Cuando una multa no basta, ¿no deberíamos considerar penas de cárcel?

Actualidad05/06/2025
Executive-behind-bars-Dall·E

Mi columna en Invertia de esta semana se titula «¿Y si la próxima multa fuera una celda?», y es una invitación a la reflexión sobre si no deberíamos, dado que el derecho civil, las multas o la regulación no parecen ser capaces de desincentivar determinados comportamientos abiertamente delictivos de directivos de algunas compañías, proponer que se pasase a utilizar el derecho penal, y dada su evidente gravedad, sancionarlas con penas de cárcel.

La tesis, como es lógico, resulta incómoda y hasta provocadora, y emerge de las recientes noticias sobre la multa a Glovo y Delivery Hero por comportamientos obviamente anti-competitivos y de distorsión del mercado, pero obviamente se puede aplicar a compañías y directivos que de manera reiterada han ignorado todo tipo de precauciones que conocían perfectamente y se han comportado de manera abiertamente irresponsable, con los resultados que todos ya conocemos muy bien.

Proponer la cárcel como respuesta a decisiones empresariales que, aunque moralmente reprobables, no siempre cruzan la línea de lo legal, puede despertar críticas de todo tipo. Y precisamente por eso me parece saludable plantear ese debate, incluyendo también los argumentos en contra: porque si algo necesita esta conversación, es profundidad, no trincheras.

En ese sentido, me parece interesante intentar ofrecer un panorama completo de las complejidades y los posibles riesgos asociados con el procesamiento penal de ejecutivos corporativos por conductas poco éticas, destacando la importancia de considerar un enfoque equilibrado que aborde la penalización efectiva de las faltas de conducta, sin obstaculizar las operaciones empresariales legítimas.

La primera crítica que suele surgir es que podríamos estar entrando en el peligroso terreno de la criminalización de la gestión empresarial. No toda decisión que genera consecuencias negativas es necesariamente un delito, y abrir la puerta a que los jueces valoren subjetivamente la ética de una estrategia corporativa podría generar una deriva autoritaria, en la que los gestores actúan bajo la amenaza constante de represalias penales. En este sentido, algunos temen un «efecto paralizante»: que por miedo a ser perseguidos penalmente, muchos directivos se inhiban a la hora de tomar decisiones arriesgadas o innovadoras.

Otra objeción frecuente se basa en la dificultad de individualizar responsabilidades. Las grandes compañías funcionan como sistemas complejos, en los que muchas decisiones se toman de forma distribuida, entre comités, asesores legales, equipos técnicos y ejecutivos intermedios. ¿Quién responde penalmente cuando las consecuencias negativas son el resultado de esa maquinaria difusa? ¿Cómo evitar que se castigue a chivos expiatorios, a testaferros, o que los verdaderamente responsables se escuden en esa opacidad estructural?

También hay quien sostiene que el derecho penal no es la herramienta adecuada para estos casos. Que su función está reservada a conductas con un dolo claro, una intención criminal directa, y un daño concreto y comprobable. Y que, por tanto, la respuesta a los abusos empresariales debería seguir siendo regulatoria, administrativa o civil, a través de multas, indemnizaciones, sanciones reputacionales o inhabilitaciones, pero no mediante penas privativas de libertad.

A esa visión se le suma el temor a una posible politización de la justicia. Si se empieza a enviar a la cárcel a empresarios por razones que pueden ser moralmente convincentes pero jurídicamente ambiguas, se corre el riesgo de que fiscales o gobiernos utilicen estas causas como herramientas populistas, o como mecanismos de represalia ideológica. No sería la primera vez que se instrumentaliza el aparato judicial para contentar a la opinión pública o para dar «ejemplos» que distraigan de otros problemas.

Desde el plano económico, algunos advierten de un potencial efecto desincentivador sobre el emprendimiento. Si cada fundador de una startup sabe que una decisión controvertida puede acabar costándole la libertad, muchos optarán por no emprender en absoluto, o por abandonar mercados con marcos regulatorios imprevisibles. En entornos donde el fracaso ya es estigmatizado, añadir la amenaza penal puede ser directamente letal para la innovación.

Otros críticos recuerdan que ya existen mecanismos legales para corregir estos abusos: desde multas millonarias hasta demandas colectivas, pasando por leyes de protección al consumidor, derechos laborales y regulaciones sectoriales. Si no están funcionando, argumentan, no es por falta de herramientas, sino por falta de voluntad política o de recursos en las agencias supervisoras. En ese caso, la solución no sería cambiar de código (del civil al penal), sino hacer que el sistema funcione como debe.

Y, finalmente, hay quienes sostienen que el verdadero problema es de aplicación, no de diseño legal. Las multas no disuaden no porque sean conceptualmente erróneas, sino porque son ridículas en comparación con los beneficios que obtienen las empresas infractoras. Si una compañía gana cien millones explotando un vacío legal y luego paga dos millones de multa, el mensaje es claro: hazlo de nuevo. Pero eso no implica que la solución deba ser necesariamente la cárcel; tal vez baste con multas proporcionales, con recargos agravados, o con penas accesorias como la inhabilitación.

Todas estas objeciones son válidas y merecen atención. Pero también hay que mirar la otra cara: si seguimos tolerando que algunos ejecutivos se comporten como sociópatas blindados por la impunidad, que abusen sistemáticamente de lagunas legales, que exploten a personas vulnerables o que dañen la salud mental de millones de adolescentes mientras maximizan sus bonus, sin que nada les pase a ellos personalmente, el mensaje también es claro: el crimen, si lo haces desde un despacho, sale barato. Y eso sí que debería preocuparnos.

Lo que propongo no es que todos los problemas se resuelvan con penas de cárcel. Lo que propongo es que dejemos de descartar esa posibilidad como si fuera tabú. Que empecemos a considerar, al menos en los casos más flagrantes, que la sanción penal podría tener sentido. Y que entendamos que el respeto a la ley, y a los principios éticos que deberían sostenerla, no puede depender del tamaño de la cuenta corriente del infractor. Porque si no, lo que estamos protegiendo no es el estado de derecho, sino el privilegio.

Nota: https://www.enriquedans.com/

Te puede interesar
Lo más visto

Suscríbete al newsletter para recibir periódicamente las novedades en tu email