arranca una bala del pecho y la guarda en el bolso.

Nunca volvió a hablar con Laura. A Julián lo vio una vez, años después, cruzando la calle con una niña de la mano. Él no la reconoció. O fingió no hacerlo.

Carmen se refugió en su trabajo como si fuera una ciudadela inexpugnable. Pero algo se había roto por dentro: una fisura que no sangraba, pero que nunca dejó de supurar. Antes hablaba a sus alumnos de la belleza de los números, de la armonía de las proporciones y de equivocarse para aprender. Después de aquella tarde, todo eso desapareció. Carmen desarrolló una obsesión obscena por las normas. Empezó a exigir la perfección milimétrica en cada operación y a imponer reglas rígidas. Cada error era un ataque personal. Cada descuido, la repetición de la traición.

Carmen perdió su candidez. Se decía: “Si no pueden amarme, que me teman”. Cuando un alumno se saltaba una norma, sentía un placer oscuro al reprenderlo, como si al corregir esas faltas castigara la infidelidad de Julián. Su voz se volvía cortante y fría; su mirada, un tribunal sin apelación posible.

Hoy, cuando uno de sus alumnos entrega un trabajo fuera de plazo o no se quita la gorra dentro del aula, Carmen no ve a un adolescente despistado: ve al joven policía que le mintió. Cuando una alumna copia en un examen, no castiga solo la falta académica: castiga la traición de su amiga Laura. Sus clases se han convertido en una forma de sublimación del resentimiento. No busca educar, sino restaurar el orden quebarado aquella tarde de febrero. Carmen ha convertido la enseñanza en su venganza personal y el aula en un escenario donde su tragedia es representada una y otra vez.

Nietzsche escribió que el resentimiento es el veneno que uno bebe esperando que el otro muera. Carmen no desea el mal a sus alumnos, pero los usa como escudos para no mirar su propio dolor. El problema no es su deseo de orden, sino el odio que lo envenena todo desde dentro. En vez de sanar, ha encauzado su trauma por la vía de la rigidez, confundiendo justicia con venganza. Pero, el aula no debería ser el campo de batalla donde libramos guerras del pasado, sino el lugar donde las nuevas generaciones aprenden a vivir sin repetir nuestros errores. Y para eso, primero, hay que atreverse a mirar el propio resentimiento de frente. El resentimiento es la pasión triste de los vencidos, un fuego que consume desde dentro y destruye toda posibilidad de comunidad. Es la trampa que tiende el yo herido para no hacerse cargo de su propio dolor, buscando culpables en los demás para no afrontar la propia herida.

El resentimiento surge de la impotencia: es la reacción de quien no puede actuar directamente sobre la causa de su daño y, por ello, inventa valores morales que convierten al ofensor en malvado y al ofendido en virtuoso. Así nace la que Nietzsche llamaba «moral de los esclavos», que no busca la grandeza del espíritu, sino el consuelo de creerse superior a través de la negación del otro. El resentido se alimenta de su herida y con ella construye su identidad. Y cuanto más se recrea en ella, más teme perderla. La herida deviene un refugio: mientras la conserve abierta, siempre tendrá un enemigo a quien culpar y un motivo para justificarse.

El resentimiento no destruye solo al otro: destruye primero al propio resentido. Suprime la espontaneidad de la vida, sofoca la capacidad de amar y encadena al individuo a un pasado que no se resigna a soltar. El resentimiento es, en última instancia, una negativa a perdonar. Pero no porque el perdón no sea posible, sino porque el resentido teme que sin su herida él deje de tener valor. Es la coartada para no asumir la propia vulnerabilidad.

Mirar el resentimiento de frente no es fácil. Implica quitarle la máscara de virtud y reconocerlo como lo que es: un dolor sin procesar, un duelo que exige ser llorado y no escupido sobre otros. Significa sentarse a solas con la propia herida, escuchar la voz que aún tiembla en el recuerdo y entender que no se reparara el pasado convirtiéndonos en verdugos del presente. Mirar al resentimiento de frente exige la humildad de saberse vulnerable y la valentía de no convertir ese dolor en excusa para perpetuar el daño. Solo cuando Carmen se atreva a sostener esa mirada, el resentimiento perderá su filo y el aula, como la vida, volverá a ser un lugar donde el error no sea pecado y el castigo no sea la única respuesta.

Pero no me hagan mucho caso: quizás estas palabras también sean fruto del resentimiento.

Nota:retinatendencias.com

*Eduardo Infante es filósofo y bético. Su último libro es Ética en la calle (Ariel, 2025)

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