Donald Trump y sus amigos: entre corrupción y kinderpolítica

Actualidad - Internacional10 de marzo de 2025
Kinderpolitics-Grok

En pleno siglo XXI, mientras la fachada de la democracia se derrumba bajo el peso de una kinderpolitics de patio de parvulario sin sentido, los verdaderos beneficiarios son aquellos que han sabido adaptarse al nuevo orden: las grandes tecnológicas y los oportunistas. Bajo la sombra del Idiot-in-Chief, vemos cómo se desmantelan las barreras que protegían a los ciudadanos, dejando paso a la más tóxica colaboración entre poder y dinero.

Uno pensaría que en la llamada «cuna de la democracia», la política se basaría en valores sólidos y en un respeto escrupuloso de las instituciones. Sin embargo, durante el mandato de Donald Trump, que encarna la peor cara del populismo moderno, estamos viendo florecer una curiosa forma de gobernar que podríamos denominar kinderpolítics: un enfoque infantilizado y caprichoso, que mezcla nepotismo, desregulación, corrupción, decisiones primarias apresuradas sin sentido, supuestas «ideas felices» y un narcisismo exacerbado. Y, como no podía ser de otra manera, la gran beneficiada de esta farsa ha sido la industria tecnológica, con la complicidad de directivos sin escrúpulos y de aventureros de las criptomonedas.

Con su retórica incendiaria, su estilo agresivo y sus decisiones erráticas, Donald Trump ha consolidado la idea de que la política no es más que un patio de colegio donde el matón de turno impone su voluntad. Mientras tanto, el resto del mundo contempla atónito cómo el país que se autoproclama estandarte de la libertad se relaciona con dictadores, aprueba y pospone aranceles sin sentido y se pelea con sus propios aliados históricos. Una kinderpolítica simplista y efectista que apela a instintos primarios en lugar de al pensamiento estratégico que está teniendo consecuencias directas en el entorno empresarial. Las big tech, sabedoras de que la FTC y otras agencias reguladoras se han visto debilitadas en su labor, se han apresurado a aprovechar esa laxitud en el control y a rentabilizar la pleitesía absoluta al dictador.

Mientras Trump firma una errática orden ejecutiva tras otra con su firma más grande que el propio texto y ofrece espectáculos bochornosos en las redes sociales, los gigantes de Silicon Valley y los cryptobros encuentran en la desregulación y la propaganda el caldo de cultivo perfecto para ampliar su poder. En lugar de dar pasos hacia un escenario de competencia justa, la administración Trump va aflojando los controles antimonopolio, mientras las big tech van viendo cómo las investigaciones en su contra se van quedando en meras declaraciones políticas de dudosa efectividad y el gobierno usa sus datos para espiar a todos los ciudadanos. Los «cryptobros», emprendedores de dudosa transparencia que hicieron campaña a favor de Trump se suben al tren de la especulación y del pump-and-dump, conscientes de que las agencias reguladoras estarán más ocupadas en lidiar con el caos de la Casa Blanca que en supervisar sus andanzas. Hasta Sam Bankman-Fried podría obtener el perdón presidencial.

La relación privilegiada con billonarios como Elon Musk deriva en un escenario en el que lo que menos importa es la ética empresarial y el largo plazo. Todo se reduce a grandes golpes de efecto, titulares impactantes y a acaparar la atención mediática. Ayer bitcoin subía porque se iba a crear una reserva estratégica. Hoy baja, porque esa reserva no va a comprar bitcoins y solo va a usar los incautados a delincuentes, y mientras, va generando consecuencias imposibles de calcular. Mientras tanto, la innovación real, la que necesita un entorno estable y una competencia eficiente, va quedándose relegada a un segundo plano, lastrada por la politización extrema, la corrupción, el capitalismo de amiguetes y el cortoplacismo.

El resultado de este cóctel explosivo es una dictadura tecnológica de nuevo cuño, un entramado de influencia política y empresarial que, si bien no se ve a primera vista (porque no aparecen botas militares ni tanques en la calle), ejerce el control a través de la acumulación de datos, el dominio de las comunicaciones y la capacidad de comprar voluntades políticas. Cuando las instituciones se vuelven prescindibles a golpe de tweet y la regulación se decide en una llamada nocturna entre el mandatario y su círculo de amiguetes, se abre la puerta a la tiranía del mercado. Una tiranía que no se publica en ningún diario oficial, pero que sin duda regula el día a día de los usuarios, los creadores y los emprendedores.

Para algunos, este debilitamiento institucional y esta permisividad absoluta pueden parecer un problema exclusivamente norteamericano, pero la historia reciente demuestra lo contrario. El poder que ejercen las compañías tecnológicas no conoce fronteras. Sus plataformas y algoritmos operan globalmente. El modo en que los Estados Unidos afronten o no afronten este desafío regulatorio está afectando a todo el mundo. Además, otros gobiernos se ven tentados de imitar la estrategia de Trump cultivando la polarización y el amiguismo, lo que nos lleva a caminar en modo sonámbulo hacia un mundo en el que las garantías democráticas están en continua erosión.

A corto plazo, algunos países podrían responder aislando a los Estados Unidos, boicoteándolo o imponiendo aranceles recíprocos, pero la escala colosal de las multinacionales tecnológicas y del soft power de las redes sociales hace que esas estrategias de aislamiento sean insuficientes. Más que nunca, se requiere una visión internacional en la que organismos globales se impliquen en la vigilancia y la regulación para asegurar un entorno justo para todos.

La pregunta que muchos se hacen es: ¿Qué podemos hacer frente a esta dictadura tecnológica surgida de la kinderpolítica? La respuesta no es sencilla, pero pasa por reforzar elementos como la transparencia, exigiendo que las empresas tecnológicas comuniquen claramente sus prácticas, algoritmos y políticas de privacidad; la competencia, apoyando y fomentando la innovación independiente que permita romper el oligopolio de los gigantes digitales; la regulación inteligente, que proponga marcos regulatorios a nivel nacional e internacional que preserven la libertad de mercado sin sacrificar los derechos de los usuarios; y la participación ciudadana, que nos permita informarnos, debatir y ejercer presión a nuestros representantes para que no sean cómplices de intereses mezquinos.

El escenario político que está dejando la Administración Trump es el mejor exponente de cómo un líder narcisista y sus acólitos pueden degenerar en la peor versión de sí mismos: un gobierno que se vanagloria de la fuerza mientras dinamita sus propias instituciones. Bajo esa fachada autoritaria, la gran ganadora está siendo una industria tecnológica que apostó por el populismo, y que está consolidando su poder en ausencia de controles efectivos. Hablar de «dictadura tecnológica» podría sonar excesivo para quienes todavía confían en la imagen idealizada del libre mercado, pero cuando los controles se relajan, la justicia se vende a precio de saldo y los monopolios se fortalecen, el resultado es un sistema opaco donde unos pocos deciden el destino de muchos. Es urgente que los usuarios, los inversores, los votantes y la sociedad norteamericana en su con junto despierten de este letargo, de esta gleichschaltung, y exijan un cambio real tras el espejismo de que votar a semejante idiota iba a arreglar sus problemas.

Mientras no rompamos este circo de la kinderpolítica, corremos el riesgo de que la verdadera innovación y la pluralidad tecnológica queden sepultadas bajo los caprichos de un puñado de magnates y de políticos que juegan a ser emperadores. Una realidad que nos afecta a todos, dentro y fuera de las fronteras de los Estados Unidos. Es fundamental recuperar el sentido común y dejar de creer en la farsa de la «libre competencia» y del «America First» cuando, en realidad, nos encontramos ante un escenario de complicidad política y corporativa que nos lleva a un futuro cada vez más incierto, más veleidoso y con más peligros para todos.

Nota: https://www.enriquedans.com/

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