


Del ocultamiento a la reivindicación: la nueva narrativa de las tecnológicas chinas
Actualidad - Internacional22/05/2025




Mi columna en Invertia de esta semana se titula «China y el cambio de actitud», y es un intento de explica los cambios de actitud y percepción de las compañías chinas a medida que su país sigue evolucionando para convertirse en el nuevo líder mundial indiscutido.


Cuando Xi Jinping confirmó su tercer mandato el 23 de octubre de 2022, repitió ante la prensa una consigna que lleva años afinando: “China abrirá cada vez más su economía al mundo y profundizará la reforma en todos los frentes«, un mensaje que se interpretó como la formalización de una agenda de apertura selectiva pero firme, diseñada para ganar peso en las cadenas de valor globales sin renunciar a la autonomía estratégica. La idea de «China no puede desarrollarse aislada del mundo, y el desarrollo mundial también necesita de China» es sumamente potente por la bidireccionalidad de la misma, y se revela claramente en la estrategia que el país lleva poniendo en práctica desde entonces, sobre todo con su apuesta por las tecnologías relacionadas con las energías renovables o la inteligencia artificial.
Dos años y medio después, el discurso de Xi ha dejado de ser mera retórica. El éxito de DeepSeek, la startup que demostró que la inteligencia artificial no necesita únicamente «fuerza bruta» de GPUs sino ingenio matemático, ha servido de catalizador para un fenómeno inesperado: cada vez más fundadores chinos deciden mostrarse abiertamente como tales cuando salen al exterior. Un reportaje de Rest of World describe cómo, tras años de China-shedding, las startups hablan de talento, costes y velocidad como ventajas competitivas ligadas a su origen. Una de las emprendedoras entrevistas habla de que «now it’s OK to be Chinese overseas», y sobre cómo esa actitud atrae capital y usuarios en mercados antes reacios.
Esta nueva «visibilidad orgullosa» choca con la narrativa beligerante que domina en Washington. En abril, el presidente de la FCC, Brendan Carr, advertía en el Financial Times de que los aliados europeos debían «elegir entre la tecnología de las democracias occidentales o la del Partido Comunista Chino», señal inequívoca de que la Casa Blanca pretende convertir la conectividad, con Starlink incluida, en una especie de test de lealtad geopolítica.
El contraste no podría ser mayor: mientras Beijing ofrece mercado y recursos, tierras raras, economías de escala, un ecosistema de ingenieros que genera más patentes que nadie, etc. a cambio de adopción mutua y, sobre todo, de legitimidad; Washington reclama adhesión incondicional a un bloque que, paradójicamente, se muestra cada vez más hostil, menos predecible, más chulesco, más proteccionista y, sobre todo, más egoísta, mirando únicamente por el «America First». Toda una decadencia representada por el estilo y los modos de un irresponsable populista llamado Donald Trump.
La consecuencia es que Europa, tradicionalmente celosa de su «tercera vía», se encuentra forzada a gestionar un equilibrio cada vez más inestable. A la hora de desplegar redes 5G, automatizar fábricas o electrificar flotas, la verdadera decisión ya no es si comprar hardware «made in China», sino bajo qué condiciones puede hacerlo sin sacrificar autonomía regulatoria ni acceso a innovación crítica.
En ese escenario, la actitud emergente de las tecnológicas chinas de pasar de la discreción a la exhibición de Chineseness, introduce una variable inesperada: la soft-power tecnológica. Al abandonar el camuflaje, DeepSeek, Unitree o BYD transforman su procedencia en argumento de venta: frugalidad innovadora, dominio de la manufactura robotizada y apertura cada vez más genuina del código fuente. Esa combinación obliga a revisitar el mantra de Xi: abrirse «más y mejor» ya no es solo una meta macroeconómica; es, sobre todo, una estrategia reputacional que capitaliza la ansiedad de Occidente y convierte la competitividad en herramienta diplomática.
Para Europa, y, por extensión, para España, la decisión pasa por diseñar políticas industriales que convoquen a la inversión china sin hipotecar la gobernanza digital. No se trata de «elegir bando», sino de aprender a co-innovar desde reglas claras de transparencia, ciberseguridad y protección de datos. Lo contrario equivaldría a renunciar a la ola de disrupción que, como demuestra DeepSeek, ya no depende tanto del silicio estadounidense utilizado como supuesto «llave del paraíso», sino de la alquimia de algoritmos, restricciones y talento global distribuido.
En última instancia, aceptar la «aportación de China al mundo», que no es otra cosa que tecnología con ambición de liderazgo, implica superar el dilema maniqueo que algunos quieren imponer. La colaboración en inteligencia artificial, robótica o movilidad eléctrica no exige en absoluto abdicar de los derechos humanos ni aceptar sistemas políticos ajenos; exige algo más prosaico y difícil: gestionar interdependencias en un orden multipolar donde la innovación ya no tiene pasaporte, pero sí matices culturales que conviene reconocer, regular y, llegado el caso, celebrar. Porque la próxima ola de progreso, desde la energía a la salud, dependerá menos de banderas que de nuestra capacidad para tejer redes de conocimiento que crucen, sin complejos, la nueva Ruta de la Seda digital.
Nota:https://www.enriquedans.com/







