







Hay momentos en los que la política deja de ser mera gestión para convertirse en puro riesgo sistémico. El segundo mandato de Donald Trump está alcanzando exactamente ese punto: cada ocurrencia se traduce en una mecha más larga, un barril de gasolina más, una excusa perfecta para incendiar todavía más la economía global y los principios que sostienen al mundo.


El viernes 23 de mayo el presidente volvió a las andadas y, en su red social Truth Social, lanzó un ultimátum sobre la fabricación del iPhone: «ya informé a Tim Cook… si ese no es el caso, deberá pagar un arancel de al menos el 25%». Wall Street reaccionó con caídas superiores al 1% y Apple perdió más de un 3.5% en la apertura.
Quien conozca mínimamente la cadena de suministro de Apple sabe que fabricar un iPhone íntegramente en Estados Unidos es tan realista como montar un Airbus en un garaje: la complejidad logística, el tejido de proveedores y el coste de la mano de obra lo convierten en una hazaña económicamente suicida. Así lo expuse en abril, detallando factor por factor la imposibilidad de trasladar la producción sin duplicar (o triplicar) el precio final. Las cifras no son retórica: algunos analistas calculan que un iPhone hecho en Estados Unidos superaría los 3,000 dólares. La «solución» de Trump es tan absurda que sólo garantizaría un singular logro: que nadie en su sano juicio quiera o pueda pagar el supuesto «smartphone patriótico».
La guerra comercial nos hace perder a todos, como sabe cualquiera que revise sus inversiones en estos días. A la erosión de Apple se suma la errática y absurda escalada arancelaria general: el mismo mensaje que apuntó a la empresa de Cupertino incluye una amenaza del 50% a todo lo que llegue de la Unión Europea. Resultado: los índices bursátiles se tiñen de rojo, y los inversores como tú, yo, o nuestros fondos de pensiones pierden valor de forma fulminante. No es sólo percepción: la ex-secretaria del Tesoro Janet Yellen calificó ya esta cruzada proteccionista como «la peor herida autoinfligida de cualquier administración«.
Para colmo de despropósitos, la llamada One Big Beautiful Bill funciona como un bidón extra de gasolina sobre la economía y el tejido social de los Estados Unidos. Las cifras hablan solas: la Oficina Presupuestaria del Congreso y el think tank CRFB estiman que añadirá 3.3 billones de dólares a la deuda pública y disparará el déficit de 2027 en casi un 35%. Para financiar los recortes fiscales – 3.8 billones que benefician sobre todo a las rentas más altas – la norma elimina 522,000 millones en subvenciones a la energía limpia, frena el crédito a los vehículos eléctricos y llegará a encarecer la factura eléctrica familiar en más de 270 dólares anuales. Y todo ello mientras amputa 698,000 millones a Medicaid y 267,000 millones a SNAP, transfiriendo recursos del 10% más pobre al 10% más rico de la población. Si el iPhone «patriótico» era absurdo, este macro-proyecto presupuestario que en su mayor parte no supera el nivel de «ocurrencia» es directamente pirómano: sacrifica innovación, salud pública y estabilidad fiscal en nombre de un populismo tributario que sólo sirve para avivar las llamas del caos.
Pero el presidente no se contenta con dinamitar la economía; también ha decidido pelearse con los pilares de la educación superior. Desde abril, la Casa Blanca amenaza a Harvard con retirarle la certificación para matricular estudiantes internacionales y le exige entregar datos de sus alumnos extranjeros en 72 horas. El paso definitivo llegó cuando el Departamento de Seguridad Nacional revocó formalmente esa capacidad, obligando a miles de jóvenes a abandonar el país o trasladarse a otra universidad.
La reacción judicial no se ha hecho esperar: un juez federal ha emitido una orden de bloqueo, subrayando el carácter arbitrario y retaliatorio de la medida. Mientras tanto, Beijing, Berlín, UK, España y prácticamente todos los socios académicos de los Estados Unidos observamos con estupor cómo la nación que alardeaba de «libertad universitaria» se dispara en el pie, mermando un activo decisivo: la diversidad. Hablar de diversidad no es un eslogan vacío. En mis clases en IE University, apenas un 10% del alumnado es español (cuando lo es, que en muchas ocasiones ni llega), el resto procede de los cinco continentes, lo que nos da una de las puntuaciones de diversidad más elevadas del mundo. Esa mezcla de perspectivas genera debate rico, innovación y negocios que cruzan fronteras, y lo puedo comprobar todos los días. Retirar la visa a los estudiantes extranjeros equivale a extirpar el corazón de un ecosistema que vale mucho más que los 2,600 millones de dólares que la administración norteamericana ha congelado en subvenciones a Harvard.
Las amenazas del Idiot-in-chief van más allá de Cambridge. Columbia ya ha cedido a varias imposiciones tras perder cuatrocientos millones en ayudas federales. El mensaje para cualquier investigador o estudiante brillante en Munich, São Paulo o Bangalore es claro y cristalino: «Estados Unidos no te quiere». Y cuando el talento deje de llegar, el liderazgo científico norteamericano tardará una generación en recuperarse, si es que llega a hacerlo. Vayamos pensando que no volveremos a ver unos Estados Unidos con capacidad de liderazgo nunca más.
Sumemos las piezas: un arancel que encarece los productos estrella de la tecnología, un castigo ejemplar a la institución académica que más premios Nobel ha formado, un mercado financiero que sangra cada vez que el presidente madruga con «intuiciones primarias y opiniones infundadas», como ya dije al analizar el «iPhone patriótico». ¿Quién gana? Nadie, salvo tal vez el ego presidencial, sus negocios, sus corruptos amigos y un par de lobbies protegidos a golpe de decreto. ¿Quién pierde? Consumidores, empresas, estudiantes, investigadores y, en última instancia, la reputación de Estados Unidos como socio fiable.
Cuando das a un pirómano la llave del parque de bomberos, no esperes que apague incendios: los provocará mayores. Si el primer mandato de Trump ya tensó la globalización, el segundo está decidido a fracturarla mientras se regodea en las llamas. Sus decisiones, erráticas, personalistas y ajenas a toda evidencia, amenazan con dejarnos a todos un poco más pobres y mucho menos libres.
Vale la pena recordarlo cada vez que un arancel se venda como panacea o que la expulsión de estudiantes se disfrace de «seguridad nacional»: la realidad económica y académica es tozuda, y prenderle fuego sólo deja cenizas y ceniceros. Y el mundo tiene cosas mucho mejores que hacer con su dinero y su talento que alimentar la hoguera de la ignorancia.
Nota: https://www.enriquedans.com/







